Lucas 2, 1-14

«No temáis, os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador en la ciudad de David, el Mesías, el Señor»
«Miro la paz de esta noche. Y abro mi alma vacía. La vida se juega en mi sí sencillo delante de un establo. En mi fidelidad ante una vida ordinaria en la que no hay milagros. Y toco su carne débil»
 
Me detengo ante el Belén. Me arrodillo ante María y José. En silencio. No sé bien por qué la tradición los presenta uno tan lejos del otro esta noche. Y el niño en medio. Solo, algo lejos. Creo más bien que José sostendría a María por la espalda en esa noche. El niño en sus brazos, durmiendo. O María recostada. Y José velando a su lado. Mientras Ella duerme con el Niño, él velando. Y meditando en su corazón tantas cosas de esos días. Cosas que no comprendía del todo. Las prisas de esos meses de viajes. Los ruidos de un tiempo inquieto. El ángel hablando en sueños. Y la paz del alma. Ya estaba allí ahora, en Belén. María en sus brazos y Dios dormido en su carne de niño. Se acabaron las dudas. O comenzaron de nuevo al no ver nada extraordinario en ese hijo de Dios. El silencio del mundo en esa noche honda. ¿Dónde está la alegría de la promesa? ¿Dónde se hace carne la Buena Nueva? José sosteniendo a María cansada. Una noche de luz en las sombras. Los tres solos. Tanta vida en la oscuridad. Miro a José velando, custodiando el sueño de María. Miro a María tranquila, ya con paz, segura, protegida. Con ese niño en sus brazos, en la palma de su mano. Como Ella que a su vez descansaba en las palmas de las manos de Dios. ¿Hay que seguir temiendo? ¿Dónde está la alegría? El corazón se calma. Ya no temo. Callo al mirar este Belén en esta noche. Me gustan los silencios de hoy. El abrazo callado de José y María. Los ojos cerrados de un niño que es Dios. La paz cansina de un largo camino hasta Belén. La búsqueda inquieta de una posada. Esa misma inquietud que me lacera el alma cuando busco posadas por la vida. Lugares en los que poder vivir y crecer. Como un mendigo de paz y sosiego. Un mendigo de un amor eterno. Quiero detenerme hoy ante Jesús recién nacido. Sólo mira o duerme. Calla o llora. Y es el Salvador. El que es eterno sujeto al rigor del tiempo. El que va a cambiar mi vida incapaz de sobrevivir solo esta noche. Lo miro tan desvalido que me siento incómodo. ¿Dónde está la alegría que sólo me da un Dios todopoderoso? Dios desvalido. Yo mismo desvalido. Pienso en las palabras del P. Kentenich: «La misericordia de su parte, presupone el desvalimiento por mi parte. ¿Quién de nosotros no tendría que decir: estoy desvalido? Sea por un achaque físico. Por este dolor aquí, o esa afección allí, y no sé cuántos quebrantos más. A ello se agrega el desvalimiento a nivel espiritual. Porque nosotros no sólo queremos portarnos bien y ser buenos, sino que debemos ser santos. De la mano de María no sólo queremos ir hacia Jesús, sino también hacia el Padre. Todos queremos ser hijos del Padre. Y qué grande es el peligro de que el mundo nos arrastre con su vorágine. Los ojos de una madre están siempre dirigidos hacia nosotros. La Madre nos atrae hacia sí mediante sus ojos