San Lucas es un maestro para describir los rasgos femeninos de las mujeres del Evangelio. Por eso nos hace un retrato preciso de la Virgen de Nazaret.
   Cuatro palabras nos describen su actitud espiritual: Escuchar, Acoger, Meditar, Vivir la palabra.
   La Virgen es una mujer que escucha la Palabra del ángel con toda atención y por ello las dificultades que encuentra en el anuncio divino. No solo oye; se deja interpelar por el mensaje que trastorna sus esquemas, sus valores, sus afectos y sus proyectos.
   Los medita. No recibe pasivamente la palabra. Es una persona con su libertad y la somete a juicio. Dentro de sus circunstancias personales y familiares se interroga y da vueltas en su interior hasta que la palabra ilumina la experiencia desconcertante.
   La acoge con valentía. No pudo percibir en aquel momento todo lo que le esperaba, pero sí en una perspectiva amplia. Como cuando tomamos una decisión importante. De lo contrario hubiera sido una respuesta en el vacío.
   La vive con generosidad. Toda la vida de la Virgen nos lo pone de manifiesto. Hasta llegar al Calvario, pasarán años y cien circunstancias que darán testimonio de que las palabras de la Anunciación fueron verdaderas.
   Esta persona tiene sus raíces en un amor entrañable que San pablo nos comunica en la segunda lectura de la Misa de este día. (Ef 1,4) Primero fue el amor. Si esto es aplicable a todo creyente en Jesús, ¿qué amor puso en la configuración de su madre? Aquí está el secreto de su Inmaculada Concepción. Todo el amor de Cristo volcado sobre su madre. Si partimos de aquí cualquier don que encontramos en María, nos parece normal.
   La Iglesia ha percibido siempre la presencia de María en las páginas de la escritura. Ella no podía estar ausente. Donde el amor del Hijo se expresara, allí la presencia de la madre dejaba su huella.  
   En las primeras páginas del Génesis, a través de imágenes comprensibles se nos narra la creación y el pecado de nuestros primeros padres. Con dones preciosos reciben también, el más valioso de todos: