Diría el señor Reverte, en las aventuras del Capitán Alatriste, que un español puede soportarlo todo, menos que le hablen alto. La insolencia, el daño al honor, es algo que en este país no dejamos pasar. En la alta sociedad se llenan los tribunales con demandas por estos asuntos; el resto de mortales lo plasma en relaciones rotas hasta el fin de los tiempos. Incluso dentro de las familias.
 
Y sin embargo no dejamos de entrenar, por desgracia maliciosamente, a ese potentísimo músculo que es la lengua. O la pluma, actualmente teclado del ordenador, en su vertiente escrita. Es esa “vieja del visillo” que todos llevamos dentro, a la que algunos consiguen mantener a raya, pero que otros muchos dejan salir con más o menos frecuencia.
 
Y de entre todas las víctimas de las maledicencias, hay un grupo especialmente sufriente, imposibilitado para defensa alguna: el de los sacerdotes. Han pasado de un extremo a otro. Pues si bien en tiempos de nuestros padres, o de nuestros abuelos (según la edad de cada uno), hemos comprobado con horror que se taparon las atrocidades que algún pervertido pudiera cometer, el ansia de limpieza actual hace que, en la obsesión por arrancar la cizaña, nos estemos llevando por delante al trigo. El sacerdote no tiene presunción de inocencia; tiene presunción de culpabilidad.
 
Habrá quien piense que exagero, pero no falto a la verdad si digo que, hoy por hoy, basta la acusación de cualquier persona, independientemente de su veracidad, para hundir la vida de un sacerdote. Tristemente, siempre habrá un medio que se haga eco de cualquier rumor malintencionado sobre ellos. Sin investigar, sin contrastar hechos, y por supuesto, sin prudencia alguna. Más que ningún otro, portales supuestamente cristianos, que ven crecer exponencialmente sus visitas (y por tanto los ingresos publicitarios), cuando publican dimes y diretes sacerdotales. Además, con total impunidad.
 
Sí, claro que por desgracia siguen sucediéndose escándalos. Y por supuesto que la justicia, eclesial y civil, debe intervenir ante los mismos. Pero, ¿cuántas veces se lanzan acusaciones gratuitas contra sacerdotes inocentes? ¿Cuántas veces se deja caer sobre ellos la sombra de la duda, marcándolos de por vida allá donde se les destine, sin que nadie limpie su buen nombre? Me temo que sólo cuando muramos sabremos de todo el mal causado en este sentido a hombres buenos, a los que estamos condenando a un purgatorio en la tierra.
 
Ojo, que aquí hay muchas culpas repartidas, de las que algún día todos tendremos que dar cuenta. Empezando por quien difama; con especial gravedad cuando la calumnia nace de aquellos que gustan de moverse por los lodazales diocesanos, sedientos de protagonismo, o, aún peor, de venganzas personales. Continuando por los que amplifican la difamación en pos de provecho propio. Y terminando con quienes se hacen eco, juzgando en su corazón los hechos, y compartiendo con otros el temerario juicio. Y ya sabemos que, con la medida que juzguemos, seremos juzgados.
 
Así que prudencia y misericordia ante el creciente y feroz ataque a nuestros hermanos. Que nadie pierda el sueño porque un culpable pueda escaparse; los tiempos del silencio y el oscurantismo pasaron. Perdamos el sueño por el incalculable daño causado a tantos inocentes.