Faltan apenas unos días para la Navidad. Teresa tiene 38 años. Era una muchacha cuando llegó a la India veinte años atrás, llena de ilusiones, para hacer su noviciado y permanecer como misionera de la Orden de las Hermanas de Loreto. Es el 21 de diciembre de 1948, y hoy es la prueba de fuego, porque está sola, porque es una monja europea vestida con un sari propio de las mujeres pobres de la India, blanco, con algunos trazos azules, según la imagen tan popularizada en la actualidad, porque se dirige a los barrios más inhumanos que aún no conoce y que serán su hogar, a los agujeros oscuros y estrechos, a esas chozas ciegas, sin ventanas, de techos extremadamente bajos donde se apiñan los miserables para poder sobrevivir. Teresa camina por calles donde yacen moribundos y en que los niños hambrientos se agrupan ociosamente, excluidos de las escuelas, del cariño familiar y social, y de todo porvenir. Es una completa desconocida, y solo la acompaña en este día una mujer de la parroquia que hace las veces de guía.
 
Hacía unos meses tan solo había escrito: «Por naturaleza soy sensible, me gustan las cosas bonitas, agradables, la comodidad y todo lo que puede dar la comodidad, ser amada y amar». Había manifestado en la íntima correspondencia epistolar —con su acompañante espiritual o con el arzobispo de Calcuta—, su miedo a vivir la vida de los indios, a exponerse «a nuevos trabajos duros y a sufrimientos que serán grandes, ser el hazmerreír de tantos, especialmente religiosos», había expresado su miedo a la «ignominia, la incertidumbre», la certeza de que «todos van a pensar que estoy loca», su temor a dejar la vida feliz que lleva con las hermanas de Loreto. Pensando precisamente en este día le había confiado a Jesús un año antes: «Tengo mucho miedo, Jesús, tengo muchísimo miedo, no me dejes ser engañada. Tengo mucho miedo. (...) Tengo miedo del sufrimiento que vendrá».

Esta decisión fue para ella mucho más dura de soportar que cuando se separó de su madre y sus hermanos a la edad de 18 años, cuando partió de Skopie, su ciudad —capital de la actual Macedonia— a la India. «Pon tu mano en Su mano [la de Jesús] y camina sola con Él. Camina hacia adelante, porque si miras atrás volverás…», fueron las sobrecogedoras palabras que entonces le dijo su madre, y que acompañaron a Teresa hasta el fin de sus días.

Pero es también el día por el que había esperado y luchado tanto desde hacía dos años, desde que el 10 de setiembre de 1946 Dios le había hablado durante el viaje que Teresa había hecho desde Calcuta a Darjeeling, una localidad a unos 600 km al norte, adonde se dirigía en tren para hacer un retiro en el convento que la Orden de Loreto tenía allí. Fue entonces que le habló la Voz de Jesús, en lo que conocemos como “locuciones interiores”, las cuales continuaron a lo largo de casi un año: «Pequeña mía, ven, ven, llévame a los agujeros de los pobres. Ven, sé Mi luz. No puedo ir solo, no me conocen, por eso no Me quieren.» Llévame a los agujeros de los pobres, es decir, a los barrios más miserables.
Jesús quería que ella fuera su luz en la oscuridad de la pobreza más terrible. Pero, ¿cómo podía suceder tal cosa si ella había profesado votos perpetuos dentro de la Orden de Loreto? Semejante misión no correspondía a los fines de esa congregación, tan amada para Teresa, y en la que se hallaba muy feliz. Es por esto que Madre Teresa se refirió a este acontecimiento como «la llamada dentro de una llamada». La locución interior es una experiencia que regala Dios de modo extraordinario a personas santas. Teresa de Jesús se refiere a ella como una de las «maneras con que despierta nuestro Señor el alma», con palabras que a veces proceden «de lo muy interior del alma», y otras, en cambio, «vienen de fuera», y a veces, tanto, «que se oyen con los oídos». Para Teresa de Calcuta se trató de conversaciones íntimas, en que Jesús se dirigía a ella como «esposa mía» o «mi pequeñita».

«Quiero hermanas indias Misioneras de la Caridad, que serían Mi fuego de amor entre los más pobres, los enfermos, los moribundos, los niños pequeños de la calle. Quiero que Me traigas a los pobres (...) ¿Te negarás?», le irá preguntando con frecuencia la Voz: «¿No me ayudarías?», «¿Te negarás?», «¿Te negarás a hacer esto por Mí?» Esta pregunta, que habría sido apremiante para cualquiera, lo fue mucho más para ella, pues había hecho un voto privado muy especial al Señor, pocos años antes, en el 42, cuando tenía 31 años «obligándome (…) a dar a Dios todo lo que me pidiera, a no negarle nada», porque quería «dar a Dios algo muy hermoso» y «sin reserva». Y ahora Dios le pedía esto que parecía imposible de cumplirse, y le preguntaba: ¿te negarás?

Las palabras de la locución interior, agregaba Teresa de Jesús, no solo quedan como «esculpidas en la memoria», sino que vienen con «poderío y señorío», es decir, infunden «una certidumbre grandísima» en quien las escucha, la certidumbre de que no dejarán de cumplirse.

