Amós 6, 1a. 4-7; 1 Timoteo 6, 11-16; Lucas 16, 19-31

«Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto»
«Si no tengo el corazón en Dios, viviré de un lado a otro en medio de mis sufrimientos. No lograré alzar la mirada, no podré descentrarme para mirar a otros»
 
No sé hablar con propiedad de lo que no conozco. Y en realidad con el paso de los años compruebo que son cada vez menos los temas que conozco algo mejor. Y siempre me voy quedando atrasado, anticuado o voy olvidando lo que antes sabía. Intento dibujar con palabras la realidad que no conozco. Como con un pincel. En un cuadro lleno de luces y de sombras. Porque los cuadros, con sus imágenes, me explican mucho más de lo que yo veo. Su luz me habla de una realidad nueva, desconocida, casi oculta entre las sombras. E intuyo más de lo que veo. O leo entre líneas, descifrando más de lo que me muestran. Me gustaría escribir pintando y dibujar escribiendo lo que sueño, lo que anhelo. Las imágenes reflejan sueños y realidades. Y me hacen percibir en su apariencia lo que temo o lo que espero. Me confunden. Me apasionan. Me enamoran. Una imagen logra en mí el mismo efecto que mil palabras. Una pluma no es un pincel aunque lo pretenda. Una palabra no evoca lo mismo que una imagen. Y aunque intento definir los contornos con palabras, no logro el mismo efecto que el pincel en un cuadro. Y aún así deseo que mis palabras evoquen más de lo que dicen y sugieran más de lo que anuncian. Como en un cuadro. El otro día pude observar un cuadro del Bosco, el jardín de las delicias. En este cuadro el autor evoca en mil figuras el paraíso. El cielo, la tierra y el infierno. El placer y los pecados en figuras de hechuras imposibles. Son tres los pecados que el hombre de la Alta Edad Media pensaba más importantes: la lujuria, la gula y la ira. Pecados que encadenaban su vida. Esa vida que anhelaba el cielo. El hombre atrapado en el tiempo, en medio de los días, luchando por lograr el placer, anhelando alcanzar una felicidad eterna. ¡Tiene tantos colores esa figuración del cielo y del infierno! El autor señala los caminos posibles. Y la muerte siempre presente amenaza, con su llegada repentina o esperada, el final de una felicidad terrena. Me impresiona siempre esa búsqueda del hombre de la felicidad atado en esta tierra, echando raíces, no dejando de mirar el cielo. Tratando de retener entre sus manos ese tiempo fugaz en el que la belleza perece. Lo sé, una imagen evoca mucho más que mil palabras. Una imagen me hace imaginar, soñar lo que no veo, interpretar lo que veo. Temer y desear. Todo eso lo entiendo. Pero muchas veces ni las imágenes, ni las palabras, logran explicarme lo que no entiendo, lo que no comprendo. El sentido último de la vida y de la muerte. La meta que busca mi camino. La inevitable temporalidad de todo lo que hago. Y esa sed de infinito que hay en mi alma y me habla de lo eterno, de lo que no poseo. El P. Kentenich habla de «hambre de felicidad, impulso a la felicidad. ¿No sabemos por experiencia y por observación de la vida, que el impulso hacia la felicidad y con él, el impulso hacia la alegría, están impresos, de forma indeleble, en nuestra naturaleza humana?»[1]. Una felicidad perenne que sueña el alma. Una felicidad eterna. Una plenitud que llene mi caparazón vacío. ¡Cuesta tanto comprender el más allá y la fugacidad de todo lo que veo! Tal vez es porque sólo veo como en un tapiz los hilos enredados de mi vida. Y quiero saber más, entender más, desentrañar tantos misterios ocultos. Aunque sé que Dios puede concederme a veces ver algo más claro lo que quiere de mí, lo que espera. Y me deja ver el otro lado del tapiz, por un tiempo, como cuenta un joven que falleció hace unos meses, Santiago Cremades, en una carta dirigida a Dios: «Alguien dijo que nosotros estamos al otro lado del tapiz pues bien, Tú, durante mes y medio me giraste el tapiz y me señalaste en tu obra. Y no sólo eso sino que llevándome en volandas me permitiste representar mi papel. Es decir, me revelaste infinitos dones que habías puesto en mí que no conocía y además me diste capacidad para devolvértelos todos, vaciarme en los demás por completo, lo que me hizo conocer la felicidad verdadera». Hay momentos de luz en los que logro percibir más de lo que veo. E intuyo más de lo que no consigo definir. Y me conozco más, sé mejor quién soy, para qué estoy hecho. Llego más hondo y veo un cielo perfecto en el que entro yo con mis talentos y límites. Y vislumbro un final feliz y para siempre. Y dejo de temer las sombras y los fuegos. La muerte y el dolor. Toco con mis manos una felicidad plena y verdadera que aún no poseo, aunque la sigo buscando por los caminos. Y sé que a veces sólo centro mi felicidad en cosas tan pasajeras que no me llenan el alma. Y hablo torpemente de lo que no conozco, como un ignorante de la vida. De lo que sólo Dios conoce totalmente y me deja ver bajo una luz tenue. Y me emociona pensar en esos cielos en los que la felicidad no dependerá de cosas pasajeras. Y viviré plenamente y para siempre lo que ahora sólo valoro por un tiempo.