atentos, bondadosos, maternales»[1]. Miro a María que sí me mira y me atrae hacia el Belén en mi desvalimiento. Me siento pequeño esta noche inmensa abandonado en sus manos abiertas. María me mira, me espera. Con el niño en sus brazos. Esta noche tan esperada, tan ignorada. Los ojos del mundo no se han detenido ante un par de personas camino a Belén. No han llegado a buscar un niño nacido entre pajas. Yo lo he esperado. Lo espero cada año. Cada Navidad, cada día, siempre de nuevo. Porque me siento desvalido sin la cercanía de ese Dios indefenso. Con el desvalimiento de los pobres. Paradojas. Ante Dios siento ese desvalimiento tan humano. Siento que la vida pasa demasiado rápido entre mis dedos y yo la dejo pasar ante mí, inválido, desvalido, demasiado quieto, incapaz de cambiar nada. Quiero mirar el Belén esta noche. Y decir en voz alta mis dolores, mis quejas, mis miedos, mis desvalimientos. Hay demasiado silencio en Belén. El alma inquieta. ¿Dónde está la alegría? José y María están esperando mis palabras. Callan para acogerme. Me detengo ante el Belén. Un simple establo. Miro a José que está pensando mientras sostiene a María en sus brazos. Miro a José que a su vez mira a los ojos de María. Miro a José que acaricia torpemente a un niño pequeño que no hace milagros. Miro a María que duerme abrazada a Jesús. Miro a María contenida en José. Cansada. Callada. Feliz. Miro a María que me mira con misericordia al ver mi impotencia. Y sonríe con ojos llenos de paz. Y me dice muy quedo: «Por fin has venido». La miro y de pronto una paz invisible invade mi alma. Penetra mis resistencias a estar en paz. Supera mis miedos que no me dejan abandonarme en sus manos. Yo queriendo retener mi voluntad como una bandera firme contra el viento. Noto la ausencia de esa felicidad que sueño. ¿Dónde está la alegría en esta noche? Quiero mirar el Belén muy despacio. Detenerme en tantas figuras. ¿Qué pensamientos turban hoy mi alma? Me miro muy dentro. Miro a Jesús. En su impotencia me desarma. Parece defenderme sin decir palabras. Yo soy el que busca su protección y pretendo protegerlo. No sé bien qué espero de esta noche. Ser protegido y no tener yo que proteger a otros. Descansar yo en sus brazos, con paz en el alma, y no tener que dar yo descanso a tantos. Me rebelo contra la impotencia de un Dios desconocido. Me rebelo contra la impotencia que veo. Contra la misma impotencia que yo cargo. Miro la paz de esta noche. Y abro mi alma vacía. Porque sé que la vida se juega en mi sí sencillo, en mis rodillas clavadas delante de un establo. En mi fidelidad heroica ante una vida tan ordinaria en el que no destacan los milagros. Y toco su carne débil con mis frágiles dedos. Y toco su paz callada con mi alma llena de ruidos. Y sueño despacio con el cielo que se abre en esas manos blandas. Y espero una eternidad sostenida del hilo de ese latido tan humano, tan frágil. Tan de Dios. El milagro escondido bajo las estrellas que me anuncian una alegría verdadera. Quiero acariciar la alegría de Dios en esta noche. Quiero llenarme de una paz bendita. Quiero ser yo Belén en el silencio de mi entrega. Caminando despacio. Algo cansado.

