Este fin de semana, he pulsado la opinión de muchos de mis amigos sobre el tema que ha sido objeto de mi último artículo en esta misma publicación, el del niño gallego a cuyos padres quiere la Junta de Galicia retirar la tutela para someterle a una cura destinada a reducirle el peso. De entre todas las opiniones que mis amigos han vertido, una ha llamado poderosamente mi atención, razón por la que la someto al parecer de Vds.. Trátase de la de aquél que me dijo que dada la naturaleza de los tiempos que corren, nada tiene de particular que el caso que ha abierto la polémica de la controvertida injerencia del estado en la vida de las familias haya sido, justamente, el de un niño obeso cuya enfermedad es bien visible a los ojos de todos, y desde el punto de vista estético, muy desagradable.
 
            No le falta razón a mi querido y buen amigo. Vivimos tiempos en los que lo estético lo determina todo o casi todo, y hasta incurre en la osadía de invadir el sacrosanto dominio de lo ético.
 
            Uno de los campos en los que dicha situación es más evidente, es precisamente el de la muerte. Nuestra sociedad no quiere hablar de la muerte, es feo hablar de muerte, diríase que hortera, tan hortera, que las personas ya ni siquiera "se mueren": “se van”, “nos dejan”, “desaparecen”, "se despiden". En los tanatorios que han sustituído los entrañables velatorios de antaño, el muerto es escondido en una pecera como aquélla en la que encierran a los etarras en los juzgados, mientras que, en las inmediaciones, pero convenientemente separados, sus deudos departen en animada conversación que, a menudo, obvia la situación que provoca el encuentro, a saber, la muerte del condenado a la pecera.
 
            Y si eso es así en el caso de la muerte, no lo es menos en el de la enfermedad y la vejez, englobables ambos en el más amplio de la decadencia humana. La enfermedad ya no es más grave por dolorosa o por letal, sino por fea. Y la vejez, a pesar de que la arruga no, según lo afirmado por Adolfo Domínguez, no sólo no es bella, sino que para muchos, resulta desagradable, y para otros, aún más radicales, una situación a evitar, a abreviar, ¿a erradicar quizás...? En cualquier caso a ocultar, ya sea escondiendo la vejez (cirugía estética), ya sea escondiendo al viejo (asilos).
 
            El otro día ví una viejita por la calle, bien entrada en años y  muy inválida: un atentado contra Apolo. Tenía la suerte de ir acompañada en su penoso caminar por varias personas que se veían muy allegadas (eso es fácil de detectar). Me dí cuenta de que aquél, el de la viejita inválida que pasea penosamente acompañada por sus hijos o sus nietos, había dejado de ser un espectáculo habitual en las calles de nuestras urbes (puede que aún perdure en los pueblos). Los viejos –que ya no son tal, la palabra es fea, son “tercera edad”- están escondidos en asilos, y si los vemos por las calles y acompañados, es invariablemente por personas, nacionales o extranjeras, que hacen de ello su profesión. Son pocos los que en el lento peregrinar del romero y del palmero, se van a morir a las casas de sus hijos, como los que tenemos ya una edad, hemos visto ocurrir tan a menudo en nuestra infancia. Era bonito, pero los tiempos van de otra cosa... ¡qué le vamos a hacer!