Éxodo 17, 8-13; 2 Timoteo 3, 14--4, 2; Lucas 18, 1-8

«Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?»
«Sé que Dios me da por amor. Se parte por amor sin esperar nada. Creo en mí mismo cuando me parto amando. Cuando no me canso de amar aunque no reciba nada en mi entrega»
 
Hay veces en las que veo las cosas desde dentro. En presente. En el instante que vivo sin levantar la cabeza. Camino entre los árboles del bosque. Y me conmueve la intensidad de lo que vivo. Vivo cada segundo en profundidad. Cada minuto con toda el alma. Me ato a la vida que me rodea. A veces me agobian tantos árboles, o no ver el final del bosque, o no lograr levantar la cabeza. Me agobia la ausencia de un espacio ancho, de una paz infinita, de una vida que no abarco. Y me abruman las sombras de los árboles, los ruidos del bosque que apenas distingo. Sigo caminando como puedo. Paso a paso, día a día. Ya no recuerdo bien los árboles pasados. Ni guardo en la retina la forma de sus hojas. Tal vez mis ojos se han acostumbrado a un presente tan fútil que no lo guarda porque no puede guardar tantos instantes. Hay momentos de ese viaje en los que temo y dudo. Es como si viviera solucionando enigmas en presente, de cara a un futuro incierto. Y me asusta desviarme de un camino marcado en el bosque donde las hojas caídas apenas me dejan ver. Pero es verdad que no siempre vivo así mi vida. Hay momentos en los que me detengo en lo alto del monte. Subo hasta la cima. Escalo por las rocas. Voy dejando atrás los altos troncos, los arbustos cargados, las flores del camino. Y me afano en subir las rocas desnudas que me llevan a la cima. Allí donde los troncos no me quitan más la vista del horizonte. Allí arriba todo es diferente. Puedo respirar con paz, con más calma. Se llena el alma. Observo la inmensidad del paisaje. Los bosques espesos que antes ignoraba. El horizonte tan vasto antes desconocido. Es cierto que no alcanzo a ver con la vista la corteza del árbol, la vida entre sus ramas, las huellas de mis pasos. No logro ver lo que antes me era tan cercano. Aquello que vivía tan intensamente. Pero no importa. Desde arriba la vida tiene otra dimensión. Los problemas antes tan grandes ahora son pequeños. En lo alto del monte lo miro todo con paz sentado en una roca. No tengo prisa. No hay más árboles que me urjan. No pasa el tiempo. Sólo el ruido suave del viento sobre las rocas se graba en mi pecho. La inmensidad de los bosques. Un cielo abierto lleno de estrellas. Desde el silencio de mi monte no me turbo. Cargo el alma de luz. Me lleno de esperanza. Me gustan esos dos momentos que se alternan en mi vida. Vivo en presente con una intensidad que hasta a mí mismo me sorprende. Salgo de mi bosque para guardar una pausa. Contemplo. Miro. Espero. Percibo. Callo. No lo sé, pero me gusta salirme de mi presente para ver mi vida, para descifrar la ruta que sigo. De dónde vengo. A dónde voy. Y también me gusta vivir intensamente mi presente en medio de la vida. Sin pausa. Con pocas palabras. En medio del bosque y en lo alto del monte. En ambos momentos soy yo el que elijo la vida que vivo. No me angustia la precipitación de los árboles a medida que avanzo. No me desazona la vastedad del paisaje que logran ver mis ojos. Ni uno ni otro sólo. Más bien los dos me llenan. Necesito pararme. Necesito vivir en presente. Necesito contemplar mis pasos. Necesito pisar con paso firme. En los dos momentos soy yo mismo. En los dos Dios me cuida. Lo sé. Nada temo. Va conmigo. Me gusta la lucha de la vida. Me gusta la pausa para poder contemplar mi batalla. En los dos soy yo mismo elevando sobre mi cabeza el sueño que me despierta. Soy yo mismo cuando lucho y cuando miro. Cuando actúo y cuando callo. Cuando hablo y cuando rezo. Cuando me canso y cuando descanso. Hay tiempo para los dos. Si en algún momento soy más bosque que montaña, me altero. Si de repente me repliego en las alturas, me seco. No lo sé. Necesito ambas vidas. Ambos momentos sagrados en los que lo mejor de mí mismo se hace vida. Necesito vivir en presente cuando me muevo. Cuando me detengo. Leía el otro día sobre la contemplación: «Significa permanecer en el presente. Al pasado y al futuro nos podemos trasladar por medio de pensamientos y deseos. Lo