Creo que la Navidad tiene mucho que ver con la reconciliación. Con reconciliarme con mi vida, con mis pasos, con mis heridas. Reconciliar lo que no está conciliado. Reconciliar lo que se ha roto, lo que está muerto, lo que está mal unido. Y me pregunto cuántas cosas en mi vida parecen irreconciliables. Amistades rotas. Vínculos familiares llenos de heridas, de perdones no dados, de rencores guardados. No estoy reconciliado cuando vivo en rebeldía con la vida que arrastro. Incapaz de cambiar mis noes en síes, mi cobardía en audacia. Y pienso que Jesús nace para que me reconcilie con mi vida tal y como es, con las personas que amo y abrazo tal y como son. Con mi trabajo como es. Con mi ritmo de vida tal y como se desarrolla. Sí, me reconcilio mirando a Jesús. Doy mi sí. Y pienso cómo quiero vivir estos días navideños. Cómo quiero regalarme en este tiempo sagrado que discurre ante mis ojos. A una velocidad que supera el calendario entre mis manos. Todo demasiado rápido, demasiado fugaz. No me da tiempo a pararme. Tal vez porque en mi agenda no lo he guardado. Y no me queda ese tiempo para darle a Dios. Y me olvido. No guardo ese tiempo que tengo para dárselo a los hombres. Quiero aprender a regalar mi vida de forma sencilla. Como lo hace Jesús. Reconciliarme con los que tengo lejos. Reconciliarme con mi vida para poder dar lo mejor de mí. Mi alma en paz. Mi alma en calma. Reconciliada. Pienso en las personas a las que más quiero. Les pongo nombre. Las nombro. Y me pregunto qué voy a regalarles estos días. Las quiero. Las protejo. Como José a María. Las guardo en mis entrañas. Pero a veces las descuido. El otro día vi un video en el que le preguntaban a unos jóvenes qué iban a regalar esta Navidad a las personas que más querían. Iban pensando en posibles regalos para sus seres queridos. Les preguntan incluso qué les darían si les tocara la lotería. Ellos piensan en regalos maravillosos. Imposibles. Hasta que llegan a la última pregunta: «Y si fuera su última Navidad, ¿qué le regalarías?». La voz se rompe. La mirada se nubla. Uno nunca piensa en la última navidad de un ser querido. No existe. Siempre queda otra. Una nueva oportunidad. No me imagino nunca el último momento de alguien querido. No existe ese último día marcado en mi calendario. Siempre me queda una Navidad más. Una nueva oportunidad para hacerlo todo mejor. Espero a escribir unas palabras. Mejor el año que viene. Aguardo a escribir palabras a alguien a quien quiero. Y tal vez dejo pasar el tiempo. Y cuando las escribo tal vez ya no está a mi lado. O no puede entenderlas. Da miedo pensar en esa última Navidad. La última foto. La última cena. Si lo pienso, lo aparto con rapidez de la mirada. Para no perder la paz ni por un solo momento. Pero claro, me lo preguntan de nuevo. ¿Y si fuera la última Navidad? Entonces todo cambia. Ahí comprendo que lo más importante que puedo regalar es mi vida. A las personas a las que más quiero. Es mi tiempo sagrado. Ese mismo tiempo que a veces pierdo de forma inútil. Me desgasto en mi tiempo sin hacer nada importante, sin amar con toda el alma, sin decir cosas sagradas. Callo. Espero. Mejor otro día. Se escapa el tiempo. Regalo cosas, pero no me entrego. Pienso en dar regalos para cumplir el expediente, para salir del paso. Pero no pienso en lo que al otro le hace feliz de verdad. No pienso en su vida, en lo importante de su vida. Y me quedo en lo superficial, en lo anecdótico. Quiero vivir cada Navidad como si fuera la última. Dándole importancia a lo importante. Por eso quiero cuidar a los que están cerca y a los más alejados. Reconciliarme con los que he roto mi cariño o me he alejado por la distancia. Reconciliar, volver a conciliar. Volver a cuidar una relación rota, herida, fría. Decía el Papa Francisco: «Hacer que tus manos, mis manos, nuestras manos se transformen en signos de reconciliación, de comunión, de creación». Nuevas relaciones creadas con mis manos. Reconciliadas en las manos de un niño entre mis propias manos. Volver a traer la paz y la armonía al seno de mi familia. Traer luz con mi canto allí donde los vínculos se han debilitado. Donde cuesta compartir una cena, aunque esa cena sea la cena de Navidad. Y los protocolos hacen que el frío de mi cariño se mantenga un año más. Todo políticamente correcto. Frío. Tenso. Camino sin hacer mucho ruido. Por educación. Pero sin amor. ¿Quiénes son esas personas realmente importantes en mi vida a