Soy cristiano. Un católico que reza de rodillas, o mientras juega con sus hijos, o devora los libros. Rezo con piedad el rosario de los días (estén o no estén nublados), y voy a misa. Sí señores, voy a misa -¡pásmense!- porque tengo esa necesidad física del amor de Dios. Bebo los vientos por Él. Sin Él la vida se me hace añicos en medio de la calle, y la poesía se desmadeja en un sinfín de naderías. Y cuando las cosas se tuercen o pierdo definitivamente el norte -¡cuántas veces Señor, cuántas veces!- vuelvo contrito al abrazo del Padre y me confieso. Con algunos de esos curas que tienen un extraño parecido a Cristo, si se da con la adecuada perspectiva. Y salgo como nuevo, tan resucitado que suelo celebrarlo releyendo a Rubén Darío o Eliot (cada uno tiene sus costumbres). La cosa es que disfruto hablando con Dios de literatura. Lo que sabe. Y no tiene mal gusto este galileo. Cada domingo suelo presentarle -al concluir la misa- el libro que más me ha gustado de los leídos durante esa semana. Le leo algunos pasajes. Hablamos de sus virtudes y quizá de sus vacíos. Pone siempre mucho énfasis en el autor de turno y me pide rece por él, o por ella. Y lo hago. Ya ven, busco a Cristo en lo mío, quiero decir, en mi familia y amigos, en mis papeles y libros, en mi trabajo. Es lo más sensato. Pero ocurre que de pronto se me viene encima toda la luz de la mañana -yo la llamo Ana-, o el alma se me llena de otoño, o… Y allí está Dios, cómplice de mi entusiasmo. Y yo me quedo contemplando la santidad que me rodea. Y le doy las gracias de inmediato. Sí, soy cristiano. Un católico que reza -“no uséis de muchas palabras”- hasta en sueños.