Se ha vuelto bastante común al interior de la Iglesia las discusiones abiertas y acaloradas con respecto a la opción preferencial por los pobres, desde aquél sector que, afincado en una lectura dialéctica y marxista del Evangelio, busca convertir a Cristo en una especie de “revolucionario socialista”, hasta aquellos que, encerrados en estructuras caducas y egoístas, pretenden desentenderse de la obligación evangélica de practicar las obras de misericordia, especialmente con los más pobres y necesitados, viendo en ellos a Cristo sufriente.

No pretendo aquí zanjar una batalla campal entre estas dos posturas, que llevadas al extremo – ambas – hacen del Evangelio una caricatura, sino de la opción preferencial por los pobres como aquello que la Iglesia siempre ha sostenido desde los primeros siglos, gritando justicia contra las estructuras de pecado y pregonando la liberación de la opresión del mal, tanto en la Tradición como en la Palabra de Dios. Y en esto, hemos de ser sinceros para reconocer que la caridad que vivían las primeras comunidades cristianas, dista mucho de nuestras comunidades cristianas actuales, que en el mejor de los casos, se practica la solidaridad. Ésta palabra, un poco desgastada y a veces mal interpretada, pero que implica más que tan sólo algunos actos esporádicos de generosidad[1], y que en muchos de los casos no termina de reflejar un encuentro verdadero con Aquél que ante las multitudes hambrientas ordenó claramente: “Denles ustedes de comer”[2].

La Tradición de la Iglesia y el amor a los pobres

“El amor de la Iglesia por los pobres… pertenece a su constante tradición. Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas, en la pobreza de Jesús, y en su atención a los pobres. El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de hacer partícipe al que se halle en necesidad (Ef. 4, 28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa[3]

Se puede cometer el gigantesco error de pensar que la opción preferencial por los pobres es un asunto que “ahora la Iglesia está tratando mucho más…”, sin embargo la realidad es abismalmente contraria a este pensamiento, pues ya los primeros cristianos de la Era Apostólica vendían sus posesiones y sus bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno[4]. Y entiéndase aquí lo que he puesto en negrillas, puesto que muchos pseudo-exégetas han querido ver en pasajes bíblicos como éste, un llamado al Comunismo, y han querido fundamentar así ideologías personales torciendo las Escrituras, haciéndoles decir cosas que no dicen. Claramente la Iglesia de los primeros siglos – al igual que los siglos venideros – tenía clarísima la idea de la opción preferencial por los pobres y más necesitados, sin que el “repartir los bienes” implique una pobreza colectiva o un diezmo obligatorio al estilo protestante. Ésta opción preferencial por los pobres nacía con naturalidad del encuentro con el Resucitado y de una caridad ardiente que inclinaba el corazón a las necesidades de los hermanos.
A lo largo de la historia de la Iglesia, esta opción preferencial ha sido expresada en múltiples formas y carismas fundacionales de vida religiosa, de testimonios de santos y de personas de fe viva, sin embargo, muchos siguen creyendo que este es un asunto marginal u optativo, que lo podemos tomar o dejar, o como un camino, que existe junto a otros caminos, en el seguimiento de Cristo. A éstos viene muy bien repetirles aquel relato del joven rico, que habiendo cumplido celosamente toda la Ley y anhelando la vida eterna, termina marchándose triste porque no fue capaz de desprenderse de sus bienes y darlo a los pobres[5].
Los Padres de la Iglesia, lejos de suavizar esta doctrina la encarnan en sus propias vidas y terminan diciendo como San Juan Crisóstomo: “No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que poseemos no son bienes nuestros, sino lo suyos”[6]. Más aun, la Iglesia no ve en estos actos un gesto de bondad personal, sino que es “satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia”[7]. Finalmente – y sobre este mismo tema –, San Gregorio Magno dirá que “cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia[8].
Finalmente, uno de los documentos más antiguos que la Tradición concede a los Apóstoles llamado La Didaché, claramente nos enseña que, luego de dar el sustento a los profetas y sacerdotes que predican la Buena Nueva, se debe dar a los pobres el sustento[9].

La verdadera liberación
Habiendo fundamentado brevemente que la opción preferencial por los pobres no es una prioridad reciente en la Iglesia, cabe ahora aclarar ciertas deformaciones de esta doctrina, que muchas veces terminan convirtiendo el Evangelio en un discurso político de protesta social y desfigurando por completo la misión total conferido por Cristo a la Iglesia. Sobre esto se nos aclara:

“La liberación es ante todo y principalmente liberación de la esclavitud radical del pecado. Su fin y su término es la libertad de los hijos de Dios, don de la gracia. (…) algunos se sienten tentados a poner el acento de modo unilateral sobre la liberación de las esclavitudes de orden terrenal y temporal, de tal manera que parecen hacer pasar a un segundo plano la liberación del pecado, y por ello no se le atribuye prácticamente la importancia primaria que le es propia.”[10]

Sobre esto, cabe aclarar que la Iglesia tiene muy presente su misión (lo cual no asegura que nosotros como miembros de la misma la tengamos así de clara), sin embargo esto no sustituye y mucho menos supera la prioridad de ir y hacer discípulos a todas las gentes[11]. Esto vale la pena aclararlo, porque muchos – sacerdotes sobre todo – tienden a perder su identidad para convertirse en una sucursal de beneficencia, como trabajando para una ONG, descuidando o minusvalorando sus tareas pastorales, los sacramentos y su vida de oración, bajo la excusa de atender situaciones “más prioritarias”, reduciendo su vocación a un mero activismo social o descuidando la belleza de la liturgia por considerarla “innecesaria”.