Sé que aquí apuro las delicias de una vida efímera. Y sé que siembro semillas de vida eterna con mis manos torpes. Lo sé por mis obras, por mis palabras, por mis gestos, que me hablan de un amor más pleno, infinito. Reflejan una realidad que sueño. Porque sé que mi amor puede ser reflejo de un amor eterno. Decía el P. Kentenich: «¿Qué constituye la mayor felicidad del hombre, en la gran mayoría de los casos, ya aquí en la tierra? Es el habitar en el corazón del otro espiritualmente: yo en ti, tú en mí y los dos unidos en el otro. Quien aquí en la tierra realmente amó de corazón, de un modo puro e ideal, puede vislumbrar lo que significa: debemos estar introducidos en el seno de la Santísima Trinidad»[2]. Sé que el amor humano me lleva al amor de Dios. Mi capacidad de amar y ser amado le da sentido a mi vida. Mi capacidad de cobijar y ser cobijado. Dios me ata a Él con lazos humanos. ¡Qué difícil tocar su rostro cuando me faltan los vínculos humanos hondos y verdaderos! ¡Y qué fácil verle en el amor más sincero! Mi capacidad de descansar en otros corazones me acerca a Dios. Esa intimidad humana que me habla de la intimidad con Dios. También sé que si estoy anclado en Dios puedo con más facilidad dejar que otros descansen en mí: «Mientras más yo pueda sentirme en casa, tanto mejor estaré preparado para ofrecer un hogar a otras personas. Y el hombre de hoy que no tiene un hogar, que no tiene raíces, necesita de personas que puedan proporcionarle un hogar. Ustedes pueden creerlo, no son los sociables y los payasos. ¡No! Yo me siento bien junto a una persona que yo percibo que está unida a Dios. Mientras más sienta yo a Dios como mi hogar, tanto mejor puedo, con toda mi personalidad, ofrecer un hogar para innumerables persona»[3]. Sé que el amor a Dios, mi unión con Jesús, hace habitable mi alma. En mí muchos pueden descansar cuando yo tengo un hogar. Si no lo tengo, no descansan. Cuando yo aprendo a descansar en Dios, otros descansan en mí. Es su reflejo el que me hace habitable y me forma a su imagen y semejanza. Busco personas que estén ancladas en Dios. Y a veces me turba ver más lo humano que lo divino en muchos corazones. Porque el anhelo de infinito que me mueve me hace desear el rostro de Dios que veo en otras personas. Y lo que buscan otros en mí es ese mismo rostro. Sólo podré dar a Dios si lo poseo. Sólo podré llevar hasta Él si yo conozco el camino. Si mis raíces están en su tierra firme y allí descanso, y no en la fluidez de esta vida en la que todo pasa y cambia, cada día. Una roca necesita el alma. Una presencia que no se mude. Un amor que no cambie al llegar la mañana. Un sí que sea siempre sí. Un abrazo que dure eternamente. Si tengo bien puestas mis raíces. Si tengo claro a quién pertenezco y para siempre. Si es así podré dar cobijo a otros. En mí, en Dios. Y seré puente, camino seguro. Y entonces será cierto que mi vida sea construir el cielo aquí en la tierra. Podré amar como Dios me ama. Y haré posible el cielo en la tierra si descubro el cielo dibujado en el corazón de Dios: «La verdadera felicidad consiste en esforzarnos siempre por construir un cielo, un paraíso aquí en la tierra, una Familia de Dios, una Ciudad de Dios»[4]. Yo puedo hacerlo si antes me dejo hacer por Dios. Si mi mirada llega a ser misericordiosa como la de Jesús. Si me hago más capaz de hacer felices a otros en lugar de buscar sólo mi felicidad. Si me pongo en marcha una y otra vez cada mañana y no me duermo. Sé que todo llega con el inexorable paso del tiempo. Todo pasa. Y las oportunidades de construir la ciudad de Dios se me escapan si no estoy atento. No puedo cambiar todo el mundo. Pero sí puedo cambiar con mis actos esa pequeña parte de mundo que habito. Puedo cambiar otros corazones. Puedo transformar mi entorno para hacerlo más habitable. ¿Es un cielo la tierra en la que yo habito? Puedo construir el cielo con mis actos de amor concretos.

