Sin darnos cuenta, hemos asumido el lenguaje secular y los conceptos seculares. De esta manera hemos situado la justicia como más elevada, alta y perfecta que la caridad, y a ésta, siguiendo el lenguaje secular, la hemos situado en el ámbito del sentimiento, de la mera compasión, que es inactiva.
 
 
Sin embargo, la caridad es más que la justicia, porque la incluye y la perfecciona. La justicia es, en el lenguaje secular, distributiva, dando a cada uno lo suyo, pero no más que lo suyo. Es un perfecto y equitativo reparto, bastante frío por cierto.
 
Sin embargo la caridad, cuyo origen es Dios, da a cada uno lo suyo, y al que más necesita, más le da, dándose además el donante mismo. Es una entrega personal a quien lo necesita y a quien sufra, movido por un amor que no es sentimiento, sino ágape, la caridad sobrenatural, aquella que radica en el Corazón de Dios. No sólo se dan cosas a quien lo necesita, se da uno mismo, en una entrega personal. Eso jamás lo podrá hacer la simple justicia. Hay en la caridad un calor "humano" que refleja el "calor divino", el del Espíritu Santo que es amor.
 
 
El lenguaje del mundo se llena con la palabra "justicia", pero ésta es algo que siempre han de aplicar otros, el Estado, los gobiernos, o la revolución, pero la caridad es íntimamente personal, ya que incluye un darse al otro. ¡Por esa razón es más elevada!, porque sigue el ejemplo de la Trinidad dándose hasta la Encarnación del Verbo. Se clama, en el lenguaje secular, "¡justicia!", pero siempre es una reclamación a la tutela de otros organismos. Forma parte del lenguaje políticamente correcto de hoy, junto con la palabra 'solidaridad'.
 
En el lenguaje secular, más confuso que lo que a primera vista aparece, se pide justicia sin renunciar nadie a su propio bienestar y a su propio beneficio. La cultura laicista defiende siempre su propio bienestar y los pobres, parados, hambrientos y necesitados son remitidos a las instituciones públicas para que, en el fondo, la justicia que se pide no toque el propio sistema del bienestar y de acomodación.
 
Se pide justicia y solidaridad en el lenguaje secular, marcando quiénes van a ser objeto de justicia y solidaridad, a la vez que otros van a ver negadas esa misma justicia y solidaridad: los aún no nacidos están en peligro. El aborto parece que es inmune a la justicia y el niño puede que no tenga derecho a vivir. 
 
Ante esto, la caridad, que en el lenguaje secular se divulga como sentimentalismo y compasión sentimental, es profundamente activa y laboriosa. Integra incluso el sufrimiento por amor al otro, el sufrimiento por hacer el bien. Mira a todos, pero su mirada va direcamene al corazón del más débil y necesitado y ahí se entrega. La caridad es personal: ante las graves carencias, no echa la culpa ni al sistema ni a las instituciones, sino que se las ingencia, con santa creatividad, para paliar las necesidades y ofrecer, además, una mirada de amor a fin de que el otro se sienta querido, redescubra su propia dignidad personal. La caridad es justa, claro, pero va más allá siempre que la justicia distributiva: busca donarse a sí misma.
 
El lenguaje secular desfigura los conceptos y les da nuevos contenidos; por eso hemos de ir a la verdad de las palabras y a una mirada cristiana. Sirva la clarificación de conceptos que hace el papa Benedicto, despojando a la caridad del sentimentalismo con la que revistieron:
 
"Por esta estrecha relación con la verdad, se puede reconocer a la caridad como expresión auténtica de humanidad y como elemento de importancia fundamental en las relaciones humanas, también las de carácter público. Sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y comunión. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario. La verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte humano y universal. En la verdad, la caridad refleja la dimensión personal y al mismo tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez «Agapé» y «Lógos»: Caridad y Verdad, Amor y Palabra" (Enc. Caritas in veritate, 3).
 
La Iglesia sabe bien lo que es la virtud de la justicia, igual que sabe bien, mejor que nadie, en qué consiste la verdadera caridad, así como sus mutuas relaciones. Varios números de la Encíclica Deus caritas est lo explican (nn. 26-29). El valor absoluto y mayor, lo tendrá siempre la caridad, cuando se entiende bien, relacionada con la verdad y la dignidad del hombre, del hermano:
 
"El amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo.[20] El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido —cualquier ser humano— necesita: una entrañable atención personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. La Iglesia es una de estas fuerzas vivas: en ella late el dinamismo del amor suscitado por el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria que el sustento material. La afirmación según la cual las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del hombre: el prejuicio de que el hombre vive « sólo de pan » (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3), una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que es más específicamente humano" (Deus caritas est, 28).