“Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.”  (Jn 13, 34-35)

Amar es una ley impresa, de un modo u otro, en el corazón de todo hombre. Incluso el más abyecto de los criminales ama o ha amado a alguien alguna vez. Ama a los suyos, a los de su sangre, a los miembros de su banda o de su grupo de colegas asesinos. Lo que Cristo hace no es, pues, invitarnos simplemente al amor, pues ahí no habría mucha novedad. Él no habla de amor, sino de “su amor”.

Este “amar a la manera de Cristo” sí es distintivo y típico del cristiano. Sólo él lo tiene, pues sólo él hace de Cristo su punto de referencia, su modelo a imitar. Pero amar como Cristo amó lleva consigo cumplir una serie de requisitos, los mismos que llevó a cabo el Señor. Por ejemplo, es imprescindible perdonar a los enemigos y eso, lo sabemos bien, es muy difícil. También es obligatorio estar dispuesto a llegar hasta el límite de dar la vida por el ser amado, tal y como Cristo hizo por nosotros, y eso también es muy difícil. Otra característica del amor cristiano es que debe abarcar a todos y no sólo a los que sean de la familia, del grupo o merecedores de nuestra simpatía. Amar como Cristo amó nos debe llevar a “amar el primero”, sin esperar a que sea el otro el que tome la iniciativa. Del mismo modo, nos invita a procurar un amor que sea recíproco, para que el prójimo no se canse de tener que estar siempre dándonos sin recibir nada a cambio.

Todo esto es bien difícil y, en cierto modo, está muy por encima de la fuerza humana. Por eso, para amar como Cristo hay que estar unido a Cristo, pues sin Él no podemos hacer nada.