que existe en este momento es el presente. El pasado fue. El futuro todavía no ha llegado. Ser realista significa permanecer en el presente. Dios es accesible a través del presente. Por eso la espiritualidad benedictina describe la meta del camino espiritual como un caminar en la presencia de Dios. Debemos aprender a vivir en el presente. El estar constantemente atentos al presente nos llevará a la presencia de Dios»[1]. Quiero aprender a vivir así. Sin querer cambiar necesariamente todo lo que observo. Mirando, sólo percibiendo lo que mis ojos ven. Quiero vivir sin querer volver al lugar del que partí. Sin querer rehacer el camino recorrido, haya cometido o no algunos errores. Quiero aprender a vivir en presente sin lamentar continuamente lo que no tengo. Lo que he perdido en las huellas del camino. Quiero vivir en presente sin angustiarme por lo que ha de venir, por la ruta aún no encontrada, por el camino desconocido que me turba. Me asusta lo que pueda suceder. Temo el futuro. Me aferro al presente. Tal vez no sé proyectarme en el infinito. No sé cómo estaré dentro de diez, veinte años. Lo ignoro. Me siento como ese niño aferrado a sus juguetes que teme no encontrar el camino correcto. Como si la vida dependiera de decisiones fundamentales que no me tomo el tiempo suficiente para tomar con calma. No quiero agobiarme. Quiero confiar más. Creer más. Camino confiado.

Sé que Dios mira mi vida con infinito respeto. Me ve batallando en medio de la vida, en mi bosque, en mi montaña. Me ve luchando por tocar la meta. Me ve dándolo todo y respeta mis tiempos, mi camino, mis decisiones. No me juzga, no me condena. Creo en el poder sagrado que tiene el respeto en mí, en cada persona. Lo noto. Ese respeto de Dios al crearme. Ese respeto que me pide que tenga yo mismo ante la originalidad de los otros, ante sus tiempos, ante su vida. Ese mismo respeto que Dios me tiene a mí cuando me ve cansado, o descansado. Respeta mi libertad como el don más sagrado que me ha confiado. Una persona me decía: «El respeto a la libertad individual es un arma muy poderosa de atracción y conversión. Mientras que las normas, los ritos, los corsés, siempre me han parecido límites y frenos». Me ha hecho libre, me quiere libre. Pero a veces me ato, me esclavizo en corsés. ¿Cómo puedo hacer para distinguir bien el límite? ¿Hasta dónde ha de llegar mi respeto? ¿Hasta dónde tiene que cambiar el otro para que yo lo siga respetando? Tal vez prefiero pecar por exceso que por defecto en mi respeto a los demás. Ser más respetuoso que entrometido. Liberar más que esclavizar. Quiero observar la vida y esperar. No atarme a los moldes. Pero, ¡cuánto me cuesta la espera paciente! A veces veo el rumbo que alguien sigue y me turbo. Y me asustan sus pasos en el bosque. Veo las posibles consecuencias de sus decisiones. Tal vez veo el bosque completo, o aplico mi experiencia pasada. Y me da miedo no intervenir como un padre prudente ante la decisión errada de su hijo. Quiero detener el curso de los acontecimientos y evitar el desastre. No quiero que sufran los que yo amo. No quiero el escándalo de los que educo. No quiero el pecado del que guardo en mi alma. Y vivo convencido de que yo sé lo que pasa cuando se hacen ciertas cosas. Y entonces no respeto y quiero intervenir. Otras veces quiero que una persona viva con intensidad lo que yo he tardado años en comprender. Y exijo lo que yo mismo a veces ni siquiera hago. No respeto los tiempos, ni las formas. No sé educar como Dios me educa a mí, respetando con mucho amor mis errores y decisiones. Muchas veces me gustan más los moldes que el respeto. También conmigo mismo. Cuando me impongo moldes a mi vida, por miedo a equivocarme. Porque el molde me da seguridad. Y el riesgo me asusta. Quiero el resultado inmediato antes que la espera paciente. En mi vida, en la de los otros. El P. Kentenich decía al hablar del respeto: «Respeto ante toda vida. Nunca debemos ahogar la vida. Sólo quien tenga respeto por el ser espiritual de los demás podrá significar algo para ellos. Tenemos que cuidarnos del verdadero enemigo mortal del respeto. Es el molde. Donde impera el molde tenemos la muerte de la originalidad, la muerte de la individualidad y del verdadero