Para nadie es un secreto que estamos inmersos en una emergencia educativa, tal y como la llamó, en su momento, el papa Benedicto XVI. Ya sea en el ámbito público o privado, salta a la vista un déficit en materia de valores y nivel académico. ¿Cuál es el reto? Hacer de todo esto una oportunidad de cambio, de mejora. Son muchas las instituciones educativas que van dando pasos positivos. Ahora bien, ¿por dónde comenzar? Aparentemente, hay que hacerlo frente a los primeros destinarios: el conjunto de estudiantes; sin embargo, ellos vienen después. Algunos, dirán que es un error poner en segundo lugar a los alumnos, toda vez que son la razón de ser de cualquier colegio, pero lo cierto es que por colocarlos en primer lugar, no hemos sabido resolver la situación. Antes de ocuparnos de ellos, debemos formar a los que forman: padres de familia y personal docente. Si lo hacemos bien, los estudiantes serán los primeros beneficiados y, entonces, habrá un efecto en cadena.   

¿Pero acaso no es suficiente una licenciatura en educación o pedagogía para estar bien formados? Sí y no. Sí, porque evidentemente hay que tener una base académica, profesional y no, debido a que nunca debemos confundir educación con formación. Sin olvidarnos de la primera, hay que ocuparnos también de la segunda, pues requiere más tiempo. Podemos ser licenciados, pero carecer de hábitos como la puntualidad o el respeto. Por lo tanto, es necesario, crecer, despertar, tomar consciencia y ser lo que esperamos de los alumnos. De otra manera, la crisis continuará ante la falta de puntos de referencia coherentes. Ahora bien, ¿cómo formar a los que forman? La experiencia nos dice que hay muchos cursos, pero que la mayoría resultan deficientes, incapaces de comprometer. Así las cosas, ¿cómo podemos hacer que los espacios de formación realmente funcionen? Al menos, hay que considerar tres criterios básicos:
  1. Breves y profundos: lo importante no es la cantidad de horas, sino la calidad de las mismas. Es preferible hora y media de participación, que cinco de dispersión, cansancio y estrés.
 
  1. Compartir experiencias, más que guías: cuando alguien llega para capacitar profesores, es muy importante que los entienda. Es decir, que sepa lo que significa ponerse delante de 25 alumnos inquietos para desarrollar la secuencia didáctica en cuestión. Si se percibe del conferencista una buena dosis de experiencias, de anécdotas, surge la empatía y, entonces, se da un intercambio de opiniones interesante. En cambio, sí es demasiada la información o el cúmulo de actividades, se queda en una serie interminable de datos que podrían adquirirse con tan solo un clic en cualquier buscador de Internet.
 
  1. Equilibrio entra la tradición y las nuevas tecnologías: los cursos deben ser útiles, establecer aspectos prácticos, metodológicos y, por ende, capaces de hacer de la disciplina un medio para formar en la libertad responsable; especialmente, saber cómo solucionar problemas de manera asertiva a nivel laboral y dentro del aula. Ahora bien, hay cosas que nunca pasarán de moda. Por ejemplo, dar los buenos días o emplear dos tintas para distinguir entre el título y los párrafos. En cambio, surgirán aspectos que, gracias a la evolución de la pedagogía, deberán ser restructurados. En pocas palabras, conservar lo positivo de la tradición educativa, abriéndose a las nuevas tecnologías. El punto medio. Dicho en clave técnica: alcanzar un constructivismo moderado.
Para los padres de familia, es necesario observar los mismos criterios. Aquello que cambiará será la temática. En vez de hablar sobre planes de estudio, enseñar cómo acompañar el crecimiento de sus hijos e hijas, evitando ser “amigos de ellos”, en vez de papás, que es lo que al final de cuentas necesitan. La amistad nunca será mala, pero dejémosela a sus compañeros, a las personas que son cercanas a su edad y momento. En lo demás, ser lo que son: padres y madres de familia.

Si los que forman tienen más carencias que los destinatarios (niños, adolescentes y jóvenes), no podrán “dar el ancho” y, entonces, aún con la buena intención, agravarán la crisis. Por esta razón, es necesario formar a los que forman. Empezar por ahí, de modo que la presencia en el colegio sea una vocación firme, estudiada, y no una actividad improvisada o marcada por la permisividad, quedando bien con ellos, pero dañándolos al volverlos irresponsables. Formando a los que forman, conseguiremos un cambio que, desde la fe, contribuirá a la mejora de la sociedad. El momento, es ahora.