Ayer evocábamos a los cuatro grandes personajes que desde dentro del sistema hicieron posible la voladura casi controlada del régimen comunista de los países del este de Europa. De justicia es evocar ahora a los que coadyuvaron desde fuera a que dicha voladura pudiera producirse. Uno de ellos es el que fuera presidente de los Estados Unidos entre los años 1981 y 1989, Ronald Reagan, que con la que se dio en llamar la Guerra de las Galaxias, convenció a Gorbachov de que era baldío todo esfuerzo de la Unión Soviética de ganar la Guerra Fría.
 
            El segundo fue aún más importante: tratose del Papa Juan Pablo II. A muchos la designación de Juan Pablo II como el hombre clave para la derrota del comunismo les puede parecer poco más que un lugar común que todos repetimos sin saber muy bien de lo que hablamos. Más retórica le habría parecido aún al gran dictador de la Historia, Josip Stalin, que informado de las condenas del Papa Pío XI sobre el comunismo, respondía displicente: “¿Y cuantas divisiones tiene el Papa?”
 
            Pues bien, con divisiones o sin ellas, se pueden reproducir con claridad los pasos que el Papa Woytila dio en su personal combate contra el comunismo hasta que tal día como el que celebrábamos anteayer, se producía la caída del muro de Berlín que tan bien escenificaba la de todo el Telón de Acero.
 
            A los efectos, nada tiene de particular que el Papa se valiera para acabar con los regímenes comunistas del este de Europa, de la única nación de las sometidas al mismo que era mayoritariamente católica, nación que, a mayor abundamiento, resultaba ser la suya propia. Por eso, nada hay de casual tampoco en que tras ser elegido el 16 de octubre de 1978, apenas ocho meses después, Juan Pablo II realizara a Polonia la primera visita de su pontificado, una visita que rompía con muchos moldes: aunque no la primera de un Pontífice al extranjero, si era una de las primeras; y era en todo caso, la primera a Polonia, como lo era también a un país cualquiera de la órbita soviética.
 
            Pues bien, una vez en Polonia, en el discurso del 2 de junio a las autoridades de su país, expresa ya, al menos, dos amonestaciones que no pueden ser, como es fácil de entender, excesivamente explícitas, pero que, no por ello, son menos indicativas de lo que ya por aquel entonces sobrevolaba la cabeza del Pontífice polaco:
 
            “No podemos olvidar tampoco el heroísmo del soldado polaco que combatió en todos los frentes del mundo por nuestra libertad y por la vuestra”.
 
            “A la luz de estas indudables premisas, vemos este acuerdo como uno de los elementos de orden ético e internacional en Europa y en el mundo contemporáneo, orden que proviene del respeto a los derechos de la nación y a los derechos del hombre”.
 
            Cuando avalado por distintos gestos papales, el 10 de noviembre de 1980 el sindicato Solidaridad es finalmente legalizado, la primera visita de su fundador Lech Walesa tan pronto como el 14 de enero de 1981, no es sino al Vaticano, donde queda explícitamente escenificado que el hombre del que Juan Pablo II piensa valerse para romper el cinturón de hierro, no es otro que su compatriota, el sencillo electricista del Astillero Lenin de Gdansk.
 
                                         (continúa con interesantes datos)




 
 
De Juan Pablo II en la hora del muro de Berlín (2/3)
De Juan Pablo II en la hora del muro de Berlín (y 3)