las que quiero cuidar estos días? ¿Cómo están esas relaciones heridas con el paso del tiempo? ¿Qué puedo regalar este año? Me pongo en su piel, en sus zapatos. Me pongo en su corazón. ¿Qué deseo? ¿Qué desean? A veces me sobran cosas. Y me falta lo más importante. Me falta amor. Calor. Paz. Alegría. Me falta recibir más amor. Dar más amor. Decía la sicóloga Carmen Serrat: «No te enredes en medir y calcular lo que el otro te da. Si lo haces, sólo encontrarás frustración. Hacerle feliz debe ser tu mejor propósito. Haciéndole feliz, sin olvidarte de ti mismo, encontrarás parte de tu felicidad». Quizás lo que me falta de verdad sea dar más amor. Pensar más en los demás que en mí mismo. Vivir más descentrado. Dar la vida, dar mi tiempo, dar mi amor profundo. Darme a mí mismo en lugar de dar nada más que cosas. No pensar en lo que voy a recibir. Pensar mejor en lo que quiero regalar. Ser veraz en mis vínculos, auténtico. Cuando me entrego, hacerlo con sinceridad, sin fingimientos, sin protocolos. Sin impostar la voz, sin pretender ser quien no soy. Sin disfrazarme de héroe, de amigo, de hermano. Sin presumir de mis logros. Sin colgarme medallas ni engreírme en mis títulos. Sí. Esto es Navidad. Mi piel desnuda ante la piel desnuda de un recién nacido. Vacío de logros. Vacío de méritos. Necesitado del calor de un niño. De María. De José. Quiero reconciliarme cada día con Dios, conmigo mismo, con los demás. Siempre hacerlo de nuevo. Volver a empezar. Y tocar esa paz que sueño.

A veces intento abandonarme en las manos de Dios en todos los aspectos de mi vida. Confiar en que su camino es el que de verdad deseo, aunque no lo desee. Hacerlo todo de golpe. Ser perfecto. Pretendo ser libre en todos los ámbitos de mi vida. Quiero abarcarlo todo en mi propósito de madurar en mi amor de una vez por todas. Y, como nunca lo logro, porque no puedo, porque soy débil, me desespero en el intento y desisto de la idea. No me parece entonces tan bueno querer cambiar de golpe. Y no hago nada. Si no puedo hacerlo todo, mejor no hago nada. Pretendo a veces una santa indiferencia que me es imposible. Quiero que no me quite la paz nada en este mundo. No quiero turbarme al pensar en perder un hijo. Ante una enfermedad mortal. Y no quiero que sea motivo de angustia. No quiero sufrir al temer la pérdida de todo lo que tengo. Pero es imposible. Ante el Belén de rodillas imploro una paz imposible. Una libertad soñada. Pero no me quito de la cabeza el temor a perder, a no tener, a que sea esta la última Navidad de un ser querido. Hoy quiero esa libertad interior como un don, como un milagro. Quizás tengo que ir más despacio y no buscar lo imposible de golpe. Mejor pensar en esos campos de mi vida donde puedo educar mi libertad en aspectos más asequibles. No empiezo con lo más grande, mejor me detengo en lo más pequeño. ¿Qué me hace sufrir sin ser de verdad tan importante? A lo mejor tengo adicciones que me quitan la paz y me hacen esclavo. Dependencias enfermizas y desordenadas. A lo mejor estoy atado a proyectos que son irrelevantes. ¿Dónde he puesto mis prioridades? ¿Qué es lo que cuido en mi vida como si fuera lo verdaderamente importante sin serlo de verdad? Puedo empezar por ahí. Medito en esas inmadureces mías que me hacen turbarme sin tener auténtica razón para ello. Decía el Papa Francisco: «Dios viene a romper nuestras clausuras, viene a abrir las puertas de nuestras vidas, de nuestras visiones, de nuestras miradas. Dios viene a abrir todo aquello que te encierra». Así de sencillo. Nace para romper mis barreras, para liberarme. Sé que si empiezo por lo poco tal vez Dios pueda ir dándome la gracia en otros ámbitos de mi vida más relevantes. Si pretendo lograrlo todo de golpe me frustraré y no seguiré adelante con mi lucha. Me gustaría tener un alma grande, ser magnánimo en mi entrega como decía el P. Kentenich: «Las cosas nos hacen interiormente libres cuando las cumplimos por generosidad, cuando la motivación que nos impulsa no es ante todo la mera obligación o la pura actitud de evitar el pecado. Cuanto menor sea el rol que desempeñe el pecado como amenaza y peligro en el camino de mi vida, tanto más libre y generoso seré interiormente»[2]. Un alma grande en las cosas pequeñas. Que lo que me motive sea siempre al amor. Libre por amor a Dios. Libre por amor a los hombres. Libre de esos apegos desordenados que me incapacitan para amar más. Con más libertad, con más generosidad.

