Imaginar lo que le costó a Pedro dejar la tranquilidad de su pueblo para aventurarse y viajar hacia Roma, ¡nada más y nada menos que la capital del imperio!, nos tiene que llevar necesariamente a ser audaces al momento de hacer presente la fe en medio del contexto cosmopolita. Al igual que a Pedro, nos cuesta trabajo entrar en la dinámica metropolitana y, hoy por hoy, las ciudades, aun en medio del desarrollo, nos interpelan. Pero, ¿y las periferias? Están incluidas. Al evangelizar; es decir, plantear la fe en los grandes desarrollos urbanos, logramos construir puentes hacia los que menos tienen. Pablo fue a Roma porque sabía que, desde esa posición geográfica, iba a llegar a todo el mundo conocido. Pedro, lógicamente, no se sentía en su ambiente, pero fue, participó, incidió. Murió justo ahí, “al pie del cañón”; es decir, en medio del trabajo que realizó en un contexto hostil, pero que él veía apremiante. Parece que la historia se repite en ciertos puntos.

Hoy, siendo sinceros, no estamos bien en las ciudades. ¿Por qué? Nos da miedo, falta capacidad de respuesta y confundimos la humildad con hacernos poca cosa, cargando complejos de inferioridad de los que necesitamos liberarnos. Pero, ¿cómo llevar la fe en espacios urbanos a menudo anónimos, llenos de situaciones de injusticia? Hay que ser creativos, como los apóstoles. Llegaron a Roma y se pusieron en camino, sin tanto cálculo. Estuvieron presentes, hablaron y, sobre todo, ¡vivieron!, ¿por qué tantos los siguieron pese al paganismo? Sencillo: el empuje de la coherencia.  Lo mismo nos toca en las ciudades. De entrada, conocer y apreciar tantas cosas positivas que hay en ellas. Por ejemplo, la Ciudad de México, tiene una cantidad considerable de museos, de espacios de cultura. ¿No será la arquitectura religiosa un medio concreto para llegar a los jóvenes?, ¿acaso un buen diseño no puede provocar la curiosidad de saber qué aspecto de la fe lo inspiró? Los tenemos a la mano, en muchas ciudades. No es imponer, sino proponer medios, espacios, momentos. La experiencia de Dios, solamente puede provocarla el Espíritu Santo, pero a nosotros nos toca ofrecer el ambiente más apropiado. Muchos jóvenes nos ven como “anticuados, aburridos y cursis”. La fe no lo es, pero quizá algunas interpretaciones unilaterales que hemos hecho le han dado un giro confuso, capaz de crear estereotipos. ¿Cómo responder? Abriendo las puertas y, sobre todo, replanteándonos nuestra identidad: católico y ciudadano, católico y  culto, católico y al día en cuestiones de tecnología, etcétera. Una fe encarnada en la realidad y no fuera de ella. Culto o preparado no significa prepotente. Al contrario, como decía Sócrates, a medida que uno estudia, llega a un punto profundo y, a la vez, humilde: “yo solo sé que no sé nada”. ¿Qué significa? El conocimiento nos sobrepasa pero, precisamente, gracias a eso, la educación es continua, invita a actualizarse siempre.

No vamos a evangelizar con videos llenos de frases rebuscadas, sino más bien a partir de la experiencia personal. Todo, abierto a la fe y a la razón, porque de otra manera caeremos en una suerte de caricatura. Ahora bien, en concreto, ¿qué se puede hacer para llevar la fe a las grandes ciudades? Por lo pronto, tres puntos: homilías que consideren el contexto urbano, los temas del lugar iluminados por el Evangelio, espacios de voluntariado, de contacto con la realidad y entrar de lleno en la cultura.

Necesitamos comunicar lo que somos y queremos vivir. Hay que cambiar la percepción de muchos que, por ignorancia, no saben reconocer la profundidad del pensamiento de la Iglesia. Construir cultura religiosa, basados en el sentido común, pues necesitamos de la razón, de la lógica. Tenemos que empezar por nosotros mismos. Formados, podemos formar. Mientras tanto, toca prepararse. La ciudad no es un problema, sino la oportunidad de llevar a Dios y, siguiendo el Concilio Vaticano II, impulsar nuevos liderazgos que de verdad humanicen a la sociedad. Lo podremos conseguir en la medida en que seamos más conscientes de la pastoral urbana.