El lunes 6 de julio de 1931 El Castellano publica La sabatina de anteayer, o sea la del sábado 4 de julio. Se trata de una carta del Cardenal, fechada y escrita el 23 de junio de 1931, a los pies de la Santísima Virgen de Lourdes (la fotografía, sobre estas líneas, fue tomada precisamente en 1931).
 
LA SABATINA DE ANTEAYER
Una carta del señor Cardenal

En la fiesta sabatina de anteayer en la Catedral, que estuvo muy concurrida, se leyó la siguiente carta del Eminentísimo Cardenal Segura:

Venerados hermanos y muy amados hijos:

A los pies de la imagen, venerada en todo el orbe católico, de Nuestra Señora de Lourdes, os escribíamos nuestras dos últimas cartas antes de partir para la Ciudad Eterna.

Deseábamos hubiesen sido portadoras cerca de la Virgen, que recibe los homenajes de la Archidiócesis en sus dos imágenes de Nuestra Señora de la Descensión y del Sagrario, de nuestra devoción filial, de nuestra consagración perpetua, y de nuestros obsequios no interrumpidos ni aun en los momentos de la ruda adversidad y de la prueba.

Precisamente en estas circunstancias es cuando renace con mayor fervor en el alma la confianza sin límites en el poder, en la bondad, en la misericordia de aquella Madre Inmaculada que aplastó, aplasta y aplastará en todos los tiempos con su planta virginal la cabeza de la serpiente.

Deseábamos que aquellas cartas fueran portadoras cerca de vosotros, venerados hermanos y muy amados hijos del afecto de paternidad espiritual que acrece la separación, y que no podrán apagar las muchas aguas de la tribulación.

Con los mismos fines en nuestra segunda visita al Santuario de Lourdes os escribimos esta tercera carta, que, en uso de nuestra autoridad pastoral, disponemos sea leída en el santo templo primado para testimonio público de nuestra ofrenda sabatina a la Santísima Virgen y de la solicitud pastoral que nos apremia por el bien de vuestra almas.

[Esta fotografía apareció publicada en el periódico La Nación el 15 de junio de 1931]

Entre estas dos visitas hemos tenido la satisfacción vivísima, que cupo al apóstol San Pablo, en Jerusalén, de ver a Pedro, que desde su Sede inconmovible de Roma rige en la persona de Pío XI al mundo católico en nuestros días. Gracia singularísima que el Señor ha querido otorgarnos en estos momentos difíciles de nuestro ministerio pastoral.

La visita al Vicario de Jesucristo robustece la fe, conforta la esperanza y reaviva la caridad en todos los tiempos y en todas las situaciones; mas cuando la tempestad arrecia y amenaza sacudir los fundamentos en que estriba la Iglesia santa, es singularmente eficaz y celestialmente confortadora la visita al Sucesor de Pedro, en la Cátedra de Roma.

En medio del fragor de la borrasca, que se extiende por todo el horizonte, siguen resonando después de veinte siglos, serenas, alentadoras, soberanamente triunfadoras las palabras de Nuestro Señor Jesucristo al hijo de Jonás: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y los poderes del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,16). No importa que parezca llegada una hora análoga a aquella en que se dijo: “esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas” (Lc 22,53), porque ese poder, cualquiera que sea, no podrá nunca prevalecer contra la Iglesia.

Es preciso, amados hijos, que robustezcáis vuestra fe en las palabras de Nuestro Divino Salvador, que sirvieron de aliento a los cristianos de todas las épocas en las horas difíciles de la historia de la Iglesia.

Cuando serenamente se estudia la situación actual del Supremo Pontificado tan sañudamente combatido por el naturalismo moderno en todas sus múltiples manifestaciones de impiedad, se encuentra una confirmación victoriosa de aquella promesa del Divino Maestro, hecha en la persona de sus Apóstoles a la Iglesia de todos los tiempos: “No temáis, las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.

Esos poderes del infierno, representados en las olas entumecidas del mar tempestuoso de la vida, siglo tras siglo, en diversas formas, han amenazado anegar a la barquichuela de Pedro en el abismo de un naufragio irreparable. Y sin embargo, cuando a Jesucristo, el divino Fundador de la Iglesia, le parece llegada la hora, pronuncia de nueve el “tace, obmutesce” [¡calla, enmudece!] (Mc 4,39), y la nave sigue adelante impávida hacia las playas eternas.

Estos sentimientos, en medio de confortadora consolación, reanimaban nuestro espíritu cuando a los pies del Sucesor de Pedro implorábamos para nuestra amada Archidiócesis y para toda España la bendición apostólica.

Y al volver de nuevo a postrarnos ante la roca de Masabielle, donde oramos fervientemente por vosotros, estos mismos sentimientos venían a fortalecernos, leyendo en la corona y en el pedestal de la imagen de la Virgen Blanca aquellas palabras, que brotaron de los labios de la Virgen hace ya setenta y tres años para infundir aliento a la descendencia de la mujer del protoevangelio perseguida por la serpiente: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Palabras que parece repetir a los cristianos de poca fe de nuestros tiempos, ¿a qué teméis?, ¿no veis a mis pies al dragón infernal, que promueve la persecución contra los seguidores de mi Hijo? Confiad. Yo soy la Inmaculada Concepción, de quien se escribió en la primera página de los libros santos la gran promesa “Ella quebrantará la cabeza de la serpiente, y la serpiente no podrá hacer más que poner asechanzas a su calcañal” (Gn 3,15).

Perseverad, venerables hermanos y muy amados hijos, en la oración, tanto más confiada cuanto mayores sean las necesidades que nos apremian, invocando por mediación de la Virgen Inmaculada la clemencia del Divino Corazón de Jesús, fuente inagotable de propiciación, en la seguridad de que siempre va unida a vuestras plegarias la de vuestro amantísimo Prelado que de todo corazón os bendice en el nombre del +Padre y + del Hijo y + del Espíritu Santo.
 
Lourdes, 23 de junio de 1931

+Pedro, Cardenal Segura y Sáenz, Arzobispo de Toledo