“Las autoridades y el pueblo hacían muecas a Jesús, diciendo: ‘A otros ha salvado; que se salve a sí mismo si él es el mesías de Dios, el elegido’. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: ‘Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo’.”  (Lc 23, 35-38)

La Iglesia termina siempre el año litúrgico con una fiesta especial: la solemnidad de Cristo Rey. Con ella quiere proclamar su convicción de que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, auténtico Señor del Universo. Pero esta fe en la divinidad y el poder de Cristo no le lleva a ocultar la debilidad del Señor y por eso selecciona como texto para la lectura del Evangelio dominical aquel en el que se muestra a Cristo en su mayor fragilidad, en su mayor postración: el de la Cruz.

En la solemnidad de Cristo Rey de este año, la “palabra de vida” nos invita a recordar que el Señor al que amamos y adoramos está coronado de espinas y no de oro o diamantes. Y eso nos lleva a desear solidarizarnos con él. No puede ser de otra manera si de verdad le queremos. ¿Podría una madre vivir en la abundancia mientras sus hijos mueren de hambre? ¿Le es posible a un amigo derrochar mientras su compañero pasa penalidades?.

Pues bien, si esas preguntas sólo tienen el “no” como respuesta, lo mismo debemos contestar nosotros a la pregunta que tenemos que hacernos sobre nuestra solidaridad con el Rey coronado de espinas. No podemos tener la conciencia tranquila mientras él esté así, hoy como entonces, sufriendo hambre, sed, soledad e injusticia. Debemos apresurarnos para ir a liberarle de su corona de dolor y para hacerlo tenemos que quitársela de la frente a los que la llevan: todos los que sufren. Naturalmente que nos pincharemos con las espinas al hacerlo, pero ese será el precio que pagaremos gustosos por aliviar el dolor de aquel que es el primero en nuestra vida, nuestro Rey, Cristo.