respeto»[2]. El amor y el respeto van unidos. Cuando falta el respeto, desaparece el amor. Cuando mi amor pasa la barrera del respeto y exige, y pide más de lo que el otro me puede dar, todo se rompe. No puedo olvidarme del respeto ante la vida sagrada que se me confía. La de aquellos que me aman. La de aquellos a los que educo. La de aquellos a los que amo. Mi propia vida. El respeto ante lo que es diferente. El respeto ante las distintas formas de entender la vida. El respeto ante la originalidad de cada uno, sin caer en la tentación del molde. El respeto a aquellos que tienen posiciones diferentes en su forma de vivir. ¡Cuánto me cuesta detenerme y no imponer! Respetar los caminos diferentes y verlos como sagrados. Respetar distintas formas de hacer las cosas, sin molestarme por ello. Yo siempre quiero que me respeten. Se lo exijo a Dios, se lo exijo a los hombres. Pero luego yo mismo dejo de respetar a otros cuando me conviene. Dejo de respetar cuando impongo, cuando no respeto los tiempos ni los procesos personales. Cuando sólo exijo resultados y no me pienso en lo que está viviendo el otro. Miro a Dios y su respeto. Dios me mira así, con misericordia, y espera.

¡Cuánto poder de atracción tiene el respeto en la vida! ¡Qué atractivas son las personas que respetan! ¡Qué atractivos esos lugares donde reina el respeto! Cuando hay respeto puedo ser yo mismo sin miedo a la imposición. Respetan mis decisiones aunque no las compartan. Me dejan ser como soy sin querer cambiarme. El respeto salva mi libertad de decisión. Me deja espacio para ser yo mismo. No tengo que caber en un molde para que me acepten. Pienso que Dios me mira con infinito respeto y me cuida pacientemente. Conoce mis límites. Y le conmueve mi deseo por llegar más lejos, más alto. Le gusta mi deseo de dar la vida. Me muestra el ideal que arde en mi alma. Y me anima a no dejar de luchar en la dirección que marcan mis sueños. Pero respeta mis decisiones, mis tiempos, mis desvíos. Aguarda a la puerta de la casa esperando mi regreso cuando me he ido por el camino equivocado. Estoy llamado a ser una persona libre, autónoma, capaz de tomar su vida en mis manos y tomar decisiones en Dios. El otro día leía: «Al cuerpo se le puede encerrar, pero nada es capaz de destruir la libertad más profunda del hombre, la libertad del alma, como tampoco la libertad de la inteligencia y la voluntad. Estas son las facultades más excelentes y nobles del hombre, las que hacen que sea la clase de hombre que es, y nada las puede constreñir»[3]. Nadie puede acabar con la libertad más honda que late en mi alma. Podrán quitarme la libertad física, podrán atarme y forzarme a ir por un lugar. Pero seguiré siendo interiormente libre. De mí depende dejar de ser libre y pasar a ser esclavo. De mí y mis ataduras. Quiero ser libre para educar hombres libres. Quiero ser libre para decidirme, libre para darme. Libre y no depender de lo que los demás esperan de mí. El primer respeto que tengo que tener es hacia mí mismo. Quiero aprender a reconocer y respetar lo que grita en mi alma. Esa voz que quiere amar y ser amado. Quiero ser libre de tantas ataduras que me esclavizan. Quiero ser esclavo de Dios para ser libre ante los hombres. El primer respeto es hacia mí mismo. No quiero atarme a los moldes que me imponen. No quiero vivir constreñido en unos límites que yo no deseo. Quiero darme con libertad. Sin miedo al rechazo o al fracaso. Decir lo que pienso sin miedo a las reacciones. Escribir lo que sueño sin miedo a la desaprobación. Hacer lo que tiene que ver con la voz de mi corazón sin miedo a dejar de lado otras voces. Lo sé, el mayor respeto es el de Dios hacia mí. Él me mira así, conmovido y se alegra. Me ve en mi pecado y espera. Ve la fuerza interior de mi alma y se emociona. Y me respeta con un amor infinito. Respeta mis decisiones, mi forma de amar y darme y no me deja nunca sólo por los caminos. Cuando descubro cómo me respeta Dios, comienzo a respetar así a los hombres, comienzo a respetarme a mí mismo en mi debilidad. Cuando descubro a Dios que me ama como soy, tal vez comienzo a amarme a mí mismo como soy sin querer ser otro, sin más pretensiones. Le pido a Dios ese respeto a mi vida. Ese respeto a la vida de los otros.

