Nuestro camino no es de blanda hierba,
es una cuesta arriba cubierta de rocas.
Pero sube y sube hacia el sol.
-Ruth Westheimer-
 
Aquel estudiante que, por circunstancias de la vida, quedó sujeto a una silla de ruedas, era la admiración de sus compañeros; era todo bondad y optimismo. La vida le había paralizado sus músculos, pero no su ilusión.
 
─¿Cómo con tu desgracia ─le decían sus amigos─  tienes tanto ánimo y seguridad y vives sin ninguna amargura?
─Es que ─respondía invariablemente el joven─ el mal jamás me llegó al corazón.
 
Cuando el corazón está lleno de Amor ─con mayúsculas─ no caben en él las amarguras. Habrá dificultades y hasta desgracias en la vida; podrán causarnos dolor, pero no nos causarán amargura.
La amargura nace de un corazón sin fondo que se nutre de tres «des»: desilusión, desesperanza y desamor.
 
En ese sentido, la amargura es el sufrimiento del alma que ha perdido el sendero de la Vida.
La amargura echa raíces en un corazón vacío y el corazón humano, por muchas cosas que tenga, siempre estará vacío si le falta Dios: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti» (San Agustín).
 
Meter a Dios en nuestras vidas es un seguro de felicidad y alegría. Así lo aseguró Benedicto XVI en la 27º Jornada Mundial de la Juventud: Sobre todo vosotros, jóvenes discípulos de Cristo, tenéis la tarea de mostrar al mundo que la fe trae una felicidad y alegría verdadera, plena y duradera. Y si el modo de vivir de los cristianos parece a veces cansado y aburrido, entonces sed vosotros los primeros en dar testimonio del rostro alegre y feliz de la fe.
 
¿Que la vida a veces es como es? Te doy una receta para no perder la sonrisa: Reza. Llena tu corazón de Dios y así conseguirás, como el joven paralítico, que el mal no llegue al   corazón.