«Has dicho siempre “haz conmigo todo lo que desees” —le dice la Voz—. Ahora quiero actuar, déjame hacerlo Mi pequeña esposa, Mi pequeñita. No tengas miedo, estaré siempre contigo. Sufrirás y sufres ahora pero si eres Mi pequeña esposa, la esposa de Jesús Crucificado, tendrás que soportar estos tormentos en tu corazón. Déjame actuar. No Me rechaces. Confía en Mí amorosamente, confía en Mí ciegamente». «Pequeñita, dame almas, dame las almas de los pobres niñitos de la calle. Cómo duele, si tú solo supieras, ver a estos niñitos pobres manchados de pecado. Anhelo la pureza de su amor. Si solo respondieras a Mi llamada y Me trajeras estas almas apartándolas de las manos del maligno. Si solo supieras cuántos pequeños caen en pecado cada día. Hay conventos con numerosas religiosas cuidando a los ricos y los que pueden valerse por sí mismos, pero para Mis muy pobres no hay absolutamente ninguna. Es a ellos a quien anhelo, los amo. ¿Te negarás?».

En los dos años comprendidos entre la irrupción de aquella Voz el 10 de setiembre de 1946 y su partida hacia los agujeros oscuros el 21 de diciembre de 1948, Madre Teresa no solo tuvo que perseverar en la fe en medio de los sufrimientos y miedos que ya conocemos, continuando con su trabajo en Loreto como si tal cosa, sino que debió someter estos delicados asuntos a la Iglesia, sin cuya aprobación no podía romper sus vínculos con Loreto, ni largarse en esta nueva aventura, que, por otra parte, al interior mismo de la Iglesia, parecía un disparate. Era del todo inusual hasta entonces que una monja se fuera de misionera por las calles inciertas en busca de los pobres. ¿Cómo se llevaría adelante ese plan, con qué medios, con quiénes, de qué manera…? Ni siquiera ella podía imaginar estas cuestiones. Pero confiaba totalmente en Él.  Bastaron cuatro meses para que su confesor, el P. Van Exem, se convenciera de que verdaderamente «la llamada dentro de una llamada» era de origen divino, y de que Madre Teresa seguía ciertamente la voluntad de Dios.

Recién entonces Teresa pudo iniciar el paso siguiente, plantear la cuestión al arzobispo de Calcuta, el jesuita Ferdinand Périer, cuyo carácter prudente, moderado y reflexivo representaría un gran reto para las expectativas y urgencias de una mujer tan determinada como Madre Teresa. Por su parte, el arzobispo pronto fue reconociendo a quién tenía por interlocutora, lo arduo que resultaba encauzar las energías de esta monja, y sobre todo, el calado espiritual de una mujer fuera de lo común. Lo mejor era dejar pasar ese tren que, después de escuchar la Voz camino a Darjeeling, en realidad ya nunca se detuvo. El intercambio de cartas entre estos dos protagonistas de la historia constituye un gran gozo para el lector. Gracias a la conservación de estas cartas privadas, que Teresa buscó por todos los medios se destruyeran (porque quería que toda la atención sobre la historia y obra de las Misioneras de la Caridad recayera sobre Dios), es que hoy podemos acceder a los grandes secretos de su vida, ignorados incluso por los más allegados, y solo conocidos por estos sacerdotes que quisieron preservar el legado espiritual inmenso que habitaba en aquel pequeño cuerpo que supo mover montañas. El duelo de cartas entre Teresa y el arzobispo se extiende a lo largo de todo el año de 1947, hasta que en enero del año siguiente, al concluir una misa, Mons. Périer le dijo: «Puede ir adelante». Luego la Superiora General de Loreto dio el visto bueno, y finalmente, Roma también.

Algunas frases tomadas de la correspondencia entre ambos evoca algo del tono de la relación —que no disimula ciertas tensiones—, y del carácter de los personajes involucrados. Teresa es un torrente, y no cesa de apremiar al Arz. Périer a tomar una determinación a su favor, para lanzarse ya a las calles de Calcuta. Teresa le había dicho a Mons. Périer que Jesús le pedía le concediera el favor de aprobar esto como agradecimiento por los 25 años de su ministerio. Al arzobispo esto le pareció un poco sentimental. Las cartas de Teresa se precipitan, su palabra urgente y ansiosa puede parecernos incluso imperativa:

«Respecto al sentimentalismo, no puede negar que Nuestro Señor ha hecho maravillas por usted en estos veinticinco años», «Algún día es seguro que [el permiso] vendrá», «Me gustaría poder hablarle personalmente», «Sé que usted tiene miedo por mí. Teme que todo sea un fracaso», «No se retrace, Excelencia, no lo aplace», «Déjeme ir y empezar esta obra», «Excelencia, perdóneme por ser tan pesada con esta constante petición»,  «estos mismos deseos, que Dios me ha confiado, a Su hija más indigna, puedan entrar en su corazón con la misma fuerza», «No lo retrase más. No me retenga», «Como la mujer del evangelio aquí estoy de nuevo para rogarle que me deje ir. Perdóneme si le canso con tantas cartas», «déjeme ir enseguida»…

Périer, por su parte, algo acosado por la insistencia de Madre Teresa, busca neutralizar su empuje como puede: «este es un asunto demasiado importante para ser resuelto o ser valorado en el momento o en un día o un mes», «por lo que usted escribe tengo la impresión de que cree que me opongo a sus propuestas y de que está rezando intensamente por la conversión de mi corazón», «como arzobispo solo puedo ser neutral en esta fase», «Quizá usted piense que todo es muy fácil, cuando hay alguien a quien endosar la responsabilidad», «mi querida Madre, usted también debe ponerse en mi lugar de vez en cuando», «debería hacerla reflexionar cuando me presiona para empezar enseguida... que no tengo poder en absoluto para permitir que usted ponga en marcha este tipo de obra (....): el asunto debe ir necesariamente a Roma y debemos estar preparados para responder a las preguntas que nos plantearán», «y no me apresuraré alocadamente», «Hay cientos de preguntas que surgen y deben ser examinadas seria y satisfactoriamente»…