“Juan les respondió: Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia”. (Jn 1, 27)

 

¿Quién es ese Dios desconocido que predicaba el Bautista a sus conciudadanos? ¿Quién era el que existía ante que él pero que venía detrás y del cual el buen Juan no era digno ni de servirle como criado?. Ese Dios era y sigue siendo sólo uno: Cristo y Cristo crucificado.

Cristo era y es el “Dios desconocido”, especialmente cuando se nos muestra prendido por los clavos en la cruz, o cuando camina por nuestras calles como un emigrante, o cuando llama a nuestra puerta asediado por las deudas, o cuando es anciano y está solo, o cuando su enfermedad le vuelve irascible y desagradable. El hijo de María, el pequeño y débil Jesús de Belén, el destrozado y humillado Jesús del Calvario, sigue estando en medio de nosotros como un “Dios desconocido”. ¿Por qué?. Porque no queremos aceptar nada que suponga cruz, esfuerzo, generosidad, sacrificio. Y si Dios viene con ese rostro, preferimos mirar para otro lado y decir que no le conocemos. ¡Pobre Jesús!. También hoy se cumple lo que dijo Juan: “Vino a los suyos y no le conocieron”. Vino a los suyos y éstos miraron para otro lado para no complicarse la vida, para no meterse en líos.

Pero a los que le reconocen, Él sabe recompensarles. Y su recompensa es la vida eterna, una vida eterna que empieza ya en la tierra a través de la inmensa alegría que se tiene cuando se está a su lado. Reconozcamos, pues, a Jesús sin dejarnos confundir por el rostro con que aparezca. Sepamos descubrirle tanto en lo bueno como en lo malo, tanto cuando nos hace milagros como cuando nos pide ayuda.