No quiero dormirme tratando de ser feliz cerrado en mi egoísmo y dejando así pasar oportunidades de amar más, de amar mejor. El Papa Francisco les decía a los jóvenes en Cracovia: «Ahí está precisamente una gran parálisis, cuando comenzamos a pensar que felicidad es sinónimo de comodidad, que ser feliz es andar por la vida dormido o narcotizado, que la única manera de ser feliz es ir como atontado». No quiero vivir atontado, narcotizado, dormido, cerrado en mi búsqueda enfermiza de una paz que nunca llega. No quiero vivir banqueteando, como el rico de la parábola. Pensando en mí, en lo que yo deseo. Quiero ser feliz buscando que otros sean felices y saliendo de mí mismo. Quiero una felicidad que me lleve a luchar por hacer felices a otros. Una felicidad expansiva, contagiosa. Que dé vida sin retenerla. Quiero amar sin querer ser siempre amado. Tengo que aprender a ser feliz cuando el otro es feliz. Ese don del que sabe alegrarse con las alegrías y los éxitos de los otros en lugar de sufrir envidiando. Una felicidad descentrada. Volcada en el amor a los hombres. Comenta el Papa Francisco en la Exhortación Amoris laetitia: «Jesús aprecia de manera especial a quien se alegra con la felicidad del otro. Si no alimentamos nuestra capacidad de gozar con el bien del otro y, sobre todo, nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría. La familia debe ser siempre el lugar donde alguien, que logra algo bueno en la vida, sabe que allí lo van a celebrar con él». Me gustaría mirar como Jesús mira. Alegrarme con los que se alegran. Llorar con los que lloran. Sufrir con los que sufren. Eso es una verdadera familia. Me gustaría fijarme más en los demás y no tanto en lo que yo necesito. Ser sensible al dolor que me rodea. Vivir feliz para hacer felices a otros. Pero sé que no es tan sencillo lograrlo. Sé que sólo un corazón que tiene descanso en otros corazones puede dar cobijo a otros. Sólo un corazón que vive anclado en Dios puede estar tranquilo y sereno. Sólo un corazón que ama a Dios y busca en Él su último hogar puede vivir feliz en medio de la cruz y los dolores. Si mi corazón no está cobijado en lo más alto, no puedo exigirle paz. Si no tengo el corazón en Dios, viviré de un lado a otro en medio de mis sufrimientos. No lograré alzar la mirada, no podré descentrarme para mirar a otros. Me dejaré llevar por lo que los demás piensan y esperan de mí. Me alegraré sólo en mis éxitos y viviré atormentado en mis fracasos. Si mi corazón no está en Dios contaré todos los minutos que me quedan de vida con manos temblorosas. Y temeré perder lo que hoy me hace feliz deseando que sea eterno. Huiré de la escasez y la necesidad, con miedo, turbado. Me empeñaré en ser feliz a fuerza de guiar yo el timón de mi barca, sin dejar que Dios marque la ruta. Me aferraré a ese orgullo enfermizo del que cree saber bien el camino. Cuando es el abandono en Dios el único camino para encontrar la vida. Quiero entender lo que leía el otro día: «Elegí, consciente y voluntariamente, abandonarme en la voluntad de Dios, despojarme totalmente de mis últimas reservas. Y el resultado no fue una sensación de temor, sino de liberación; una sensación no de peligro o de desesperación, sino una oleada de confianza y felicidad renovadas»[5]. Cuando logro dejar de lado mi camino y abrirme al de Dios, mi felicidad crece. Ante una puerta cerrada veo la ventana abierta. Dejo de querer manejarlo todo. Si me abandono en manos de Aquel que me quiere con locura, todo cambia. Y descanso en Él. Cuando así vivo, soy más feliz. Y sé que mi felicidad puede ser contagiosa. Porque el cristianismo se contagia por envidia. Yo quiero vivir como ese hombre vive. Yo quiero su paz en medio de la tormenta, su alegría y serenidad, su mirada profunda. Sí, es la envidia de lo que no tengo lo que me mueve a caminar siguiendo sus pasos. Lo tengo claro. Si me pego a aquel que tiene vida, yo tendré más vida. Y cerca del feliz, seré yo más feliz. Porque sé que el infeliz puede entristecerme con su amargura. Y el feliz alegra mi vida. Cuando estoy lleno de ira no puedo sembrar alegría a mi paso y sólo siembro sombras. Cuando tengo paz, milagro de Dios, pacifico con mis actos y palabras. Y cuando tengo luchas en mi alma, esas luchas que me llenan de intranquilidad, contagio con mis nervios e inquietud a otros. Cuando estoy centrado en mí mismo, no logro hacer feliz al que está a mi lado. No lo veo. Cuando vivo buscando a quien servir, sí que soy más feliz. En esta corta vida puedo ser feliz y hacer felices a muchos. En esta tierra inquieta puedo construir el paraíso. Lo sé. Con mis manos, con sus manos.

Hoy Jesús me habla de un hombre rico que banqueteaba y aparentemente vivía feliz: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día». Un hombre rico que no hacía mal a nadie. Vivía feliz. Vestía ricos ropajes. Banqueteaba. Hacía fiestas para alegrar la vida a otros, su propia vida. Un hombre rico y acomodado. No hacía nada malo. No extorsionaba a nadie. No engañaba. Un hombre centrado en su camino que dejaba de ver a los que había a su lado. Sí, sólo eso. Sólo había omisión en su vida. La omisión del amor. Y tal vez por eso no lograba cumplir su misión más importante en la tierra. La de cuidar a otros, al prójimo, al que estaba a su puerta. Jesús acaba de hablar de la misericordia. Del padre del hijo pródigo, del pastor y la oveja perdida. Ha elogiado a un administrador injusto por actuar con astucia. Y acaba de decir que no podemos seguir a Dios y al dinero, porque nos engañamos. Y hoy me pone el ejemplo de un hombre rico que vivía banqueteando. Un hombre que tenía muchos bienes y parecía feliz. Jesús no rechaza al rico por ser rico. No se aleja del que posee muchos bienes por el hecho de poseerlos. Compartió su mesa con ricos y pobres. Pero deja bien claro que lo importante es dónde tenemos colocado el corazón. ¿Quién manda en mí? ¿Quién es mi señor? ¿En quién confío de verdad? ¿En el dinero, en el poder? ¿En Dios, en su Providencia? ¿Confío en Jesús y me dejo llevar? Es el desafío en este camino que recorro. Dios es mi ganancia. Y mis ganancias de esta tierra pueden alejarme o acercarme a Dios. Depende de lo que yo haga con ellas. Decía el Papa Francisco: «Cuando el poder, el lujo y el dinero se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa de las riquezas. Por tanto, es necesario que las conciencias se conviertan a la justicia, a la igualdad, a la sobriedad y al compartir». El problema es cuando el dinero me impide pensar en los demás. ¡Cuánto mal me pueden hacer las riquezas! El apego al dinero me embota, me hace esclavo. No quiero perder todo lo que tengo y vivo angustiado. Deseo siempre más. Nada es bastante. Como el rico que amasa su fortuna y no comparte. Si pesara las cosas con el valor que les da Dios todo sería diferente. Decía el P. Kentenich: «Pesar las cosas en la pesa de Dios: sólo darles el valor que Dios les da. Entonces seré un hombre libre, feliz, estaré con Dios, con una mirada de libertad, con una actitud corporal libre. Entonces estaremos firmemente anclados en Dios, lo veremos, y miraremos al mundo como el mundo es»[6]. Si logro darle valor a lo que de verdad importa, todo me irá mejor. Sé que el dinero es parte de mi camino. En la vida tengo que trabajar para vivir mejor, para dar una mejor posición a mi familia, para cuidar a los míos. Eso no lo puedo remediar. Necesito dinero. Lo importante es si vivo banqueteando sin mirar más allá de mi puerta o comparto todo lo que tengo. Lo que cuenta es si vivo centrado sólo en mi egoísmo o miro más allá y veo al que sufre. ¿Soy esclavo del dinero? Puede que no. Pero necesito darme cuenta de dónde tengo puesto mi corazón. Quiero saber si lo tengo puesto en Dios, en su amor incondicional, o si el dinero se convierte en el criterio decisivo a la hora de tomar decisiones. Cuando el afán por ganar más dinero me hace renunciar a otros bienes también importantes, como pasar tiempo con los míos, con mi familia, algo falla. Cuando no dejo de luchar por tener más y me ciego hasta el punto de mentir, o engañar, con tal de obtener ganancia. En ese momento tengo que detenerme y pensar. Cuando el dinero se convierte en lo único que hace que me sienta feliz, y ya no me importan los amigos, las personas queridas, lo que no produce. Algo está comenzando a fallar. Cuando vivo presumiendo de mi dinero, ostentando lo que tengo, dejando de lado a mi familia por lograr más bienes. No tengo claras mis prioridades. Cuando pongo mi valor en lo que tengo, más que en lo que soy. En la apariencia más que en la verdad. Entonces me estoy equivocando. Cuando sólo pienso en acercarme a los que más tienen, porque me da prestigio y fama y dejo de lado a los que no me son ventajosos, a aquellos que no me pueden dar nada. Y valoro a los demás por el cargo que tienen, por el trabajo que hacen, por el dinero que ganan. Significa entonces que mi mundo de valores no es el de Dios. Cuando mi familia una y otra vez pasa al último lugar en mis prioridades y nunca tengo tiempo para ellos. Cuando los descuido con la excusa del trabajo y pierdo la perspectiva adecuada. Tal vez en esos casos estoy descuidando mis prioridades y no tengo claro quién es el señor de mi vida. Jesús no rechaza al rico por el hecho de ser rico. Pero me avisa del peligro que corro cuando el dinero y el poder marcan mi escala de valores y prioridades

Suele suceder que mi pecado me aleja de Dios. Me hace sentir culpable. Y en lugar de acercarme arrepentido para pedir perdón. Me alejo. Mi pecado de egoísmo puede llenarme de bienes aparentes que me dejan vacío. Me sacian por un momento y después vuelve la insatisfacción. Una vida de pecado es una vida llena de confusión, desordenada. El pecado puede ser un mal para mí mismo y puede serlo para los que me rodean. El pecado puede centrarme en mí mismo y volverme egoísta y orgulloso. El pecado me hace esclavo y dependiente. Me hace mirar sólo mi bien, lo que deseo, lo que me gusta, y dejar de lado el bien de los otros. Una persona me comentaba el otro día: «¿No puede suceder que al hablar tanto de un Dios misericordioso le quitemos importancia al pecado personal? ¿Y que uno llegue a pensar: como Dios es tan misericordioso da igual cómo viva, haga lo que haga siempre me va a perdonar?». Creo que no es así. En la vida cometemos muchos pecados. Las tentaciones son muchas y caemos porque somos débiles. En unas ocasiones caemos por dejadez. En otras ocasiones porque nos dejamos llevar por lo que nos tienta, y pensamos que así seremos más felices. Esos pecados pueden alejarnos de Dios. Nos hacen sentir culpables y nos alejan del perdón. Pero esa lejanía es más bien fruto de esa falta de perdón hacia nosotros mismos. No nos perdonamos y no creemos en la misericordia de Dios. Por eso creo que hablar mucho de misericordia hoy en día no hace que pequemos más. Como el que piensa que da igual lo que uno haga que Dios siempre me va a perdonar. Al contrario, me hace bien. La misericordia del padre que espera al hijo que se había alejado, abre una puerta de esperanza. Es una nueva oportunidad para aquel que quiere dejar su vida de pecado y recorrer otro camino. Decía el Papa Francisco: «Él quiere tus manos para seguir construyendo el mundo de hoy. Él quiere construirlo contigo. Me dirás, Padre, pero yo soy muy limitado, soy pecador, ¿qué puedo hacer? Cuando el Señor nos llama no piensa en lo que somos, en lo que éramos, en lo que hemos hecho o de dejado de hacer. Al contrario: Él, en ese momento que nos llama, está mirando todo lo que podríamos dar, todo el amor que somos capaces de contagiar. Su apuesta siempre es al futuro, al mañana». Cuando Jesús me mira ve toda la belleza de mi alma. Como cuando Jesús miró a Mateo y no vio al publicano pecador, sino al apóstol escondido en su misma piel. En mi pecado Dios viene a rescatarme. Conoce mi debilidad y se alegra en mi riqueza. Sabe todo lo que puedo llegar a dar con mi vida si me abandono en sus manos. Distingo entre los pecados puntuales y una vida de pecado. Todos, hasta el más santo, cometemos pecados. Nos dejamos llevar. Nos tentamos y caemos. Pecamos de egoísmo con nuestras cosas. Caemos en la vanidad. En el juicio, en la crítica. Nos dejamos llegar por la gula. La envidia nos hace desear lo que no tenemos y condenar al que tiene lo que deseamos. Somos orgullosos y soberbios. La pereza nos inmoviliza. Una vida santa tiene pecados. La santidad no consiste en no pecar nunca, porque sé que es imposible. Los pecados puntuales no me alejan tanto de Dios. Puede ser que a veces sí. Una pelea fruto de mi ira que me llena de pena. Un acto del que me arrepiento profundamente por haber sido infiel. Son pecados que enturbian el alma y me hacen sentir lejos de Dios. Porque me hieren en lo más profundo. Pero es algo distinto a llevar una vida de pecado. Es diferente. El problema es cuando en mi vida me he metido en una corriente de la que no puedo salir y que me aleja lentamente de Dios, paso a paso. En ese momento, si me doy cuenta y cojo fuerzas para iniciar un cambio, puedo echar marcha atrás y convertirme por la gracia de Dios. En ese momento, saber que Dios es misericordioso y me espera siempre, haga lo que haga, más que una excusa para seguir pecando, es una luz para enderezar el camino que no me hace feliz. Acentuar la misericordia de Dios más que ser un lenitivo que permita una vida de pecado, es una puerta abierta para el que ve que tiene que cambiar de vida, que necesita cambiar de vida y no tiene fuerzas. Ver al final del camino la mirada misericordiosa del Padre es lo que el alma necesita, es una ventana a la esperanza. El Papa Francisco habla del perdón sacramental: «La Reconciliación sacramental permite colocar los pecados y los errores de la vida pasada, bajo el influjo del perdón misericordioso de Dios y de su fuerza sanadora». Mi pecado me enferma. El perdón de Dios me sana. La misericordia sana mi vida y me permite volver a comenzar. Me permite amar mejor, con más profundidad. A veces mis pecados son por omisión. No hago nada malo, más bien dejo de hacer el bien. Más que actos, son ausencia de amor. Más que ofensas, son faltas de misericordia. El rico de la parábola sólo banquetea con entusiasmo. La expresión tiene una connotación de exceso. Banquetear nos evoca una vida de desenfreno, de placeres del mundo. Pero aun así, el rico no parece cometer grandes pecados. No sabemos qué cosas hacía realmente mal, o si hacía alguna por la cual mereciera un castigo. Lo que sabemos es lo que no hacía. Conocemos sólo su falta de misericordia. Con su indiferencia deja de hacer un bien a Lázaro: «Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas». El pobre no puede hacer nada para ser más rico. El rico, que sí puede hacer algo por el mendigo para que no sea tan pobre, para que no sufra tanto, no lo hace. No mira a aquel que se encuentra a la puerta de su casa. Sigue banqueteando, haciendo fiestas. Jesús simplemente habla de su estilo de vida y recuerda su omisión más grave. ¡Cuántas veces saldría el rico por la puerta de su casa y dejaría de mirar a Lázaro! Sus pecados de omisión empeoran la vida de Lázaro. Y no hacen mejor su propia vida.

