En los relatos de la resurrección de Cristo encontramos algunas aparentes contradicciones. Quizá la menos importantes sean las de a quién se apareció el Señor, si a la Magdalena sola (Jn 20, 11 – 18), a las mujeres que van con ella al sepulcro (Mt 28, 8 - 9), a los dos que van a Emaús (Lc 24, 13ss), o a Pedro (Lc 24, 34;1 Cor 15, 5); también la tradición atribuye una aparición a la Virgen María, que no aparece en la Sagrada Escritura. Marcos, en su apéndice, recoge un poco a su manera todas estas apariciones (Mc 16, 9 – 19). Estos datos son fácilmente conciliables. En tiempos de Jesús, el testimonio de las mujeres estaba infravalorado en el mundo judío. Esto explicaría por qué Lucas o San Pablo mencionarían sólo las apariciones a los hombres. Sin embargo, podría haber sucedido que el Señor se apareciese tanto a la Magdalena, que se queda en el sepulcro, como después a las mujeres que volvían sorprendidas del sepulcro. El dato es que la tumba estaba abierta y vacía, y que los discípulos tienen experiencia del resucitado. Esto les hace proclamar con fuerza, hasta dar la vida, que Cristo ha resucitado.

 

Pero la contradicción más difícil de afrontar hace referencia a qué pasa con Jesús después de resucitar. El evangelio según San Mateo, no dice nada de la ascensión; simplemente Jesús asegura a sus discípulos que se queda con ellos hasta el fin de los tiempos (Mt 28, 20). San Lucas en su Evangelio nos narra la Ascensión de Jesús sin referencias temporales (Lc 24, 50 – 53), mientras que en el libro de los Hechos nos cuenta que estuvo cuarenta días con ellos antes de ascender al cielo (Hch 1, 1 – 2. 9 – 11). San Marcos, en el apéndice canónico que se suele considerar un añadido posterior, nos dice sencillamente que Jesús subió al cielo, pero no nos dice cómo ni cuándo ni dónde (Mc 16, 19). Mientras que San Juan no nos narra la ascensión de Jesús; sin embargo, en la aparición a la Magdalena, le dice: “no sigas tocándome, que todavía no he subido al Padre”, y le pide que diga de su parte a los apóstoles: “subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro” (Jn 20, 17). San Juan parece que dice que la ascensión sucede el mismo día de la resurrección, sin que nadie la vea, como si no añadiese nada importante a su resurrección.

 

Entonces, ¿qué pasó? ¿Ascendió a los cielos o no? Si es que no, ¿por qué se nos narra? Si es que sí, ¿cuándo fue? Y, ¿por qué tenía que irse Jesús? Este galimatías ha hecho a los teólogos afirmar muchas cosas diferentes entre sí. Unos profesores nos decían que la ascensión coincide con la resurrección y que Lucas se equivoca; otros nos decían que Jesús se “despide” de sus discípulos y hace como que sube a los cielos para que ellos comprendan que ya no se va a aparecer más; otros nos decían que el Señor sí que estuvo cuarenta días con los discípulos y que la ascensión añade algo a la resurrección que esta de por sí no le concede a Jesús.

 

Los primeros se basaban en San Juan que aparentemente no diferencia entre resurrección y ascensión, como hemos visto. Pero, ¿es esto así? Preguntémosle a Juan. “Ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: “¿Adónde vas?”. Sino que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo, os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 5 – 7). En primer lugar: San Juan coloca estas palabras de Jesús antes de la Cruz, no antes de la resurrección; y sin embargo Jesús dice que “ahora me voy al que me envió”, en una clara alusión a la Ascensión. Esto nos permite comprender que San Juan sobre todo destaca la unidad del acontecimiento Pascual de Cristo: Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión y envío del Espíritu Santo. Ése es el ahora de San Juan, cuando ha llegado la Hora que Jesús anuncia de su glorificación. San Juan conoce los otros tres evangelios, pero no los desmiente; sólo añade cosas que no están en los demás, desde una perspectiva más teológica y tras una profunda reflexión sobre lo acontecido. En cualquier caso, este texto nos hace comprender por qué Jesús tiene que “irse”: para poder enviarnos el Espíritu Santo. De hecho, San Juan sitúa la efusión del Espíritu en la tarde de la resurrección: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 19 – 23). ¿Pero no fue en Pentecostés, cincuenta días después? Recordemos: a san Juan no le interesa tanto aquí el tema de las fechas (que ya han mostrado los otros), sino mostrar la unidad de todo el misterio Pascual; por eso, cuando Jesús muere, san Juan dice que “entregó el Espíritu” (Jn 19, 30). Porque si hacemos una lectura literal de este texto, pensaremos que santo Tomás no recibió el Espíritu Santo, porque no estaba presente cuando Jesús lo envió y además no creyó que había resucitado (Jn 20, 24 – 29).

 

En el tema del envío del Espíritu Santo, san Juan coincide con san Lucas, con quien parece estar en aparente contradicción. Jesús asciende al Padre para enviar el Espíritu de la Promesa, que les daría fuerza a los discípulos para ser testigos de Jesús hasta el confín de la tierra. (Lc 24, 49; Hch 1, 3 – 8). Por eso se va Jesús: para enviar el Espíritu Santo. Él asciende a la derecha del Padre para ejercer un ministerio de intercesión por nosotros ante el Padre, como explica la carta a los Hebreos: “Cristo entró no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces como el sumo sacerdote, (…) Él se ha manifestado una sola vez, al final de los tiempos, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo” (Heb 9, 24 – 26). Cristo entra en el Santuario del Cielo, para interceder por nosotros ante el Padre, alcanzándonos así el perdón de los pecados, que se obtiene precisamente mediante la efusión del Espíritu Santo; por eso san Juan pone en relación el envío del Espíritu Santo con el perdón de los pecados: “Dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20, 18 – 19).

 

Así pues, Cristo asciende a la derecha del Padre para interceder por nosotros y así asegurar la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Así lo expresa el prefacio del día de la ascensión cuando dice que Jesús ascendió al cielo “como Mediador que asegura la perenne efusión del Espíritu”. Como decía san Juan, era necesario que el Señor se fuera para poder enviarnos el don del Espíritu. Sólo el Espíritu podía hacer que la presencia de Cristo fuera universal a través de la Iglesia. Sólo en ella el Señor está con nosotros hasta el fin de los tiempos, de un modo especial en el Sacramento de la Eucaristía, que sucede precisamente en virtud del Espíritu Santo, como decimos en la plegaria eucarística II: “por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo”. La Iglesia ha asumido, por Tradición, que Jesús estuvo Cuarenta días conviviendo con sus discípulos después de su resurrección, como celebramos en el ciclo del año litúrgico. Y sin embargo, esto no entra en contradicción con san Juan, que sólo narra algunas cosas, y omite otras muchas que no considera importantes, o considera ya dichas, como dice el mismo evangelio: “Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 30 – 31). “Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que habría que escribir” (Jn 21, 25).

 

No nos interesa, por tanto, el tratar de concordar datos aparentemente contradictorios, sino abrazar lo que la Tradición, en comunión con la Sagrada Escritura, nos entrega: que Cristo ha resucitado de entre los muertos y se ha aparecido a sus discípulos en varias ocasiones; que ascendió al cielo y envió el Espíritu Santo para que la Iglesia se extendiera a toda la humanidad anunciando el Evangelio; y que un día volverá con gloria para llevar la historia a su plenitud.