Actitudes como éstas son las que muchas veces han favorecida situaciones penosas, en las que muchos sacerdotes se han visto en la obligación de dejar su ministerio, debido a que han preferido dedicarse a la política, creyendo – equivocadamente – que el Reino de Dios se instaurará a fuerza de la lucha de clases o de ideologías partidistas. San Juan nos relata claramente a uno de los primeros personajes que tuvo esta visión errada con respecto al Mesías esperado y al Reino de Dios que venía a anunciar. Convencido Judas Iscariote, de que Cristo venía a iniciar una revolución política y social que liberaría al pueblo judío del yugo del Imperio Romano, le siguió hasta donde sus intereses personales le permitieron, sin embargo, no faltaron los momentos en los que su visión chocaba bruscamente con la visión de Cristo, y así, Judas se escandalizará por el perfume carísimo de nardo que María derrama a los pies de Jesús[12], para finalmente (una vez dándose cuenta que Jesucristo no era lo que él esperaba) venderle por treinta monedas de plata[13].

Hipocresía farisaica y el deber con los pobres
Sabrán que existen muchísimos cristianos que han decidido acomodarse en el lugar en el que están. Sencillamente se han convencido de que la vida cristiana y la voluntad de Dios en fin, está cumplida con el sólo hecho de asistir a misa los domingos, pertenecer a alguna espiritualidad concreta y/o asistir a un servicio solidario de vez en cuando. Esto es a lo que podríamos llamarle una hipocresía farisaica, pues el hecho de cumplir con ciertas normas y mandamientos de la Iglesia parece haberles asegurado un cielo, ciertamente muy diferente al que el Señor nos ha prometido, pues éste Reino – el que Cristo vino a anunciar – nos presenta un Juicio Final como condición, en donde se nos cuestionará claramente sobre las veces en que dimos (o no) de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo…[14] y en fin, aquellas obras de misericordia que para muchos quedó como una linda enseñanza, pero que muy poco cobra vida en el día a día.

Las “riquezas” de la Iglesia como un mito ante la pobreza
Es muy común que, buscando cumplir – o mejor dicho, que otros cumplan – con esta opción preferencial por los pobres, de repente empiecen a hacer inventario general de cuántos retablos podrían venderse de la Basílica de San Pedro para alimentar a los pobres, tratando penosamente de culpar a la Iglesia de “insensible” ante la pobreza. Es de aquí de donde salen los mitos de la silla de oro del Papa o de los cofres llenos de barras de oro que “seguramente” están sepultados debajo de cada iglesia de Roma. Y es que estas personas desconocen que la Iglesia es la única institución que llega a lugares donde los gobiernos burgueses no serían capaces de poner un dedo. Allí donde la beneficencia laica llega con ayuda humanitaria ocasional, la Iglesia ha echado raíces para quedarse a vivir con los pobres, entre los pobres y para los pobres, pues es de esta Iglesia de donde ha nacido un Francisco de Asís o una Teresa de Calcuta.

Baste con que afirmemos que la solución no está en vender objetos de un valor histórico invaluable, sino en la coherencia de cada cristiano al vivir esta opción preferencial por los pobres, teniendo además en mente, que cuando un católico se expresa diciendo: “La Iglesia debería vender tal o cual cosa”, está cuestionándose a sí mismo por el hecho de formar parte de dicha Iglesia, por lo que podría empezar vendiendo sus bienes.

Conclusión
Un cristiano sensato no puede hacerse de la vista gorda ante el sufrimiento y la miseria de los más necesitados, y la caridad nos obliga a salir al encuentro de estas realidades, justamente por ello es una opción preferencial, sin embargo esto no debe llevarnos a perder el horizonte de lo que somos y la razón por la que tenemos esta opción preferencial. No es por un asunto meramente humano, social o político, sino porque el Señor así nos lo ha pedido, sin que esto opaque la urgencia de evangelizar. Es decir, se reparte el alimento y luego se lo bendice, se asiste a los enfermos mientras se les habla de la misericordia de Dios y del sentido del dolor frente a la Cruz de Cristo y se viste al desnudo con la esperanza de que al final de nuestros días seamos revestidos por la gloria de Cristo.
 


[1] Francisco, Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium”, 188
[2] Lc. 9, 13
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 2444
[4] Hech. 2, 45
[5] Mt. 19, 22
[6] San Juan Crisóstomo, In Lazarum, 1, 6: PG 48, 992D
[7] Concilio Vaticano II, Apostolicam actuositatem, 8
[8] San Gregorio Magno, Regula pastoralis, 3, 21.
[9] La Didaché de los Apóstoles, XIII, 3.
[10] Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Nuntius. Introducción
[11] Mt. 28, 19
[12] Jn. 12, 1- 8
[13] Mt. 26, 15
[14] Mt. 25, 31-46