Pienso en la paz de Dios en este día de Navidad. Jesús trae la paz al nacer en medio de la noche: «Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento». Trae la paz a los hombres que ama Dios. El mundo necesitado de paz. Tantos países en guerra. Tantos atentados. Siria, Francia, Alemania. Violencia, muertes de inocentes. ¿Cómo se construye la paz en medio de la guerra? ¿Cómo lograr la paz sin empuñar un fusil, sin responder con violencia a la violencia, con odio al odio? ¿Cómo se construye esa paz que Jesús me promete? Después del atentado en Alemania de esta semana decía una noticia: «Han destrozado el mercado navideño, pero nos queda el evangelio de Navidad». En esas sencillas palabras se esconde una honda verdad. Podrán acabar con muchas cosas externas, pero la fe no morirá. La fe en un amor eterno que supera mi carne frágil y mortal. Yo puedo sembrar paz sin tocar un arma. Sin ser violento en respuesta a los violentos. Sin alzar mi voz contra los que me gritan con rabia. El otro día pude ver la película «Hasta el último hombre». Cuenta la historia real de un objetor de conciencia en una batalla contra los japoneses en la segunda guerra mundial. Este joven médico, sin armas, en medio de una larga noche en el campo de batalla, lucha por salvar a los heridos que agonizan esperando el alba. Él ve que Dios le pide no dormir, no dejar de luchar. Hace caso a la voz de Dios y busca entre los muertos a los que aún siguen con vida. Se mueve sin armas en la oscuridad de la noche entre los cadáveres. Se juega la vida por salvar a los heridos. Logra sacar del campo de batalla a setenta y cinco hombres heridos en esa noche. Cada vez que salvaba uno, muerto de cansancio, le decía al Señor: «¡Por favor, Señor, déjame salvar a uno más!». Y así, uno tras otro, iba salvando vidas. Me conmueven esas palabras. Uno más. Siempre uno más. Pensaba en mi vida. Me arrodillo ante el Niño Jesús. Me gustaría hacer mías esas palabras. Pero me pesa mi egoísmo. Uno más. Cuando estoy cansado y no quiero más lucha. Cuando me agota la vida y no quiero nadie más que exija mi entrega. Me gustaría que su oración fuera la mía. Salvar uno más. Dar la vida por uno más. Abrir mi corazón a uno más. El egoísmo me hace buscarme y desear detener las exigencias, las demandas. Puedo sembrar más paz. Puedo dar más amor. Una persona rezaba: «¡Cuántos necesitan mi consuelo! Muchos. Creo que mi vocación va por ahí. Consolar desde mi herida. Desde mi herida tocar otras heridas. Es curioso. La herida de unos sana a otros en su herida. Ese es el mismo misterio de Jesús. Últimamente lo pienso más. Por tus heridas me has sanado, Jesús. Tú me has ido llevando desde el corazón. Creo que lo sé. Desde mi herida puedo consolar a otros. Como Tú lo hiciste. Porque Tú lo hiciste. Curar tantas veces no puedo. O tal vez nunca. Sólo Tú puedes. Pero es preciosa mi vocación». El protagonista de la película entregó su vida. Siempre cabía uno más. Podía con uno más. No se puso límites. Se expuso a perder la vida, es cierto. A veces quiero cuidarme, protegerme. Y sé que con mi herida puedo sanar otras heridas. En Jesús. Por Jesús. Eso me conmueve. Por ese niño que nace en pañales. Indefenso trae la paz. No lleva armas, no tiene poder. Y trae la paz. Pacifica sin violencia. Sin gritos. Sin usar la fuerza. Me gustaría vivir esa paz, dar esa paz. Calmar los corazones sin hacerlo con violencia. Sin imponer nada a la fuerza. Sin querer convencer a nadie con palabras, con argumentos vagos. Sólo con gestos sencillos de amor. Parece fácil. Parece imposible. Me arrodillo ante Jesús para pedir su paz esta noche. Su luz. Su fuerza. Su fidelidad. Que pueda decir cada noche al acostarme: «¡Por favor, Señor, déjame salvar a uno más! ¡Déjame amar un poco más!». Sólo uno más dando mi vida. Siempre hay hueco en mi corazón para amar más. Siempre cabe uno más. Hay sitio. Tengo paz.

