La generosidad humana
es un reflejo del amor de Dios.
-Cieri Estrada, Dménico-
 
He estado en Madrid y he tenido que utilizar el «metro». Hora punta. Me sentí masa, número, perdido y arrastrado por la marea humana. Por mucho que estiro el cuello para ver lejos, sólo veo lo que me rodea: caras serias, con prisas, aisladas en su mundo.
 Empujones para salir, empujones para entrar. Apretujados hasta casi ni pisar el suelo. Normalmente, mudos, encerrados en sus mundos. Me veo rodeado de gente, pero aislado.
 
¡Chaaas! ¡Clac¡ Se cierran las puertas que, como dos cuchillos afiliados,  cortan la  masa  humana  del  andén.  Y ahí vamos: «una ración de metro».
 
Arrancamos. No me puedo mover, si me desmayo no caigo al suelo. He dejado de ser persona, soy masa. Una masa despersonalizada formada por personas. Una masa que se desplaza en bloque como una tarta helada en una caja un poco grande.
 En esa situación oprimente y despersonalizadora me sorprendo haciendo oración: Miro aquel vagón de cabezas anónimas, indiferentes, alejadas de Ti, Señor. Me veo haciendo un todo con ellas y me doy cuenta de lo difícil que resulta elevarse.
 La multitud es torpe, pone suelas de plomo a mis pies, me impide elevarme, me oprime, me ignoran, nos ignoramos somos demasiados pasajeros  en  esta  mi  barquilla  atestada. Miro a los ojos a una señora; me sostiene la mirada un segundo y mira para otro lado: no le   intereso.
 
Y, con todo, Señor, yo no tengo derecho a ignorarlos, ya que son mis hermanos.
 ¡Qué cómodo iría yo ahora en taxi, Señor!  Y, en ese momento, siento como una voz interior que me dice:
 - No, en taxi, no; ni tú, ni nadie, puede salvarse sólo. Al cielo hay que ir acompañado llevado y llevando a otros. Al cielo entraremos in- dividualmente, pero llevando de la mano un «racimo» de almas que serán nuestros valedores.
 
He vuelto a Pamplona y he visto muchos «metros»: Familias, colegios, empresas, fábricas, parroquias... He decidido aparcar «mi taxi» y entrar en ellos.
 ¿Me acompañas?