“Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.  (Jn 20, 22-23)

Pentecostés, la solemnidad litúrgica en la que se celebra la venida del Espíritu Santo sobre la Virgen María y los apóstoles, nos debe ayudar a recordar los orígenes de la Iglesia. En Pentecostés, los discípulos de Jesús pasaron de ser un grupo lleno de miedo a ser una comunidad unida y decidida a dar la vida por Cristo. Y todo eso gracias a la fuerza de Dios, recibida a través del Espíritu Santo. Para aquel primer grupo de discípulos, este cambio supuso, efectivamente, la persecución, la tortura y el martirio. De este modo pusieron de manifiesto que lo que les movía no era ningún tipo de negocio mundano -búsqueda de dinero o poder-, sino la certeza de que habían visto a Cristo resucitado.

Pero dar la vida por el Señor no es sólo una cuestión ligada al martirio. Hay muchas formas de dar la vida, porque en el fondo cada vez que se ama de verdad a alguien se está dando la vida por él. Una de estas formas es la de perdonar a los que nos han ofendido- Por eso, cuando Jesús otorga el Espíritu Santo a los apóstoles les da el mandato de perdonar los pecados. Ellos, los primeros sacerdotes, podían desde aquel momento impartir el perdón sacramental, lo mismo que siguen haciendo los sacerdotes católicos hoy en día. La mayor parte de los cristianos, al ser laicos, no pueden impartir ese sacramento, pero sí pueden perdonar a sus enemigos. Y una vez más constatamos que es difícil y a veces imposible. Por eso debemos renovar nuestra fe en la fuerza de Dios, que será la única que nos haga capaces de amar hasta el punto de perdonar. Y debemos pedir el Espíritu del perdón para poderlo llevar a la práctica.