Siempre puedo hacer más de lo que hago. Lo sé. Puedo dar más, puedo cuidar a más personas. Puedo ser más generoso con lo mío y atender a todos los que llegan a mi puerta. Lo sé, pero no lo logro. Sé también que siempre, haga lo que haga, habrá alguien insatisfecho junto a mí. Tal vez habré dejado de hacer algo importante o no habré llegado a la expectativa que alguien tenía con mi vida. Es la realidad. No puedo cambiarla. Quizás puedo luchar por dar más. Exigirme más cada día y tratar de hacer más cosas. Puedo intentarlo. Lo sé. Me esfuerzo con la gracia de Dios. En la fuerza del Espíritu. Pero aun así siempre va a haber lagunas. Siempre omisiones. No podré hacer todo el bien que se puede hacer. Por eso, lo único que me queda, es ser feliz con mis límites. Aceptarlos, quererlos, besarlos. Y ser feliz sabiendo que habrá personas descontentas conmigo, insatisfechas, molestas. No habré amado todo lo que puedo amar. No habré dado todo lo que puedo dar. Es verdad que necesito encontrar personas que me muestren, en medio de mis límites, el respeto y la paciencia infinita de Dios. Una persona hablaba así de su marido: «Me empeño en esforzarme por hacerlo feliz y como no llego, me derrumbo. Sin embargo, él sigue ahí, aceptándolo todo, con paciencia, aguantando mis malos momentos y asumiendo que hay muchos planes que no podemos hacer. Insisto en que haga él mil cosas, pero no, se queda a mi lado. Es completamente reflejo del amor de Dios, porque no me abandona, me quiere siempre tal y como soy. A pesar de los momentos de desesperación, tira del carro. Supongo que desde arriba le tienen que estar dando paciencia, porque si no, no me lo explico». Así me mira Dios. Así me espera y aguarda. Con paciencia infinita. Necesito personas así en mi vida. Que no exijan. Que esperen y acepten mi vida como lo hace Dios. Así quiero ser también yo. No quiero dejar de amar nunca. No quiero vivir exigiendo, pidiendo que me amen, que me den, que me cuiden. No quiero cansarme de amar nunca. Como decía S. Juan de la Cruz: «El alma que anda el amor, ni cansa ni se cansa». Si amo, si vivo en el amor, no me canso y no canso. Me gusta esa esperanza. Quiero darme amando. Quiero amar sin pedir, sin esperar, sin buscar amor como contrapartida. Quiero dar al que no me pide. Quiero estar ahí aunque no me busquen. Y no quiero responder sólo por cansancio cuando alguien insiste y me pide sin descanso: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: - Hazme justicia frente a mi adversario. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: - Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara». No me gusta imaginar un Dios que me atiende sólo por cansancio. Dios siempre supera, siempre desborda lo que sueño, lo que doy yo, lo que espero. Su medida es sin medida. Siempre da más. Pero hoy Jesús compara un juez injusto con Dios. Me resulta más amable cuando compara a Dios con el buen pastor o con el padre que espera. Jesús hoy me muestra el mínimo, para decirme que en Dios sólo hay máximos. El juez injusto escucha por egoísmo, para que lo dejen tranquilo. Dios regala gratis, sin contrapartida ni medida, más de lo que pido, más de lo que espero. «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar». ¿Cómo no va a hacer justicia Dios que me ama con ternura y me lleva en su mano? El juez lo hace por egoísmo, Dios por amor. Me lleva en su corazón y sólo desea que sea feliz y pleno. Pienso que la única forma de vivir es con generosidad, dando más, regalando sin medir cuánto me han dado, cuanto recibiré después. Siempre puedo dar más. Siempre puedo dar el primer paso en el amor aunque el otro no lo haya dado. Dios es así, da el primer paso y no espera nada. Se conmueve al verme pobre, al verme pequeño, cuando le imploro. Entonces me lo da todo. Por eso sé que Dios no me da lo que le pido sólo para que lo deje tranquilo. No creo en ese Dios. Y tampoco quiero yo atender a otros para que me dejen tranquilo. No quiero dar sólo para que no me pidan más. A veces lo hago. Doy por cansancio. Por rutina, por obligación. Me entrego para que no me molesten más. Escucho para que no me insistan. Sé que Dios da por amor. Se parte por amor sin esperar nada. Sin recibir nada. Creo en mí mismo cuando me parto amando. Cuando no me canso de amar aunque no reciba nada en mi entrega. Quiero vivir en amor para no cansar con mi vida, para no cansarme de dar hasta que duela. En eso consiste seguir el camino de Jesús. En eso consiste mi vida cuando quiere ser un pálido reflejo de la suya.

