La Iglesia a través de toda su historia siempre ha experimentado la poderosa intercesión de María ante su Hijo. Ha recibido tantos favores de Dios por medio de su intercesión, que se considera que Dios ha dispuesto que Ella sea la mediadora de todas las gracias de Jesucristo.

La Iglesia, en el s. XIX, se encontraba atacada en todos los frentes, perseguida en todas las naciones de antigua tradición católica, incluso el beato Pío IX se tuvo que refugiar en Gaeta. En acción de gracias por su liberación, quiso honrar a la Virgen con la proclamación del Dogma de la Inmaculada. En la Carta Apostólica “Ineffabilis Deus” (8-XII1854), exhortaba a todos los fieles, a acudir a la Virgen en todas las necesidades:

Acudan con toda confianza a esta dulcísima Madre de misericordia y gracia, en todos los peligros, angustias, necesidades, y en todas las situaciones oscuras y tremendas de la vida. Pues nada se ha de temer, de nada hay que desesperar, si Ella nos guía, patrocina, favorece y protege, pues tiene para con nosotros un corazón maternal, y  ocupada en los negocios de nuestra salvación, se preocupa de todo el linaje humano. […] Fielísima auxiliadora, y poderosísima mediadora y conciliadora de todo el orbe de la tierra ante su unigénito Hijo, y gloriosísima gloria y ornato de la Iglesia santa, y firmísimo baluarte destruyó siempre todas las herejías, y libró siempre de las mayores calamidades  de todas clases a los pueblos fieles, y naciones, y a Nos mismo nos sacó de tantos amenazadores peligros; hará con su valiosísimo patrocinio, que la santa Madre católica Iglesia, removidas todas las todas las dificultades y vencidos todos los errores, en todos los pueblos, en todas partes, tenga vida cada vez más floreciente y vigorosa […] y disfrute de toda paz,  tranquilidad y libertad[1].

y dio este bello testimonio de la Virgen

 

Al ser la Virgen María honrada e invocada, en las conmemoraciones del dogma de la Inmaculada, a través de años marianos, las naciones quedaban transformadas. En España, gracias a que los obispos secundaban los años marianos proclamados por los Papas, se dio en la sociedad española una transformación semejante a la que se dio en Portugal, gracias a las apariciones de la Virgen en Fátima.

Llevando a término la petición de la Virgen a Jacinto, Francisco y Lucía de rezar cada día el rosario por la paz del mundo, esta llegó al poco tiempo y finalizó la I Guerra Mundial. Así se lo comunicó la Virgen a los tres videntes en su última aparición, que tuvo lugar el 13 de octubre: “soy la Señora del Rosario, que continúen rezando el Rosario todos los días. La guerra está acabándose y los soldados volverán pronto a sus casas”.

La Virgen en la aparición de julio en Fátima, advertía que vendría una guerra peor durante el pontificado de Pío XI,  pero ésta se podía evitar si se consagraba Rusia a su Inmaculado Corazón, y con la comunión reparadora de los primeros sábados.      Nos podemos preguntar: ¿Qué sentido tiene la petición de la Virgen que se consagrara a Rusia y a la humanidad a su corazón inmaculado? Una de las explicaciones puede ser esta.

La Madre del Señor, como nos recordó san Juan Pablo II en el acto de consagración de la humanidad al Inmaculado corazón de María en 1984: "siente maternalmente todas las luchas entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas que invaden el mundo contemporáneo”. El conocimiento que la Virgen posee de los males que se ciernen sobre la humanidad, con amor materno los quiere evitar. Por ello obtiene de Dios, poder comunicar a la tierra el medio para evitar estos males. Teniendo conocimiento de que a causa de los pecados de los hombres se fraguaba una guerra peor que la I Guerra mundial. Con solicitud materna, la Virgen María, quería proteger a las naciones no ya bajo su manto, cómo tradicionalmente se representa en la iconografía mariana, sino en su propio corazón, donde nunca entró el mal, poniendo así a resguardo de su corazón inmaculado a las naciones de las insidias del mal. Cómo Dios respeta la libertad humana, y algunas gracias nos las concede sólo si se las suplicamos, por ello la Virgen pidió a través de Lucía, que el Santo Padre junto con todos los Obispos consagraran Rusia a su Inmaculado corazón. De este modo la Virgen María pudiera actuar libremente con su poderosa solicitud materna. Posiblemente la II Guerra Mundial, podría haberse evitado, y las naciones consagradas a su Inmaculado corazón, hubieran podido ser salvadas de la acción del espíritu del mal, que buscó entre otros males el exterminio total del pueblo judío.

