El joven Samir muestra la cruz tatuada en su pecho.

. “No he encontrado el camino de Dios en el islam”, dice, con asombroso coraje, Samir. Una frase ultraprofana para la mentalidad musulmana que no deja de acarrearle problemas a este argelino de 25 años. Abandonó el Corán y la mezquita y dejó de rezar cinco veces al día. Sus nuevos preceptos se recogen en el cristianismo, religión que adoptó hace nueve años. Entra por las puertas del arzobispado situado en un barrio popular de la capital, pero antes se detiene un instante para señalar una pequeña iglesia cuya campana dejó de sonar hace más de una década, cuando el Gobierno argelino la cerró, como hizo con todas las demás.


Samir ignora las depredadoras miradas de los policías que, vestidos de paisano, flanquean el edificio del arzobispado para vigilar cualquier movimiento que pueda quebrar algún principio del islam. “¡Nunca!”, “¡Nunca!”, responde cuando se le pregunta si tiene miedo a la represión o a la cárcel por practicar un culto no musulmán.

Cruzada

Parece algo nervioso y sus manos no dejan de sudar, pero no porque tema por su vida al estar cometiendo apostasía”, según los islamistas. Es la primera vez que le entrevistan. De padres musulmanes, aunque no practicantes, el joven converso denuncia la cruzada contra todo culto no islámico en Argelia. Estas prácticas religiosas se desarrollan con la máxima discreción para esquivar a los tribunales o evitar astronómicas multas. Para vengarse de los enfrentamientos en los que se vio envuelto a causa de un collar con la cruz de Cristo que colgaba de su cuello y de los tirones diarios recibidos por parte de la policía, decidió tatuarse en el pecho la cruz cristiana. “A ver quién se atreve ahora a arrancármela”, insiste, mientras se desabrocha la camisa para dar prueba de su “amor a Dios”. “¡Puedes sacar la cámara si quieres!”, exclama.
 

Samir es casi una excepción. Cristiano, convicto y confeso, arriesga mucho declarándose públicamente converso. De momento ha perdido su trabajo como cocinero en un prestigioso restaurante de Argel, y también a un amigo, que la última vez que lo vio le espetó: “Yo no soy más tu hermano”. Para la mayoría de los conversos –más de 50.000, casi todos protestantes– el miedo no es solo a tener que purgar una pena de seis meses de cárcel, sino a ser expulsados del domicilio familiar y a perder amigos. Estos temores les obligan a practicar la religión de forma clandestina. “La presión social es mucho más fuerte que la de las autoridades, y no todo el mundo lo soporta”, continúa el joven que antes de marcharse esconde una Biblia bajo su chaqueta. Con dos textos religiosos ya se comete el delito de hacer proselitismo, por el que curas y monjas han sido expulsados en los últimos años.
 

Acoso endurecido

El arzobispo de Argel, monseñor Ghaleb Bader, recibe a EL PERIÓDICO en su despacho, y aún recuerda con cara apenada la expulsión el pasado año del pastor Hugh Jones, de 74 años, quien pasó toda su vida en Argelia. “¡45 años viviendo en este país! ¿Te acuerdas de su caso?”, pregunta Bader, aún sorprendido. A su juicio, la creciente presencia de argelinos cristianos y la repercusión que tuvo en los medios de comunicación llevó a las autoridades a endurecer el acoso contra la comunidad cristiana. Desde el 2006, una ley castiga por rezar fuera del templo. “Ni siquiera puedes orar en tu casa”, dice indignado. La ley ha puesto fin a toda tolerancia con los encuentros entre curas e inmigrantes en el bosque, por ejemplo.

Bader lleva solo cinco meses en el país y desde que se levanta hasta que se acuesta, es vigilado por la policía secreta. Pero no pierde su optimismo. “Sí, hay presión, pero no pueden meter en la cárcel a los 50.000 convertidos”. Según Bader, el avance del cristianismo es un hecho que responde a la desconfianza de la población hacia los musulmanes fundamentalistas que, integrados en Al Qaeda, “matan en nombre de Alá”.

Se ruega una oración por todos ellos.