Me gusta contemplar a los pastores en esta noche de Navidad. Me gusta mirar con sus ojos gastados por el frío de la noche. Llenos de nostalgia y de sueños. A veces tristes y desalentados. Otras veces llenos de esperanza: «Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El Ángel les dijo: - No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Y de pronto se juntó con el Ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: - Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace». Me impresiona la escena. La luz y la paz en medio de la noche. El miedo de los pastores. Esos hombres rudos que se convierten en niños y creen. Escuchan y creen al ángel. Y se ponen en camino. Dejan solos sus rebaños. Confían. Me gusta esa capacidad suya para escuchar a Dios y ponerse en camino dejando de lado sus miedos. Porque se llenaron de temor: «No temáis». Tenían miedo a lo extraordinario. Pero creyeron y se pusieron en camino. Fueron capaces de escuchar la voz de Dios. El otro día, una persona que se estaba quedando sorda de un oído, me comentaba cómo ese hecho doloroso le había hecho reflexionar sobre el oído interior que no cuidamos. Un oído para escuchar a Dios. Un oído para escuchar lo más callado de su voz en mi alma. Tal vez me falta la fe de los niños para creer a Dios en mi corazón. Escuchar su voz y creer que me lo pide a mí, que me llama a mí. Que soy yo el que tiene que seguir luchando, dejar lo que me inquieta y ponerme en camino. Pensaba en el protagonista de la película que antes mencioné. Antes de la batalla final el capitán trataba de animarle para que subiera con ellos: «Ellos no creen tanto como tú. Pero creen mucho en lo mucho que tú crees». Los soldados tenían miedo. La posibilidad de la muerte los inmoviliza. Esos hombres no tenían tanta fe. Pero creían en ese hombre que sí tenía fe. Él creía en el amor de Dios. Y escuchó su voz enviándolo a salvar vidas. Su fe era grande. Esa fe que a veces me falta. Pienso en unas palabras que leí el otro día: «Todo aquello que merece la pena lograr requiere que se asuman ciertos riesgos, y no debes permitir que el fracaso te haga perder la fe en tu capacidad para triunfar». Quiero esa fe en lo imposible. Esa fe en que puedo lograr lo que sueño. Esa fe en mis fuerzas. Esa fe en la fuerza de Dios en mi vida. Quiero que otros puedan descansar en mi fe, en mi confianza. Que mi fe fortalezca otros corazones que dudan y temen. Los soldados creyeron en la fe que aquel hombre tenía. Pienso en los jóvenes que acompañaba el P. Kentenich en Schoenstatt en 1914. Esos jóvenes creyeron en la fe que tenía el Padre. Creyeron por su fe y sellaron la primera alianza de amor con María. Así se trasmite la fe. Cuando creemos, creemos primero en quien cree. Y luego nuestra fe se va haciendo más fuerte. Sé que muchos creerán cuando yo creo. La fuerza de mi fe. Es la fe del niño en su padre. La fe en el que tiene fe. Así se