Esta mañana el señor cedro sonríe. Le hace gracia verme allí de pie y no encima de un triciclo o de una bicicleta “Orbea”, toda de hierro, sujetado por el abuelo Carmelo para que no me cayese, y dando tumbos y pedaleos cerca de las higueras, al amparo del olor de las higueras y de su sombra buena, tan buena como el abuelo Carmelo, que hizo la guerra en ingenieros y luego anduvo en “Regiones Devastadas”, que así quedó España, devastada por el odio de unos y de otros, nada raro, porque hoy sigue todo igual, menos las carreteras, que son autopistas y las fondas, que son hoteles, y los carros que son coches de marca alemana. Es el progreso, dicen los cursis y los optimistas de salón.
 
El señor cedro es un optimista de jardín, lo cual es más sano y más noble. Porque los optimistas de salón, o también, según ellos, revolucionarios, no ven el cielo ni pisan la tierra –los árboles está claro que tienen los pies en el suelo y el alma en los cielos-. Y como no pisan la tierra, la destrozan y la riegan con la sangre de aquellos que cuidan los jardines y cultivan los huertos y aman sus casas y sus pueblos y sus campos y sus costumbres. Bueno, pues como el señor cedro es un optimista me saluda, decía, y me presenta a doña paloma y a un ruidoso gorrión y algunos jilgueros, que no paran de cantar y de volar y de hacer cosquillas al bueno del señor cedro. Todo es como una fiesta para los pajarillos porque saben que los alimentan y no les falta de nada y alaban a Dios entre piar y piar, como les dijo el bueno de Asís, aquel pobre contento –porque no todos los pobres están contentos, y esto es muy importante-. Así los pájaros vuelan en el presente con mucha alegría y muy poca preocupación. Yo tampoco tenía aquella mañana otra preocupación que no fuera abarcar toda aquella belleza pequeña y cotidiana; el contraluz sobre los pinos, o por entre los pinos, y los geranios teñidos de un rojo imposible en este mundo, y las telarañas como hilos brillantes de seda, sí, de seda que podía ser de verdad aunque no lo fuera, como las sábanas; y los troncos de los pinos, que eran naranjas y violetas, colores complementarios como se sabe, y parecían pintados por Cézanne. Uno tiene que acostumbrarse a mirar bien. A mirar con limpieza y profundidad. Entonces descubrirá secretos escondidos a los egoístas y a los turbios y a los viciosos y a los avaros. Conocer a Cézanne puede ayudar, porque Cézanne descubrió alguna esencia de la naturaleza y sabía que mires a donde mires, si miras bien, verás una obra de arte tras otra: ritmos y tonos y texturas y estructuras y colores. Y donde aquí ves una curva, verás allá una contracurva, frío y cálido, recto y sinuoso, todo compensado por Aquel que nos ofrece continuamente obras de arte para cada mirada.
 
Pero no hacemos caso.
 
Y yo quería hacer caso. Por eso, creo, el gorrión se quedó quieto en una rama del señor cedro, escuchando mis pensamientos y no se atrevió a cantar porque los gorriones saben que cuando surge la presencia de Aquel, solo el silencio es capaz de expresar algo. Pero me despisté otra vez y miré a las adelfas, rosas y blancas, un poco venenosas según decía mi abuela, y tan hermosas, dibujadas por los rayos del sol naciente, que ahora no son rectilíneos sino puntillistas: es que Seurat también vió alguna esencia oculta y nos trajo el puntillismo que es una gran verdad parcial y exagerada. Las adelfas salen de la hiedra que va por el suelo y sube, amorosa, por el tronco del señor cedro. La hiedra está bien, pero a veces tiene algo de serpiente y su abrazo puede ahogar a los árboles, aunque para eso tienen que pasar algunos años y, por lo general, los hortelanos y los que no son optimistas de salón saben que deben cortar la hiedra por su propio bien, el de la hiedra, y por el bien de los árboles venerables como el señor cedro. También me fijé en el olivo que me había visto crecer y que era ahora un tronco seco, retorcido y muerto. Se mantenía en pie porque un olivo nuevo había nacido del viejo, como una resurrección. Y así está bien, porque de los olivos de Getsemaní también nos vino una Resurrección. Yo subía al viejo olivo, que me parecía muy alto y no lo era: a los niños todo les parece muy alto y muy grande, y tienen toda la razón porque lo es.
 
No todo, sin embargo, es tan grande como la montaña serrada, gris ahora, o azul, tal vez, con unas pinceladitas doradas en las cumbres, el sol que las acaricia para que despierten. La montaña es azul y a lo mejor hay brumas en el valle del río, y por eso el azul se difumina y el monasterio se ve poco. La montaña siempre está presente y no es la misma: cambia con el tiempo, con las horas y con las luces y las sombras y las nubes y las nieblas del río y los vapores del infierno. Yo creo, antes lo he dicho, que hay batallas cósmicas en la montaña porque están los monjes buenos, que rezan y cantan las horas junto a los ángeles y la música inunda las tierras próximas y lejanas, desde la comarca y hasta el otro lado de los océanos. No vayan a creer que exagero: es la comunión de los santos. Entonces se produce la envidia de los espíritus malignos y de los demonios que acuden en tropel a la montaña y la cubren de tinieblas. Esto ha sido así especialmente desde que apareció la Vírgen Morena, y así se repite y se repetirá hasta el fin del mundo. Y los demonios pierden casi siempre, antes o después, aunque pasen siglos de aparente victoria, porque los monjes no dejan de rezar y de cantar y la música enerva al diablo, que produce unas estridencias horrísonas que se transforman en vientos que agitan su ira contra los árboles buenos y los buenos campos de labranza y los ganados y los hombres.
 
La paz es ahora con la montaña y con todo aquel que contempla la montaña con el espíritu limpio. La paz está en los pinos próximos, sutiles triángulos de agujas verdes y con los tejados ocres y naranjas y con los setos y con algún chopo perdido lejos del río. Y esto lo veo desde la terraza que da al jardín de abajo, donde el señor cedro del Líbano. Y allí queda el viejo pozo, que dicen que tiene agua, en lo hondo, porque es tierra de aguas subterráneas y de corrientes que bajan al valle y de rieras que no deberían estar edificadas, porque cualquier día los vientos del infierno pueden desencadenar las aguas, que bajarán impetuosas como un diluvio y todo lo arrasarán. No, no deberían haber construido en la riera, pero el hombre tiende al optimismo de salón y olvida a la naturaleza, o, aún peor, la quiere manipular. Y ahí tenemos al demonio riendo mucho y esperando su venganza.