Jesús hoy me anima a orar sin desfallecer y les explica a sus discípulos cómo hacerlo: «Cómo tenían que orar siempre sin desanimarse». Orar sin desesperanza. Orar a pesar del desánimo. Orar sin dejar un momento de vivir en la presencia de Dios. Es el camino de vida que Dios me invita a seguir. Decía el P. Kentenich hablando de la oración: «He aquí una tragedia tan común en nuestros días: nos quejamos de no poder orar y nos olvidamos que ello en gran parte se debe a que estamos muy distraídos a lo largo del día. Si estuve toda la jornada volcado y disperso en varias actividades, cuando quiera ponerme en oración no podré decir sin más ni más: - A partir de este momento se acabaron las distracciones, ahora voy a recogerme para hacer oración. Si nuestra vida cotidiana no reza con nosotros, no lograremos rezar en los momentos de oración»[4]. Quiero que mi vida cotidiana sea oración. Rezar en cualquier momento. Es difícil que viva a Dios cada momento del camino si no he cuidado mi relación de amor con Él en momentos largos reservados sólo para Él. Sólo en unión con Jesús puedo reflejar su rostro: «Debemos llegar a ser una señal de Dios totalmente original, tal como lo es el niño. Y esto lo alcanzaremos a través de un permanente y respetuoso estar en la presencia de Dios, en la permanente relación de amor con Dios»[5]. Vivir en Dios. Perseverar en el amor a Dios. Este es el camino. Hay un libro muy conocido, «El peregrino ruso». Este peregrino quiere ser fiel a la petición de Jesús e inicia un camino de conversión. Quiere rezar cada día, en todo momento, así no le quedará tiempo para apartarse de Dios. «Reza y haz lo que quieras» se convierte en la máxima de su vida. Si estoy unido a Dios en la oración, todo lo que salga de mis labios, todo lo que anide en mi corazón, será de Dios. Pero para ello tengo que perseverar. Sin el ejercicio de la oración no llego al hábito: «La oración puede ser árida y distraída, pero continua e incesante, de este modo se convertirá en hábito, transformándose en algo natural, convirtiéndose en pura, luminosa, apasionada y digna»[6]. El tiempo que invierto en la oración es lo que depende sólo de mí. Puedo orar más tiempo. Aunque no pueda forzar con mi voluntad la intimidad con Jesús: «La frecuencia de la oración depende únicamente de nuestra voluntad, mientras que la pureza, el fervor y la perfección de la oración son dones de la gracia»[7]. Eso es una gracia que Dios me da. Decía la Madre Teresa: «La oración me permite estar unida a Jesús las veinticuatro horas del día. Para vivir en Él, con Él y para Él. Si creemos, amaremos y si amamos, serviremos. El silencio de la lengua nos ayuda a hablarle a Dios». Quiero cuidar más mi vida de oración. A veces me distraigo, me dejo llevar y me desanimo. Quiero orar sin desanimarme. Orar sin desfallecer. Es la clave en mi camino de santidad. Vivir en la presencia de Jesús cada hora del día. Que las jaculatorias me mantengan en su presencia en cada momento. ¿Cuál es esa jaculatoria, esa frase, esa imagen que repito sin cesar en mi corazón? Me habla de Dios, me habla de mí. Al acercarme más a Dios, me conozco con más profundidad. Al ahondar en mi identidad, me encuentro más con Dios. Como leía el otro día: «No hay encuentro con Dios que no sea simultáneamente un encuentro con uno mismo. Tampoco puede haber experiencia con uno mismo que no brinde simultáneamente un creciente conocimiento de Dios»[8]. En Dios me reflejo con mayor nitidez. En la soledad me encuentro conmigo mismo y con Dios. Es el camino de santidad que Dios me ofrece. Mirarme en las aguas de su mar hondo para saber mejor quién soy yo. Ahondar en los mares de mi alma para descansar en Dios. Esa es la oración que deseo en mi vida.