contagia el cristianismo. Así se siembra esperanza en los corazones. Hoy miro a los pastores que creen. Ellos creen en una señal pequeña, dejan sus rebaños y se ponen en camino. Creen en esa alegría inmensa que se les anuncia. Se apoyan los unos en los otros en la fe. Creen en esa buena noticia que se hacía invisible en un niño entre pañales. Creen más allá de la apariencia. Creen en lo extraordinario vestido de piel ordinaria. A mí me cuesta muchas veces ver a Dios en signos cotidianos. Escuchar su voz callada con ese oído interior que Dios me ha dado y yo no uso. Dios se hace carne de forma imprevista en mi carne mortal. La eternidad sujeta al rigor del tiempo. En la pequeñez de la carne, en su fragilidad, se esconde todo su poder. Dios nace en el silencio de la noche. En lo más oculto. En lo más sagrado. En medio de una noche cualquiera marcada por una estrella. Y en la normalidad de sus vidas los pastores creen. No hay nada extraordinario en un niño pequeño. Pero ellos creen. Me conmueve esa fe imposible. Me gustaría tener esa fe en medio de este mundo que ya no cree en lo sagrado. En este mundo que desconfía de lo extraordinario y quiere encontrar razones comprensibles para todo lo sobrenatural. En este mundo que cree en las energías y desconfía de un Dios encarnado, en un Dios al que puedo tocar con mis manos. En un Dios presente en cada eucaristía. La energía parece hoy más creíble que la misericordia del abrazo de Dios. Quiero que aumente mi fe. Quiero poseer la fe confiada de los pastores. Hombres fuertes, solitarios y duros. Hombres a los que Dios toca en esta noche y los convierte en los primeros creyentes. Se fían como niños y su corazón se alegra. Quiero esa fe de los niños. Esa fe que se asombra en Navidad ante la sorpresa de un Dios hecho carne.

Tiene la Navidad una mezcla de sentimientos. De alegrías y nostalgias. De deseos y de sueños. De lágrimas y sonrisas. De recuerdos y promesas. De dolor y de esperanza. No lo sé. Siempre me conmueve el canto alegre de los villancicos con letras no muy profundas. Y la melancolía de ese canto de paz que entono ante el Belén cada Navidad. Soñando la paz que quiero. Sé que mi corazón quiere ser mejor de lo que es. Más pleno, más alegre, más de Dios. Y lo intenta. Mi mirada se esfuerza por ser más pura. Calla mi lengua en sus críticas. Se detiene el pensamiento antes de hacer un juicio. No quiero hacer juicios crueles en mi corazón. Dejo de condenar con mis gestos. Es Navidad, pienso. Porque es Navidad lo hago. Echo de menos en las sillas vacías a los que ya se han ido. Y han dejado un vacío que me duele hondo. Miro con paz a aquellos que están sin estar con su sonrisa franca. Pienso en los que partieron por otros motivos. Respeto sus decisiones. Me duele el alma al pensar en otras noches en familia. Con otros rostros. Con otras edades. Pienso en otras noches junto al Niño. Hace años. Años de infancia. Y recuerdo con nostalgia tantos momentos guardados en fotos. Momentos sagrados. No quiero olvidarme. Pienso que me tendría que unir más Jesús por dentro a otros, a tantos. Él propicia encuentros que tal vez no deseo. Y quiere que sea mejor ante los que no quiero. Más alegre. Más puro. Más auténtico. Más niño. Sin sonrisas falsas escondidas en trajes elegantes. Comidas bien puestas. Adornos que convencen. Y todo porque es Navidad, lo entiendo. Quiere Jesús que siembre paz con mis