Los obispos de Portugal, sí que consagraron la nación portuguesa al Inmaculado corazón de María. Portugal, que había vivido tantas revoluciones violentas, se fue pacificando. Se salvó de que la guerra civil española se extendiera allí y de participar en la II Guerra Mundial.  El mismo Pío XII lo recordaba en el mensaje de 13 de mayo de 1946, “La más terrible de las guerras que jamás haya asolado el mundo, rondó durante cuatro años vuestras fronteras, pero jamás las traspasó, «gracias especialmente a Nuestra Señora» que desde lo alto de su trono de misericordia, colocado como una sublime atalaya en el centro de vuestra nación, velaba sobre vosotros y sobre vuestros gobernantes...”[2]

Finalizada la II Guerra Mundial, existía el temor de que pudieran surgir nuevos conflictos bélicos. En estos difíciles momentos, para alcanzar la protección del cielo, Pío XII quiso honrar a la Virgen María e implorar su protección sobre la Iglesia y la humanidad. En 1950 proclamó solemnemente el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos. En aquel mismo día el Papa realizó la consagración de la Iglesia y del mundo al Corazón Inmaculado de María. Con motivo del Año Mariano (1954), Pío XII, con la Carta encíclica Ad caeli Reginam, instituyó la fiesta litúrgica de María Reina, y animó a todo el pueblo cristiano para que implorase su intercesión a Ella, que era la Reina de la paz, y se afianzase la paz en los corazones de los hombres. La súplica de tantos cristianos a María Reina de la paz, fue escuchada, a pesar de que hubo momentos muy críticos en la llamada «guerra fría»,  no llegó a desencadenarse una tercera guerra mundial.

A partir de los acuerdos políticos de los vencedores de la II Guerra Mundial, algunos países europeos quedaron bajo el dominio soviético. La Iglesia quedó reducida al silencio y los cristianos perseguidos. Alcanzar de Dios la libertad de vivir y practicar la fe cristiana, se encomendó de nuevo a la Virgen María. En la encíclica Ad Caeli Reginam, Pío XII escribió: “Personas injustamente perseguidas por su profesión cristiana y privadas de los derechos humanos y divinos de la libertad. Para alejar estos males de nada han valido hasta ahora ni justificadas demandas ni repetidas protestas. Que la poderosa Señora de las cosas y de los tiempos, la que sabe aplacar  las violencias con su pie virginal, vuelva a estos hijos inocentes y atormentados esos ojos de misericordia” (n.4).

Esta situación no se resolverá hasta que san Juan Pablo II junto con los obispos de todo el mundo consagren el mundo al Inmaculado corazón de María, y  se honre y se suplique encarecidamente la ayuda de la Virgen María durante el Año Mariano de 19871988. Al año siguiente tiene lugar la disolución del bloque comunista de la Europa del Este. San Juan Pablo II desde una visión de fe, en la Tertio Millennio Adveniente dirá: “Es difícil no advertir cómo el Año Mariano precedió de cerca a los acontecimientos de 1989. Son sucesos que sorprenden por su envergadura y especialmente por su rápido desarrollo. […] Se podía percibir cómo, en la trama de lo sucedido, operaba con premura materna la mano invisible de la Providencia: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho...» (Is 49, 15)” (n. 27).

San Juan Pablo II, con estas palabras, vinculaba el poder de la oración de los cristianos unidos a sus pastores y la intercesión de María en la transformación de la Iglesia y del mundo.

El 13 de octubre de 2013, el Papa Francisco volvió a consagrar la humanidad al inmaculado corazón de María.

 



[1] Doctrina Pontificia. Documentos marianos vol. IV Col. B.A.C. 128, Madrid 1954, 188189.

[2] Citado por C. Barthas, de Fátima, Ed. Rialp, Madrid 51981, 474-475.