Hoy me recuerda S. Pablo cómo debe ser mi vida: «Hombre de Dios, practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe». Seguir a Jesús tiene consecuencias en mi forma de enfrentar la vida. Quiero combatir el combate de la fe. Muchas veces es difícil. Me falta oído para escuchar lo que Dios quiere. Me falta una mirada misericordiosa para detenerme ante el que sufre. Me falta audacia para ponerme en camino. Leía el otro día: «Para ser felices: Inocencia. Pureza del corazón. Despreocupación. Tener pensamientos sanos. Sabernos amados. La certeza de no estar solos. Hacer lo que nos encanta. Estar ocupados. Vivir en la presencia de quien nos ama. Estar conformes con lo que tenemos. Serenidad. Paz interior. Amor»[7]. Y pensaba en todo lo que necesito para ser feliz, para seguir a Jesús, para ser fiel. Inocencia, para no juzgar la vida de los otros. Para ser capaz de ver lo bello, lo bueno, lo grande, detrás de feas apariencias. Paciencia, para no turbarme cuando las cosas no son lo que yo esperaba. Paz interior y serenidad, ante las contrariedades de la vida. Saberme amado siempre, para tener así hondas raíces. Hacer lo que me gusta. Ser delicado en el amor. ¡Es tanto lo que necesito aprender! Por eso hoy me pregunto: ¿Qué necesito aprender para llevar una vida mejor, una vida en Dios, una vida de misericordia? El rico, cuando ya ha muerto y ve de lejos lo que pudo haber sido su vida eterna si hubiera actuado de otra manera, se arrepiente. Y al no poder hacer ya nada por su vida, piensa en avisar a sus hermanos: «Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento. Abraham le dice: - Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen. El rico contestó: - No, padre Abraham. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán. Abraham le dijo: - Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto». Tengo toda una vida por delante. Tengo días, meses, años por delante. No sé cuánto tiempo me queda. No me importa. Pero no quiero permanecer impasible. ¿Necesito yo que resucite un muerto para cambiar, para arrepentirme, para llevar una vida en Dios? ¿O me basta con oír la voz de los profetas? Me da miedo aburguesarme, estar yo bien y no ver al que sufre y no oír a Dios: «Os acostáis en lechos de marfil; arrellenados en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo; canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales; bebéis vino en copas, os ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del desastre de José». Esa descripción me turba. Vino, carneros, divanes, cantos. Dicen que el Bosco asociaba el infierno en sus cuadros a instrumentos de música rotos, a la incapacidad para escuchar la música y para tocarla. Un infierno sin melodías llenas de vida. Un infierno sin voz. No quiero quedarme mudo y aislado. Tengo mucho que cambiar en mi corazón para ser más de Dios, para ser hogar para muchos. Mucho que cambiar para que mis melodías tengan armonía. Necesito estar anclado en Dios. Saberme amado por Él. Así podré ser instrumento de sanación para tantos hombres heridos. No quiero perder la vida banqueteando. A veces creo que mi vida consiste en lograr grandes cosas. Alcanzar cimas imposibles. Ser admirados por tantos. Marcar un camino nuevo para muchos. Y me quedo en la pretensión que marca mi vanidad. La pretensión de valer. O puedo vivir centrado en la búsqueda de mi propio bien, lo que yo deseo, lo que me interesa, sin ver más allá de mi corazón. Y vivo banqueteando. Y paso cada día delante de mi propio Lázaro, del mendigo de mi puerta. Del necesitado que vive en mi vida. Podré hacer muchas cosas, no sólo banquetear. Haré obras buenas. Pero miro con pesar mi lista de omisiones. Teresa de Calcuta decía que lo que no se da, se pierde. ¿Cuándo falté a la caridad? ¿Cuándo dejé de hacer lo que podía haber hecho? ¿Cuándo pasé de largo sin mirar el sufrimiento de otros? Y cuento en el corazón cuántas veces no he amado. O he amado de forma egoísta. O he puesto límites a mi amor para no sufrir, para no perder demasiado. Para guardar mi intimidad, mi tiempo, mis planes. Y mi lista de omisiones es inmensa. Y quiero vivir como me pide S. Pablo. Con paciencia, con amor, con delicadeza. Y quiero dar más cada día. No quiero dormirme. Quiero amar más. Cada día más.
 

[1] José Kentenich, Vivir con alegría
[2] José Kentenich, Vivir con alegría
[3] José Kentenich, Vivir con alegría
[4] José Kentenich, Vivir con alegría
[5] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[6] José Kentenich, Vivir con alegría
[7] Claudio de Castro, El poder de la alegría