Es tan importante confiar y esperar. Pero muchas veces me falta fe. Hoy Jesús se pregunta: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». No sé bien qué responder. Si Dios viniera ahora, ¿encontrará tanta fe en mí? Me impresiona. No lo sé, creo que no. A veces pido y quiero que se me dé exactamente lo que le pido, tal como se lo pido y en el plazo en el que lo quiero. Como un niño caprichoso. Y si no me lo da, me enfado, me alejo. Uso a Dios sólo como expendedor de respuestas en la misma medida en la que expreso mi necesidad. Me falta confiar más en Él. En sus plazos, en sus procesos. Me cuesta respetar sus tiempos. Se me olvida que Él siempre supera mis expectativas y me desborda. Al final me da más de lo que le pido. Pero tal vez de otra forma. En otro momento. ¡Qué difícil es verlo! Le pido que me traiga la montaña, que la rebaje porque no puedo subirla. Pero Dios no lo hace así. Y me da, quizás, fuerzas para remontarla. Me regala un compañero de camino y la alegría de llegar arriba tras el esfuerzo. Y con todo eso me hace agradecido. Lo he vivido tantas veces. Una renuncia se convierte en fuente de esperanza. Un desamor que me parecía imposible de superar, más adelante me hace agrandar mi corazón. Una cruz me lleva más alto. Así aprendo a recibir y descubro cómo consolar a otros. No sé cómo, pero Dios convierte todo lo que hago, lo que siento, en un camino para acercarse a mí. Toca mi vida y la hace milagrosa. Y me llena y me habla al corazón. Nunca me va a dejar en medio de mi cruz. Se sube a mi madero. Camina en medio de mi noche. No me suelta la mano en mi dolor. Me escucha, me calma. Pronuncia mi nombre, lo repite cada día en su corazón. Yo le pido que me solucione un problema. Le pido paz y felicidad. Y Él se abaja hasta mí, me sostiene, se hace camino para que pueda pisarlo. A veces me detengo en medio de mi vida, miro el camino, y lo veo junto a mí. Lo veo agachado, abrazándome, consolándome. Y antes no supe verlo. Cuando iba en medio del bosque los árboles tan cercanos y numerosos no me dejaban ver su rostro. Desde la montaña veo más clara su presencia. Es verdad que yo le pedía otra cosa más pequeña en ese momento. Porque me gusta pedirle cosas concretas. Me apasiona hablarle de lo que necesito, de mi sed, de mis miedos, de mis sueños, de las personas que amo. Y sé que a Él le gusta escucharme, quiere que le pida, que le suplique ayuda. Sabe todo lo que necesito. Pero quiere escucharme. Se compadece de mí como hacía Jesús por los caminos. Me escucha, me guarda junto a Él, viene a mí, y siempre me da más. Recoge en sus manos mis súplicas. Las acaricia. Las sostiene. Y yo espero, aguardo. Y se conmueve. Y me abraza. Ojalá supiera verlo. Ojalá supiera golpear el corazón de Dios con confianza de niño. ¿Qué le pido yo a Dios? ¿Cuáles son mis peticiones más profundas? Hoy se lo quiero entregar todo. Quiero confiar en Él como un niño. Y repito las palabras de una persona que rezaba así: «Creo en ti, Señor, creo que vas conmigo y que todo lo que a mí me pasa a ti te importa. Creo que conoces mi vida y caminas por ella junto a mí, que nada de lo mío te es ajeno. Que me das más de lo que pido, que no me pides nada. Que no estas lejano en el cielo impartiendo justicia, sino que vas a mi lado, sufriendo y alegrándote conmigo. Ábreme el corazón. Para aprender a pedir y a dar». Esta es mi petición, pase lo que pase en mi vida. Le pido que se quede conmigo y no se vaya. Le pido que me ayude a ser todo para los demás. A pedir con humildad. A dar con generosidad. En eso consiste la vida de los niños. Por eso no sé bien si habrá fe en el mundo. No sé si hay fe hoy en mi corazón. Tanta fe como yo quisiera. Porque la fe es un don que le pido cada mañana. Para creer más en su amor, en su presencia a mi lado. Quiero tener más fe. Decía el P. Kentenich: «Nosotros creemos con firmeza porque es el Padre quien lo ha dicho; y lo que Él dice es siempre verdadero, aun cuando yo no pueda entenderlo. A juicio de Jesús, la fe sencillaen Dios Padre es un don precioso»[9]. Me gustaría tener esa fe de los niños para creer. Se la pido. Necesito vivir anclado en sus brazos. Con todos mis sueños y deseos. Con todas mis peticiones sencillas y concretas. Confiando siempre.

