Lo sucedido en Estados Unidos, con la elección de Trump como futuro presidente de ese país, debería hacer reflexionar a muchos en el mundo. Los primeros, los encargados de las encuestas, que no dan una y van de fracaso en fracaso. Los segundos, los periodistas y responsables de los medios de comunicación, que creen tener más poder del que en realidad tienen y piensan que pueden dirigir la sociedad a su antojo. Pero también la propia Iglesia debería reflexionar sobre lo sucedido y sacar alguna enseñanza.

El periodista italiano Maurizio Blondet ha dicho, reflexionando sobre lo ocurrido, que la Iglesia corre el riesgo de seguir las modas cuando las modas ya han cambiado, en una especie de retraso cultural que nos hace parecer siempre anticuados. Cita el ejemplo de curas y obispos que se apuntaron al marxismo cuando ya el marxismo estaba siendo abandonado por los que intuían su fracaso, o que ensalzaron el psicoanálisis freudiano cuando los psicólogos ya desconfiaban de él como método eficaz de sanación. A la Iglesia le puede pasar lo que a los periodistas y a los encuestadores, que no ven lo que está pasando hasta que no es demasiado tarde.

Y lo que está pasando, lo que ha puesto de manifiesto la elección norteamericana, es que hay mucha gente que está harta de que la manipulen y que la insulten. Lo primero que hay que hacer para entender lo sucedido en Estados Unidos es leer la elección de Trump como un grito de protesta, como un “¡basta ya!” por parte de un sector importante del electorado. Los medios de comunicación son tan descaradamente partidistas, tan soeces en su comportamiento, tan poco democráticos, que consiguen el efecto contrario al esperado. Ninguno criticó el hecho de que, en uno de los debates televisados, a la señora Clinton le dieran por anticipado las preguntas para que estuviera mejor preparada, porque todo lo que favorezca a la izquierda está bien, aunque sea ilegal o inmoral. Ninguno la criticó cuando insultó gravemente a los votantes de su contrincante, porque, de nuevo, la izquierda puede hacer lo que sea y no pasa nada. Ninguno se tomó la molestia de comparar lo que le estaba sucediendo a varios militares norteamericanos por haber usado su correo electrónico personal para tratar temas oficiales -hay varios en la cárcel-, con lo que pasaba con la candidata demócrata, a la cual se le perdonaba sin problemas que 650.000 correos suyos hubieran terminado en el ordenador de una adolescente, que era la posible amante del marido de su jefe de prensa. A ninguno le extrañó que la presidenta de la multinacional abortista Planned Parenthood diera treinta millones a la candidata en un acto en el cual ésta afirmaba que los gobiernos debían usar su “poder coercitivo” para obligar a las religiones a cambiar su postura ante el aborto. La señora Clinton podía hacer o decir cualquier cosa y no pasaba nada. Pero si Trump hacía o decía algo malo -que por desgracia lo hacía y lo decía- entonces se armaba el gran escándalo contra él. El convencimiento por parte de los medios de que la gente es imbécil y no se da cuenta de que está siendo manipulada es tan grande, que un día descubren sorprendidos que no son tan idiotas como ellos pensaban y que no les han hecho caso, llevando a la presidencia a aquel al que ellos han demonizado y han considerado incapaz de alcanzar ese cargo.

Y eso, repito, es lo que también puede pasarle a la Iglesia. Su “retraso cultural” le puede hacer admirar cosas que ya han pasado y de las que la gente está harta. Muchos en la Iglesia no parecen capaces de conectar con sus propios feligreses o con una parte importante de ellos y les puede pasar como a los periodistas, que creen que pueden imponerles sus propios criterios, aunque éstos sean errados. Estos eclesiásticos no se estaban dando cuenta, al criticar a Trump, de que si este ganaba iba a nombrar jueces pro vida en el Tribunal Supremo norteamericano, que iba a acabar con la subvención de 500 millones de dólares anuales que Planned Parenthood percibe de los fondos públicos de ese país, que iba a frenar la expansión de la ideología de género, que iba a acabar con la obligación para las empresas católicas de financiar abortivos entre

sus empleados y que iba a defender el derecho a la libertad religiosa. Muchos eclesiásticos, debido a su “retraso cultural”, quizá debido a su edad avanzada, no han sabido ver lo que sí han visto sus feligreses. Estos, a pesar de que Trump deja mucho que desear en muchas cosas, han decidido apoyarle. El 60 por 100 de los católicos blancos norteamericanos ha votado a Trump y si los latinos no han hecho lo mismo ha sido por la torpeza del candidato a la hora de afrontar la inmigración ilegal. Esa cifra crece muchísimo más si se tiene en cuenta sólo a los católicos practicantes, donde la cifra de votantes a Trump probablemente habrá pasado del 80 por 100. No en vano, la entrevista que concedió a EWTN, la principal televisión católica norteamericana, pocos días antes de las elecciones, fue tan decisiva que ahora se bromea diciendo que la va a transformar en el canal oficial del gobierno. Trump no es un santo, no es ni de lejos el candidato ideal para un católico, pero la demagogia que han usado contra él los medios de comunicación ha sido tan grosera que han conseguido el resultado contrario al buscado. Muchos de los católicos que han votado por Trump lo han hecho por las cosas buenas que ofrecía y como protesta por el comportamiento manipulador de los medios de comunicación. Esas dos cosas deberían tenerlas en cuenta tanto los medios como los líderes eclesiales.

Curiosamente, dentro del grupo de eclesiásticos que no tienen “retraso cultural” no está la mayoría de los obispos norteamericanos. A estos no les ha faltado agilidad para responder correctamente a la noticia de la elección del republicano como presidente. Tras felicitarle y pedirle que gobierne para todos, se han ofrecido a colaborar con él tanto en la defensa de la vida y la familia como en la defensa de los inmigrantes ilegales. Eso es estar donde se debe estar: defendiendo la vida y defendiendo a los pobres. Mirando al presente y al futuro, sin quedarse anclados en el pasado.