-Deme algo.

-No llevo dinero, pero si quiere un pitillo…

-Gracias, caballero. ¿Me da fuego?

-Claro.

-Gracias, Dios se lo pague.

Y el pobre, barbudo, ojeroso, escuálido, desaparece a la vuelta de la esquina y deja en el aire de la noche un olor acre, como de orines y miseria antigua.

Entro en el pub oscuro y veo que hay humo de tabaco flotando en el aire denso de los vapores del alcohol y de las conversaciones: incienso y oración, pienso. El garito también huele a humanidad y a perfumes baratos.

-¿Una pinta? –me dice el irlandés desde el otro lado de la barra.

-¿Tienes vino? Ponme un tinto, anda. Bueno, deja la botella. Eso es, gracias, muchacho. Veo que se fuma aquí…

-Sí, ¿no le gusta?

-Me gusta, me gusta.

Y apuro la primera copa. Y me sirvo otra. Es un tinto peleón, pero sirve y no rasca. De modo que sujeto la copa con una mano y el pitillo con la otra y me doy la vuelta y observo a los parroquianos.

Y allí estaba él.

-No me diga nada –dice el irlandés-. Pero, ¿le sorprende realmente encontrar a un monje trapense en un pub irlandés? Somos católicos, caballero.

-Lo sé. Yo también. ¿Un monje?

-Un monje. Está con dos tipos que le hacen señas. ¿Los ve?

Eran ellos otra vez. El calvo con perilla y el James Stewart. Y el monje.

-No puede ser.

-Compruébelo usted mismo. Y lléveles tres coñacs más, si me hace el favor.

Me acerco a la mesa de los tres personajes y sirvo las copas.

-Gracias, joven. Siéntese aquí –dice el James Stewart-. Tenemos que hablar. Usted anda siempre cometiendo errores. Todos cometemos errores pero usted tiene la suerte de que alguien se lo puede decir. Nosotros. Y él –señala al monje-. Usted comete errores porque tiende a confundir la virtud con el heroísmo y la lucha con la guerra. Ya aprenderá.

-Siéntese, haga el favor. No se quede ahí de pie, como petrificado –dice el calvo-. Le presento al monje Altisent.

-¿Altisent? –exclamo con una mezcla de terror y admiración.

El monje sonríe benévolo.

-Pero, pe-pero ¿usted…? –tartamudeo.

-Yo estoy en ambos lados del espejo. Usted ya me entiende –dice el monje-. Usted es de los que saben que solo los niños, los borrachos y algunos poetas ven lo que hay detrás de los espejos. Bien, es así. No pierda la inocencia de la mirada. La inocencia se recupera con golpes y humillaciones y caídas. Y solo se pierde por la corrupción. No es distinta la corrupción del alma que la corrupción de un cadáver. Y ya sabe también que solo Él resucita a los muertos. El pecado puede llevar a la inocencia, pero la corrupción del alma solo lleva a la muerte. Distinga entre pecar y corromperse. Y no intente huir del pecado porque está dentro de usted. Huya de la corrupción. Si intenta huir del pecado, acabará perdiendo la libertad por el miedo. No tema vivir.

-Y no tema escribir –añade el viejo James Stewart.

-Lo que usted tiene que decir solo puede decirlo, mal o bien, usted mismo. Y le digo una cosa: no queremos buscar a otro para contarle lo que está detrás del espejo. No nos entendería. Se necesita una dosis equilibrada de sufrimiento, amigo mío. La que uno puede soportar es personal e intransferible. Es lo que Él y algunos de sus amigos han llamado “la cruz hecha a medida”.

-Me temo, hijo, que estaba usted huyendo de la suya –tercia el calvo-. Dio con la clave en su anterior escrito, pero no se apercibió. Confunde la lucha con la guerra, ya se lo hemos dicho. Y si deserta de la lucha, acabará huyendo de la guerra.

-No es, como usted dice, “todo o nada”. Es “todo y nada”. “Et, et” y no “aut, aut” es lo católico. La templanza y la moderación son virtudes porque se viven en el filo de la libertad más absoluta: a un lado y al otro está el abismo. Un abismo de miedo y un abismo de depravación. En cualquier caso, no huya de ninguno de ellos. Hágales frente. Sí, tómese otra copa –el monje apura la suya despacio-. No se mortifique ni se culpe, Él vio los dos abismos en Getsemaní. No solo no huyó, sino que se sumergió en ellos a conciencia, inerme, fiado solo en la palabra del Otro, Su Padre. A usted, ahora, no se le pide tanto. Y cuando se le pida más, Él estará a su lado, inerme y silencioso, mirándole como a Pedro.

-Usted ha podido darle un cigarrillo al pobre porque no ha dejado de fumar (otra de sus tentaciones absurdas y egoístas). Usted pudo consolar al viejo amigo porque se emborracharon juntos, ¿recuerda? Es más cómodo quedarse en casa. Y también es menos caritativo. Es más cómodo quedarse, como quería Pedro, en el Tabor, pero hay que bajar al mundo y subir al Gólgota. No tema mancharse, porque si no se mancha, Él no podrá limpiarle y habrá hecho usted estéril e inútil Su sacrificio –El viejo me mira a los ojos y descubro una profundidad transparente y azul de infinita ternura.

-Yo… Creo que les entiendo –Y las palabras me vienen temblando a los labios-. Pero ¿usted es el monje Altisent?

-¿Y quién si no?

Las brumas del local, los vapores del alcohol y del tabaco, la noche y el irlandés.

-Hay monjes en los bares irlandeses, caballero. Somos hijos de San Patricio –dice el camarero-. Y sus amigos ya no están. ¿Otra copa?