A veces me faltará perseverancia en la oración y tendré que confiar más en los que me acompañan, en los que recorren el camino conmigo. Por eso me gusta la perseverancia de Moisés que no confía sólo en sus propias fuerzas. Lucha por mantener sus brazos en alto, orando, mirando al cielo. Pero los brazos le pesan. Y cuando no puede más, le sostienen los que están a su lado: «Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel; mientras la tenía baja, vencía Amalec. Y, como le pesaban las manos, sus compañeros cogieron una piedra y se la pusieron debajo, para que se sentase; mientras Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así sostuvo en alto las manos hasta la puesta del sol». Es la oración sostenida por la comunidad. Mi vida sostenida por otros. Porque son otros los que me ayudan a rezar con su testimonio, con sus palabras, con sus vidas. Me sostienen con su perseverancia, con su fidelidad, con su ejemplo, cuando yo me canso, cuando mis brazos me pesan, cuando no quiero seguir. Son ellos los que me llevan en volandas a lo más alto. Tengo claro que es la oración de los otros la que sostiene mi vocación, mi camino, mi vida. Lo he comprobado tantas veces en mi sacerdocio. La oración de mis hermanos, de mis hijos espirituales. La oración por mí de tantos. Esa oración oculta y silenciosa. Y sé también que mi propia oración sostiene la vida de muchos. Creo en el poder de los vasos comunicantes. Lo que yo hago tiene trascendencia. Es un bien que suma. Es un mal que resta. Es una oración que se eleva y eleva a otros. No camino solo. No me salvo solo. No llego al cielo solo. Llego con los brazos que han sostenido mis brazos. Llego con las vidas que he sostenido en mis brazos. Muchas veces me turba la soledad y el cansancio. Necesito a otros. Nos necesitamos los unos a los otros. Mi fe aumenta la fe de otros. La fe de otros aumenta mi fe. Decía el Papa Francisco: «Querer formar una familia es animarse a ser parte del sueño de Dios, es animarse a soñar con Él, es animarse a construir con Él, es animarse a jugarse con Él esta historia de construir un mundo donde nadie se sienta solo». Me gusta esa imagen de la unidad, de la comunidad. Una familia unida. Una familia anclada en Dios. ¡Qué fácil es separar! ¡Cuántas personas hay que están solas, que sufren solas, que se ahogan solas! ¡Cuánto individualismo a mi alrededor! Unir es más difícil que dividir. Hace falta mucha humildad y nos sobra el orgullo. Para unir tengo que ceder, renunciar a mi amor propio, no querer tener la razón, aunque la tenga. Sueño con esa comunidad que se acompaña y cuida. Esa comunidad de corazones unidos en Dios. Esa comunidad de oración que tiene una misión común. Un camino en común. Una vida en común. Es la comunión de los santos a la que todos estamos llamados. No vamos solos. Nos sostenemos los unos a los otros. A veces con dolor. A veces con alegría. Jesús en medio nos cuida. En medio de los árboles. En la montaña.
 

[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 30
[2] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros.
[4] J. Kentenich, Niños ante Dios
[5] J. Kentenich, Niños ante Dios
[6] El peregrino ruso, anónimo
[7] El peregrino ruso, anónimo
[8] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 27
[9] J. Kentenich, Niños ante Dios