Sta. Teresa de Ávila, hablaba de tentaciones, digamos, discretas, viendo en ellas un riesgo que, justo por pasar fácilmente desapercibidas, había que tomar en cuenta siempre para poder avanzar en la fe. Pues bien, en nuestro contexto, hay una que vale la pena afrontar y aclarar. La idea, sutil, incluso buenista, de considerar que da lo mismo ser católico que no serlo. Ciertamente, la expresión, en sí misma, también tiene su buena dosis de riesgo, porque podría ser fácilmente malinterpretada, creyendo que se trata de un pedestal sobre el que los católicos tendríamos la facultad de pararnos para criticar a los que, por “x” o “y”, no lo son. De entrada, subrayar claramente que la cuestión nunca puede ir en esa dirección. Al fin y al cabo, la verdad de la que la Iglesia es depositaria, no pertenece a ninguno de sus miembros, sino a Jesús. De modo que la referencia, nunca seremos nosotros, sino él. Dicho esto, ¿ser católico queda reducido a una cuestión cultural o meramente geográfica? O, peor aún, ¿significa que el camino recorrido por los mártires ha sido en vano? Sinceramente, el que esto escribe, no se ve diciéndole a un José Sánchez del Río (19131928)[1], que entregó su vida por algo casual y/o marginal. Entonces, si no da igual, ¿la opción es el proselitismo? No. Y en esto han sido muy claros; especialmente, Benedicto XVI y el papa Francisco. ¿Entonces? No hay que confundir la actitud proselitista con la tarea de la evangelización. En el primer caso, existe una labor de manipulación, de condicionar servicios que ofrecen las instituciones religiosas, mientras que en el segundo se trata de compartir lo que uno cree, haciendo una propuesta, pero dejando espacio a la libertad personal en el sentido de aceptarla o rechazarla sin coacción.

No da igual que Jesús haya fundado una sola Iglesia en Pedro, no da igual que existan los siete sacramentos, no da igual que el depósito de la fe sea conservado, profundizado y transmitido sin fronteras, no da igual que la teología, la historia y la arqueología reconozcan la existencia de los católicos desde el siglo I de nuestra era, etcétera. ¿Pero y el ecumenismo? Está precisamente en rastrear el punto de quiebre y los elementos que han quedado en común para alcanzar la unidad, pero nunca en eliminar u obviar las diferencias. De modo que los acercamientos que ha hecho el papa Francisco, parten de la misma fe católica, porque a él, siguiendo la oración sacerdotal de Jesús (Jn 17: 619), le toca trabajar por la unidad de los cristianos, unidad que no es fruto de un hecho meramente sociocultural. Es decir, no hay oposición entre reconocer la verdad de la Iglesia Católica y salir al encuentro de los que han sufrido el desencuentro, muchas veces, debido a la falta de comprensión de parte nuestra.

¿Pero acaso no influye el hecho de haber nacido en un país de mayoría católica? Influye, pero no determina. ¿La prueba? Muchos católicos que, aunque han nacido en América Latina, sencillamente no son practicantes. De forma que el sentido de pertenencia, la puesta en práctica del bautismo, va más allá de los factores favorables que, en un momento dado, pueden presentarse. Entonces, ¿solo los católicos se salvan? No. Aunque la Iglesia tiene la plenitud de la verdad –en base a Jesús- es tan profunda que se refleja en los diferentes credos y ese destello salva, vincula, hermana. Ahora bien, alguien de otra religión que, no obstante su apertura, nunca haya encontrado elementos objetivos para aceptar a Jesús, porque hay muchos factores en juego, pues quizá escuchó de él a lo lejos y en abstracto, pero que practica la justicia, se salva. De modo que el tema central no está en si “solo nos salvamos nosotros”, sino en que, una vez asimilada la fe de la Iglesia, se da una vinculación en la que no cabe la indiferencia o la neutralidad. Por otro lado, si alguien, no obstante su fe inicial, descubre; es decir, tiene elementos, por su propio proceso, del sentido de la Iglesia, lo natural es que busque bautizarse como lo han hecho tantos otros a lo largo de la historia: los conversos.

Una tesis aislada pero sostenida por algunos es que, una vez “repartidas” las diferentes Iglesias cristianas y religiones en el mapa, habría que quedarse estacionados. Por ejemplo, en zona ortodoxa no enseñar el catecismo católico o viceversa. En realidad, eso sería limitar gravemente la libertad religiosa como Derecho Humano. De parte de la Iglesia Católica, por el impulso misionero, está llamada a ser “universal”, de modo que su mensaje, como lo quiso Jesús, tiene que llegar a todas partes. Hacerlo, sin violentar o condicionar, porque la unidad surge como punto capital y es bueno que así sea.

La fe católica nos viene de fuera; es decir, parte de lo que otros nos van enseñando, pero implica hacerla propia, pasándola por la oración y la inteligencia; es decir, pensando y pesando las cosas delante de Dios. Cuando se da el “clic”, vale la pena unirse, participar, no porque seamos perfectos, sino precisamente porque no lo somos y, aunque evidentemente el Espíritu Santo opera en toda comunidad que se abra a su acción, aquí contamos con medios (oración, sacramentos, obras de misericordia, etc.) concretos para asimilar la fe cristiana que, lejos de ser cosa de unos cuantos autores o líderes, vienen de Jesús y la exégesis bíblica lo demuestra para evitar un vacío o hueco que pudiera dar lugar a interpretaciones subjetivas. No es repartirse el mapa, sino convivir, pero desde la propia identidad.  
 

[1] Adolescente mexicano, canonizado el 16 de octubre de 2016, que fue hecho mártir durante la “Guerra cristera”.