manos torpes. En medio de la guerra con tanta violencia. En esa paz ausente que me duele en el alma. Quiere que describa con trazos borrosos un mundo mejor del que tengo a mano. Que cabe más hondo en mi carne enferma buscando ese oro que llevo guardado. Y riegue con pasión las semillas nuevas. Para que crezca un reino nuevo. Quiere que sonría, aunque no esté alegre. Quiere que dé paz aun sin yo tenerla. Me gusta esta noche de invierno cuando Jesús nace. En mis torpes manos que sostiene el canto. Me gusta pararme cansado a mirar su rostro alegre. Quiero repetir muy quedo las palabras de una poesía encontrada: «No dejes de soñar nunca, niño, porque aún no amanece. No dejes de esperar alegre a Jesús que te quiere. Confía en su voz callada. En su abrazo tenue. No dejes de soñar nunca, niño, porque aún no amanece. Lucha cuando estés cansado. Ama sintiendo el rechazo. Corre perdiendo el aliento. Deja de lado las penas. Escribe con trazo firme el principio de una historia. Deja que la paz sea fuerte dentro de tu alma inquieta. No dejes de soñar, nunca, niño porque aún no amanece. Y siembra luces en sombras. De esas que nunca se mueren. De esas que encienden la tierra. Y alegran las almas tristes. No dejes de soñar nunca, niño, porque aún no amanece. Y hacen falta niños con una fe grande. Con un alma honda. Y abierta sonrisa. Hace falta siempre que el alma se abra. En la noche santa cuando Jesús nace. No dejes de soñar nunca, niño, porque ya amanece». Y me siento yo como ese niño que sueña fuerte. Que sueña siempre. No quiero dejar que pase esta noche delante de mis ojos dormidos. No quiero que pase la Navidad sin cambiarme el alma. No quiero dejar de soñar con un mundo mejor del que hoy tengo entre mis manos. Con una vida más plena y sagrada. Con un corazón más puro y grande del que tengo. Espero tantas cosas de Dios que no desespero. Sólo quiero tener una sonrisa amplia para no amargarme. Para alegrar a otros. Para tocar el alma de los que están perdidos. Quiero un corazón noble capaz de asombrarse cada día, ante cualquier cosa. Capaz de creer en lo imposible. Un corazón fuerte, que sepa hacer las cosas nuevas cada día. Nuevas las de siempre. Nuevas las que creo. Quiero levantarme cada mañana dispuesto a cambiar el mundo. Dejando atrás el cansancio y las caras tristes. Los miedos que me bloquean, los reparos y egoísmos. Es Navidad, me repito. Y sonrío por dentro. Otra vez de nuevo empiezo con fuerza. Lo puedo lograr si me dejo hacer por Dios en sus manos. Si digo que sí con alegría y pierdo ese miedo a arriesgar la vida. Escucho callado dentro de mi alma. Digo que sí a Dios allí donde me quiera. Me abro muy quedo. Quiero que mi Dios cambie todos mis sueños. Porque es Navidad, me digo. Y es todo posible. Dejar de lado las tibiezas de siempre. Y empezar a callar para que Dios me hable. Contengo en mi alma a los que he querido. A los que me buscan. A los que me quieren. Los guardo en Belén, con Dios en mis manos. A los que he herido, a los que me han herido. A los que se han ido, a los que aún se quedan. Quiero ser reflejo de esa paz sagrada. Quiero ser yo luz del Niño que nace. Quiero la esperanza de estos días tan nuevos. Es Navidad. De mí depende. Siempre puede ser Navidad si dejo que Dios nazca en mi alma.
 

[1] J. Kentenich, Conferencia a las familias, Lunes por la tarde, 1956
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios