Génesis 15, 5-12. 17-18; Filipenses 3, 17. 4,1; Lucas 9, 28b-36

«Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar»

«Cuando miramos los límites del camino con misericordia, todo cambia. Nos aceptamos en nuestra pobreza y eso nos capacita para aceptar a los demás en sus límites. De nuestro sí depende todo»

Cuando escucho en mi corazón que soy amado, comienzo a amar. Yo soy también ese hijo amado de Dios, su predilecto. No quiero olvidarlo. En el camino quiero notar el abrazo de Jesús. Su amor me salva. Me enseña a mirar de otra manera. Y sé que mi forma de mirar la vida cambia mi forma de vivir. La mirada puede estar llena de luz o llena de amargura. De aceptación o rechazo. Mi capacidad para ver en lo que me sucede una oportunidad para ser santo es algo que le pido a Dios. La capacidad de obedecer con docilidad a Dios en sus planes. Creo que en la vida la mayoría de las cruces y renuncias que sufro no las he elegido antes. La enfermedad, el fracaso, el abandono, la ofensa, suceden sin que yo decida antes que ocurran. No tienen que ver con decisiones previas. No son debidas a errores o caídas. Simplemente suceden. Y en esos momentos, con dolor, toco mi fragilidad. Experimento la cruz. Cargo con ella. Camino herido. No lo elijo yo, no lo decido. Pero sí que tengo la oportunidad de vivir la vida que me toca eligiéndola en un acto de libertad. En ese momento de cruz puedo decirle que sí a lo que me ocurre. Tal vez necesito la luz de Dios para poder hacerlo. Su amor inmenso. Cuando lo logro, cuando las elijo, las cosas que me suceden me hacen crecer. Entonces no me lleno de amargura. Puedo elegir una enfermedad que padezco y decidir cómo quiero vivirla. Le digo sí a lo que vivo con un corazón grande. Cuando no lo hago, cuando no elijo, simplemente sufro sin esperanza la cruz del camino. La enfermedad, las pérdidas, las dificultades, son oportunidades que Dios permite y en ellas me da la oportunidad de crecer. Es una escuela en la misericordia. Aprendo a tocar la misericordia de Dios. Aprendo a ser misericordioso. Como leía el otro día: «Algunos ven una oportunidad en las desgracias que les suceden. Otros ven una calamidad en la oportunidad que se les presenta». Es un cambio en la mirada ante la vida. Cuando miro los límites del camino con misericordia, todo cambia. Me acepto en mi pobreza y eso me capacita para aceptar a los demás en sus límites. De mi sí depende todo. De mi alegría para enfrentar la vida tal como viene y elegirla tal como es. Todo se juega en mi elección. Resulta curioso elegir algo que de mí no depende. Parece absurdo, pero no lo es. En el camino no sólo me encuentro con encrucijadas en las que decido seguir un camino u otro. Ahí sí que mi elección marca un rumbo determinado. En el caso de lo que ocurre sin nuestra decisión previa, sólo me queda una elección, pero es muy importante hacerla. Elijo lo que ya me está sucediendo. No puedo hacer nada por evitarlo. Sufro, pero lo elijo. Le doy un sí confiado. Sé que Dios nunca quiere mi mal. Sé que Dios no pretende educarme con esa cruz. Sé que Dios me quiere con locura, me ama hasta lo más profundo de mi corazón, soy su hijo predilecto y no quiere mi dolor. Desea que sea feliz, que mi vida sea plena. En el libro «Bajo la misma estrella» dice el protagonista: «No puedes elegir si van a hacerte daño en este mundo, pero sí eliges quién te lo hace. Me gustan mis elecciones». Elige enamorarse de una persona y cuidar la relación sabiendo que los dos están enfermos de cáncer. Saben que van a sufrir por amarse, por la pérdida que vendrá. Pero eligen amarse. Me gusta pensar que soy dueño siempre de mis elecciones. La vida no me impone las cruces. Simplemente suceden y yo las elijo. Dios me conduce y yo confío. En esa confianza puedo elegir mi cruz o bien no hacerlo y vivir amargado el resto de mis días. Mi vida está en sus manos. Él lleva el timón. Decía el P. Kentenich: «Dejar que Dios elija por nosotros nos infunde una actitud de despreocupación. Esa despreocupación debería reflejarse en nuestro cuerpo y alma. Por lo común estamos intranquilos y ansiosos a causa de las interferencias que hay en nuestro espíritu». Puedo vivir bien la enfermedad, la puedo vivir con paz, o puedo vivirla intranquilo y angustiado. Puedo vivir centrado en mí mismo, en el dolor, en la preocupación por el futuro o vivir centrado en los demás y en sus cruces. Cuando vivo centrado en mí, en lo que a mí me preocupa, creo que el mundo debería girar en torno a mí porque estoy enfermo. Me agobia que los demás no me pongan en el centro, no piensen en mí. Vivo esperando que me cuiden, me valoren, me tomen en cuenta, me escuchen. Vivo centrado en la enfermedad y me empobrezco, me limito, permanezco inmaduro. Me ofuscan mis sentimientos de dolor y de angustia. Cuando me descentro desde mi enfermedad y me vuelco en el dolor de los otros, crezco como persona. Cuando elijo la enfermedad o mi herida como camino de salvación para mi vida, todo cambia. Esa cruz que vivo es mi camino de santidad. Es la senda que elijo para asemejarme más a Jesús en la vida. Entonces dejo de mirarme tanto a mí mismo y comienzo a mirar más a los demás. La enfermedad del alma o del cuerpo bien vivida me hace más capaz de misericordia. Cuando sufro el dolor sé lo que significa. Cuando he pasado por el dolor de la enfermedad, por la angustia, por la espera, por la impotencia, comprendo mejor al que sufre lo mismo. Es más fácil consolar a otros cuando también yo he sufrido. Pero para ello tengo que descentrarme. No vivir pensando en lo que necesito.

El otro día vi cómo sacaban un árbol que había estado durante muchos años en un jardín. Creció y se hizo fuerte. Raíces hondas. Pero con el tiempo el árbol había enfermado y estaba muerto. Se mantenía erguido, desnudo de hojas, seco, orgulloso, desafiando el tiempo. Un árbol muerto guarda seguro en su tronco muchos recuerdos, muchas palabras, muchos silencios. Tantos años creciendo lentamente. Me gusta esa forma de crecer de los árboles sin hacer ruido. Dicen que hace más ruido el árbol que cae que cientos de árboles creciendo en silencio. Es cierto. Cuando cortaron este árbol muchos se dieron cuenta de su existencia, lo vieron y recordaron su sombra ausente. El ruido de sus ramas al caer hizo levantar la mirada. Lo vieron caído, muerto. Comentaron el dolor de su ausencia. Opinaron sobre si debía o no haber sido cortado. A veces pasamos cientos de veces por delante de un mismo árbol y no lo vemos. Forma parte de nuestra rutina, pero no existe. Y de repente, basta con verlo caído un día para sorprendernos. Un árbol caído deja un hueco que no se puede rellenar tan fácilmente. Años creciendo, haciéndose fuerte por dentro, adentrándose audaz en la tierra hacia lo más hondo, irguiéndose altivo hacia lo alto del cielo. Y al final, pasados los años, sólo queda un hoyo guardando su ausencia. Dicen que un árbol tiene la misma madera en la superficie que bajo la tierra. Eso me impresiona siempre. Tantas raíces como ramas. Tanta madera en el tronco y bajo tierra. Así debería ser en mi vida. Lo mismo en mi apariencia que en mi hondura. Lo mismo mi vida interior que mi vida hacia fuera. Yo diría que más en mi profundidad que en la superficie para tener equilibrio, para no dejarme llevar por los vientos y las tormentas. Cuando cortaron el tronco quedaba lo más difícil, sacar el tocón de la tierra. Cavar hondo, cortar raíces, con la sierra, con el hacha. Con esfuerzo. Un hoyo inmenso para sacar sus raíces. Horas y horas para acabar con esa raíz honda que había crecido tan lentamente. Dos hombres intentaban cortarlo y se esforzaban con mucho afán. Una persona vio la escena y me dijo: «Increíble, ¡Qué profundas y fuertes son las raíces de este árbol caído! Me gustaría que mis raíces estuvieran igual de arraigadas en el Santuario». Tenía razón. Me gustó la imagen. Ojalá lograra yo tener unas raíces tan hondas y fuertes que se hundieran en lo profundo de la tierra. Y que cuando muriera quedara un hoyo y muchas raíces bajo tierra perdidas en el silencio. Ojalá estuviera tan arraigado en el corazón de Jesús y mis labios recitaran siempre lo que el corazón vive. Que no hablara de cosas que mi corazón no encarna. Para ello tengo que crecer lentamente, con paciencia, sin prisas, por dentro, muy hondo. Como ese árbol centenario que logró ahondar sus raíces hasta que la enfermedad truncó su vida. Fue paciente en ese crecimiento. No tuvo prisa. Nosotros queremos crecer muy rápido. Alguien miraba el árbol que vendría en su lugar y pensaba: «¿Cuándo será tan grande como el que había aquí antes? ¿Cuándo dará sombra?». No sé cuándo lo veremos. Hay que tener paciencia. Lo mismo con la vida, con mi vida. Paciente para ver un día lo que Dios hace en mi alma. Paciente cavando hondo, muy hondo. Este tiempo de cuaresma es un tiempo de hondura. De cavar en silencio, sin hacer ruido. De crecer en sabiduría. No creo en esos cambios repentinos que no son profundos. No creo en los cambios aparentes que no fructifican. Necesito cavar más hondo. Hundir la pala en la tierra. Y luego esperar a que las nuevas raíces se abran camino bajo la tierra. Busquen agua. Den alimento al tronco endeble. Así es mi vida. Me gustaría tener raíces hondas que no cedieran con el viento, con el agua, con la tormenta. Quiero detenerme sobre mi vida y ver mis propias raíces. ¿Son hondas? ¿Llegan a lo más profundo de mi subconsciente? ¿Estoy realmente anclado en el suelo del santuario? ¿Tengo allí mi morada verdadera, en el corazón de María? Me da miedo ser superficial en mis raíces. Cuando las raíces buscan el agua fácil y no penetran con lentitud en la tierra. Esa agua fácil que no ayuda a crecer. No quiero tener una vida interior poco profunda. Corro el riesgo. Me da miedo.

Más tarde otra persona, viendo la misma escena del árbol caído, del esfuerzo de los hombres luchando con el tocón y cavando un hoyo inmenso, me dijo: «Así de duro es mi corazón. Me imagino un ángel del Señor con un hacha tratando de desprenderme de todo lo que me hace mal». Es también verdad. A veces me apego con fuerza a dependencias que me hacen esclavo. Cavo hondo en la dirección equivocada. Echo raíces donde no toca. Me tuerzo por las piedras. Me duermo en la tierra blanda. Me conformo con una vida mediocre, suave. Hay raíces que es necesario cortar para que crezca bien el árbol. Dios necesita un hacha para cortarlas. Tengo ramas que me dispersan de lo importante. Hay que podar para que no ceda el tronco, para que no se desvíe y pierda el rumbo, para no caer llevado por el viento. Hay que regar para que mis raíces crezcan en la tierra, con esfuerzo, más hondo. Desmalezar de malas hierbas para que crezca sana la vida. Me gusta la imagen de un gran hoyo en medio de un jardín, en medio de mi alma. Me da esperanza. Allí hubo antes un árbol y muchas raíces. Ahora hay un hoyo y mucha nostalgia. Mucho futuro, mucho anhelo. En ese espacio vacío ha sido plantado otro árbol pequeño. Lo suficientemente pequeño para no morir al ser trasplantado. Las cosas hay que hacerlas bien, darle tiempo a la vida. Ha habido que cavar hondo para poderlo plantar. Cavar, ahondar, profundizar. Así es la vida, así es este tiempo de cuaresma. A partir de ahora puede volver a empezar desde el hoyo una vida nueva. Y yo en mi alma, cuando ahondo, dejo que surja una vida nueva. En el hoyo vacío puedo echar tierra buena y dejar que el nuevo árbol crezca lentamente en mi interior. Así es mi vida. Así es cuando me dejo trabajar por Dios como jardinero y veo cómo saca las raíces enfermas y planta las nuevas. Corta lo que hay que cortar, protege lo que hay que proteger, y riega. Es lo mismo que hago yo en otras vidas. Planto y riego, corto y cavo. Y la vida es de Dios. Más abundante que el tronco del nuevo árbol. Porque Dios siempre supera lo que yo hago. Decía el Cardenal John Dearden: «Esto es lo que intentamos hacer: plantamos semillas que un día crecerán; regamos semillas ya plantadas, sabiendo que son promesa de futuro. Sentamos bases que necesitarán un mayor desarrollo. Los efectos de la levadura que proporcionamos van más allá de nuestras posibilidades. No podemos hacerlo todo y, al darnos cuenta de ello, sentimos una cierta liberación. Ella nos capacita a hacer algo, y a hacerlo muy bien». Nosotros hacemos el hoyo, cavamos, plantamos y regamos. Pero el crecimiento lo pone Dios. Él hace posible lo que humanamente me desborda. Me da paz. Mi vida en sus manos. Como un árbol frágil que quiere ser fuerte. Teme, se levanta, permanece erguido. Quiero que Él sea mi guía. Quiero que me sostenga cuando no pueda caminar yo solo. Quiero oír siempre su voz sosteniendo mis pasos. Quiero que sea Él la tierra en la que echar raíces. Necesito rezar, descansar en Él. Volver a la luz donde Dios me muestra quién soy y hacia dónde me lleva de su mano.

Hoy Jesús ora en el monte Tabor, se transforma y se llena de luz: «Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos». La luz de la resurrección se deja entrever a través de su cuerpo. Se hace transparente y deja sacar fuera el misterio más hondo de su vida: Dios pisa la tierra. Pisa la tierra y la hace honda. Cava, echa raíces en el hombre. Pienso en ese hoyo en mi alma y la hondura que anhelo. Pienso que en la oración me hago más quien soy de verdad. Escucho ese nombre que desde siempre Dios pronunció al crearme. Saco del alma mi misterio, a veces tan guardado. Me hago más niño, más puro. Otros pueden verlo, como otros veían a Jesús ese día en el monte. Y tocar a Dios en mí, en mi hondura. No rezo para estar bien. Rezo para tocar el amor de Dios y poder así amar mejor. Para bajar del monte y caminar con más profundidad, regalando esa luz y esa voz de Dios sin la que me siento perdido. Mientras Jesús oraba sucede todo en el monte. Y sin Jesús, sin su oración, no hubiera pasado nada. ¿No ocurre igual en mi vida? La oración de Jesús fue su roca, y también la de los suyos. Cuando yo rezo, me hundo en la tierra. Quiero rezar con más hondura. Cavar más hondo. Pienso que el Tabor me ayuda en la vida a tener momentos de profundidad. Momentos en los que subo con Jesús para mirar con algo de distancia mi camino. Vuelvo a elegir, vuelvo a recibir el abrazo de Dios. Elijo mi vida y mi cruz desde el monte. Elijo lo que me sucede. Y vuelvo a estar con Jesús sin hacer nada. A veces sueño con ese descanso en medio de mi vida. Los momentos de Tabor en los que he tocado un poco el amor hondo de Dios, me sostienen en medio de otros momentos más duros. Mi vida es un camino que está grabado en la palma de la mano de Dios. Momentos de luz que vivo en el Tabor me sostienen, incluso sin darme cuenta, en los momentos de Getsemaní. ¿Qué sucede mientras oro? ¿Cuál es mi Tabor en la vida? ¿Qué momentos he tenido que deseé que fuesen eternos? No han pasado, están dentro de mí. ¿Qué personas son Tabor para mí, personas en las que descanso y toco a Dios? No me quedo en el Tabor. Bajo con su luz hasta los hombres, bajo con Jesús. Jesús baja con los discípulos del Tabor. No bajan solos. Nunca los deja. Me da paz este momento. A veces parece que en los momentos de Dios en que me he sentido pleno, cuando pasan, me quedo solo, sin Él. Pero no es así. Él va conmigo. Junto a mí. Y cualquier momento de mi vida puede convertirse en Tabor porque Él va conmigo. Quiero grabarme esto a fuego para no llenarme de nostalgias. Jesús va conmigo. Mientras oro se abre su corazón para mí. Mientras oro se abre el mío, y yo puedo llenarme de luz para que otros puedan reposar en mí. Le pido a Jesús en esta cuaresma que ore junto a mí, que cave hondo, que me tome de la mano para subir al monte con Él. Cuando me pierda y camine sin rumbo, cuando me olvide de esa voz de amor. Desde el monte se ve todo con más paz. Todo se hace más pequeño. En la profundidad de mi oración Dios me muestra quién soy.

Todo sucede mientras Jesús ora. Tocan a Dios en Él, tocan su gloria y su pureza. Tocan su hondura. Jesús se hace transparente delante de ellos y pueden ver su alma de Hijo de Dios, su identidad más verdadera. Mientras Jesús ora, sus amigos, los tres más cercanos, sienten paz en el alma, una paz de cielo. Esa paz que sentimos a veces y entonces queremos que lo que estamos viviendo sea eterno y no acabe nunca. Mientras Jesús oraba cambian sus vidas, se llenan de luz. Me impresiona mucho esta expresión que a veces al leer este pasaje me ha pasado desapercibida: mientras Jesús oraba. Subió a orar a ese monte, se retiró para orar. Se llevó a sus amigos para orar. No se quiso separar de ellos para estar con su Padre. Quería compartir con ellos ese momento de intimidad. Hace poco hemos oído que mientras Jesús oraba en el Jordán se abrió el cielo y se oyó la voz del Padre diciendo que era su amado. Y mientras oraba en Getsemaní, ya al final de su vida en la tierra, también con los suyos más queridos, un ángel lo confortaba en su agonía. El Jordán, al inicio del camino, junto al desierto. El monte Tabor, en medio de su camino a Jerusalén, cuando en su corazón ya empezaba a comprender que iba a sufrir y recibir rechazo. Y al final del camino, en el huerto de los olivos al que iba cada noche, para implorar fuerzas del cielo. Jesús oraba mucho, oraba siempre en medio de su vida cotidiana. En medio de los suyos. Se retiraba y volvía a su día a día. A su entrega de amor. Pero hay momentos más marcados en los que los evangelistas nos dejan asomarnos tímidamente a su oración. Era su roca. Después de orar Jesús en el Jordán, recibió la voz del Padre y esa voz le dio fuerzas para empezar su misión. Después de orar en el Tabor, cuando acaba de contarles a sus amigos que iba a padecer mucho, les hace ver a Dios. Y después de la oración de Getsemaní, Jesús recibió paz en el alma para vivir la pasión. Mientras Jesús ora, se abre el cielo en el Jordán y en el Tabor, para recibir la voz de amor, la luz, la fuerza para comenzar un camino, o para continuarlo. A veces en medio del camino necesitamos un momento así para recordar y enamorarnos de nuevo. Para volver con pasión a lo que hacemos. Para volver a entregar la vida y repetir el sí primero. Para estar con Dios y con los que amamos. Y tocar el cielo en la tierra. En Getsemaní, mientras Jesús oraba, también se abrió el cielo conmovido ante tanto dolor y tanto amor, y un ángel lo consoló mientras los apóstoles, igual que en el Tabor, dormían. Mientras Jesús ora, el resto oye y ve la luz de Dios. Mientras Jesús ora, el cielo se abre. Mientras Jesús ora, recibe el consuelo, y el amor tierno y de predilección de su Padre. Mientras yo oro, también ahora en mi vida se abre el cielo y recibo al inicio de cada camino que tomo, la voz de Dios que me dice cuánto me ama, tanto, que no se puede medir, ni contar. Y en medio de cada camino, en mi vida más rutinaria, cuando estoy cansado y me olvido de para qué comencé algo, viene la paz del Tabor. Esos días en los que las dificultades me pesan y tengo miedo. Cuando no siento ese fuego del principio y tengo incertidumbre. Entonces subo al Tabor. Necesito subir a orar al monte, con Jesús, de su mano, y pedirle que me muestre de nuevo la luz por la que camino, la razón por la que lucho, el sentido de mi vida. Quiero que me abra el cielo para oír su voz, eligiéndome. Y recordar así quién soy yo. Soy hijo, soy amado. Recordar que no voy solo por el camino. Mientras oro, también se abre el corazón de Dios, no sólo para mí, sino para los más cercanos. Y me hago más hondo, me transforma su amor, me hace de nuevo.

Me gusta soñar en cuaresma con cielos llenos de estrellas: «En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrahán y le dijo: - Mira al cielo; cuenta las estrellas, si puedes». Dios me saca de mí mismo, de mi comodidad, de mi aburguesamiento y me lleva al exterior y me pide que cuente las estrellas. Hay demasiadas estrellas en el cielo abierto. No sé si puedo contarlas todas. No importa. Son muchas. Me alegran las estrellas porque son ventanas abiertas en el corazón de Dios. Heridas por las que brota la vida. Me gusta soñar con metas altas, con cumbres elevadas, con estrellas que iluminan caminos. Con árboles que alzan sus ramas al cielo. Dios me hace una promesa como a Abrahán: «Así será tu descendencia». Cuento las estrellas del cielo. Lo intento. Así será mi descendencia. Así será el fruto de mi vida. Mi tierra prometida. Una persona rezaba: «Sabes que te sueño siempre. Y no logró avanzar. Sabes de tantas promesas de mi amor incondicional. Sabes que te quiero mucho porque un día te abracé. Sabes de mis cartas mudas que apenas puedo leer. Sabes que con tu mirada has sanado mi ansiedad. Sabes que cuento los días para amar la eternidad. Quiero lograr lo que sueño. Quiero volar junto a ti. No temo los infortunios. No quiero huir de ti. Espero anhelo y tiemblo. Sueño con la soledad. A tu lado cada día. Déjame amarte más». Me gustaría mirar así a Jesús desde mi pobreza, desde mi pequeñez. Siento la desproporción del hoyo vacío y el árbol milenario caído. De mi vida pobre y el cielo lleno de estrellas. La descendencia infinita como promesa y mi vida acomodada. Anhelo seguir viviendo para siempre. El sueño del corazón que nunca quiere la muerte. Creo, sueño, cuento estrellas en el cielo estrellado. En la canción «Color esperanza» de Diego Torres dice el autor: «Sé que lo imposible se puede lograr. Que la tristeza algún día se irá. Sentirás que el alma vuela. Saber que se puede, querer que se pueda. Quitarse los miedos, sacarlos afuera. Pintarse la cara color esperanza. Entrar al futuro con el corazón. Vale más poder brillar, que sólo buscar ver el sol». Abrahán se encuentra sin esperanza, desconfía. Dios lo saca fuera de la tienda y le invita a soñar. Saca los miedos fuera y se los quita. Sale fuera para poder ver con más claridad la vida. A veces nos desanimamos y perdemos la mirada de Dios. Nos pide que salgamos fuera, que creamos que lo imposible se puede lograr. Y para eso tiene que tirar de nosotros y sacarnos fuera. Pienso en lo que Jesús hace con los discípulos. Los saca de sus preocupaciones, de sus miedos: «En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar». Jesús acaba de hablarles de un futuro inquietante y ellos temen. Como Abrahán antes de contar las estrellas. Suben a lo alto de un monte. Abrahán sale fuera de su tienda. Miran el cielo. Dejan de mirar la tierra con sus agobios. En la vida muchas veces es así. Cuando me quedo encerrado en las cuatro paredes de mis miedos pierdo el centro. Temo la cruz. Me agobio con la pérdida. Dejo de mirar la vida en su belleza. Ya no sueño. Creo en lo posible, no en lo imposible. ¿Se pueden contar las estrellas? ¿Tiene sentido contar las estrellas? Abrahán no tenía descendencia. Y Dios le prometía en la esterilidad de su mujer una descendencia casi infinita. Una canción dice: «¿Quieres saber cuánto te quiero? Cuenta las estrellas del cielo». Dios se lo dice a Abrahán. Jesús se lo dice a sus discípulos a los que tanto quería. Que cuenten las estrellas que no se pueden contar. Que miren el cielo desde lo alto de un monte. Que toquen esa luz que hace verlo todo de forma diferente. Necesitamos que alguien nos saque de nuestro lugar, de nuestra comodidad y nos invite a alzar la mirada. Necesitamos que alguien nos recuerde cuánto nos ama Dios. Una persona me decía que una frase le daba vida: «Me han dicho, Jesús, que me amas». Me gustó. Es cierto, a veces me cuesta salir y mirar el cielo. Me cuesta creer que Jesús me ama. Sigo enfrascado en mis preocupaciones del momento. Mi mundo pequeño es inmenso y agobiante. Mis problemas pequeños son gigantes. Pero si soy capaz de mirar alto todo cambia. Toco ese amor de Dios. Es verdad, me ama. Tomo altura sobre mí mismo. Soy capaz de vencer el miedo a dejar mi seguridad, mi comodidad, mi mediocridad. A vuelo de pájaro la vida tiene otro color, otras formas. Color esperanza. Quizás se cubre de una tonalidad infinita. Importan menos los problemas pequeños. Lo temporal influye de forma diferente. En términos eternos mi vida es demasiado pequeña. Lo que pienso. Lo que hago. Lo que sueño. Me gusta pensar que «somos ciudadanos del cielo». Me da paz mirar al cielo caminando en la tierra. Elevarme sobre mi camino para estar más cerca de Dios. ¿Qué me quita la paz, que nubla el horizonte de mi vida? Quiero salir fuera de mi tienda. Quiero subir al monte que se alza ante mis ojos. Quiero tener el valor de ponerme en camino fuera de mí. La cuaresma me invita al monte. Desde allí se ven mejor las estrellas. Me invita a salir de todo lo que me esclaviza y ocupa mi tiempo. No sueño. No anhelo. No espero. No creo en lo imposible. Abrahán sí creyó. Eso me impresiona. Los discípulos creyeron. Yo tantas veces no creo sino en aquello que toco y controlo. Lo que no se me escapa de las manos. Y Jesús me dice que si quiero saber cuánto me ama cuente las estrellas del cielo. Y yo lo hago. Para saber cuánto me ama. Porque dudo y tengo miedo. Porque desconfío.

Me gusta ese amor de Jesús de predilección. Elige a unos pocos. Elige a tres discípulos para ir con Él y poder ver lo que no podían ver desde el valle. Me elige a mí: «Dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, que, aparecieron con gloria. Pedro y sus compañeros se caían del sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él». Los discípulos vieron la gloria. Unas horas antes habían presentido el final. Jesús les había hablado de su muerte. Ellos se habían llenado de temor. Ahora veían la gloria, la luz, la belleza. Veían la eternidad a la que estaban llamados. Y entonces surge el deseo de hacer tres tiendas y quedarse en ese lugar para siempre: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Quieren que el presente sea eterno. Hay momentos de cielo en nuestra vida. Momentos en los que el amor que damos y el amor que recibimos nos hace pensar que la vida merece la pena. Me gusta esa mirada sobre la luz. Esa mirada de esperanza, de sueños. Me gusta esa confianza en Dios. Hagamos tres tiendas. Recuerdo momentos en mi camino en los que he pensado lo mismo. He querido que fuera eterno lo que duraba unos minutos. He tocado a Dios entre los hombres. También a veces experimento en el camino lo contrario. El dolor de la cruz, el infierno en la tierra. Es verdad. El corazón se siente apresado en momentos de infierno, en los que me siento solo, abandonado. En los que experimento el desamor, el rechazo, las heridas, el desprecio. Vivo en los extremos. Tengo un corazón que sueña lo eterno y se apega a lo caduco. Un corazón capaz de amar hasta el extremo y de despreciar con toda el alma. La contradicción forma parte del camino. Las luces y las sombras de mi vida. Los momentos de Tabor, de cielo y los momentos de oscuridad. El sol y la noche. La muerte y la vida. Esos extremos me acompañarán siempre. Y siempre tendré en el corazón el deseo de que lo bueno dure para siempre. Y lo malo se acabe lo antes posible. Me gustaría recordar con más frecuencia los momentos de luz en mi vida. ¿Cuándo subí al Tabor? ¿Cuándo deseé que lo que estaba viviendo fuera eterno? Es importante recordar esos momentos. Pasan, se acaban, pero su luz permanece iluminando el corazón en sus sombras. Si los olvido, la luz se pierde. Si los recuerdo, vuelven a darme luz. Tal vez prefiero olvidar los momentos de oscuridad, de noche. Esos momentos que me hablan de ausencia de amor y de soledad. Momentos que marcan negativamente mi historia. Los acepto, los asumo como parte de la cruz que me ha dejado herido. Son parte de mí, los elijo, aunque me duelan. Reprimirlos no es la solución. Aceptarlos es asumir que no todo es Tabor, que tengo que bajar de nuevo al valle, a la vida. Pero vivir momentos de Tabor y recordar esos momentos, es una bendición en mi vida. Cuando las sombras me pesan puedo pensar en la luz del cielo, en la alegría de un amor que dura para siempre. Decía el P. Kentenich: «Los pensamientos religiosos inflaman pronto en amor de Dios a la voluntad y al corazón. San Francisco de Asís pasaba noches enteras con la invocación: - ¡Mi Dios y mi todo! San Francisco Javier no se cansaba de repetir continuamente esta sola palabra: - ¡Oh Trinidad Santísima! El alma de san Ignacio de Loyola hacía pausa largo rato en este solo pensamiento: - ¡Sólo Dios en todas las cosas!»[1]. Me gusta esa mirada. Me gusta esa oración que llena el corazón de gozo y fuego con pensamientos sencillos. Pensamientos que llenan el pozo de mi vida. Allí donde he ido dejando mis experiencias de cielo. Allí bebo para tomar de nuevo conciencia de una verdad: Dios me ama hasta lo más profundo de mi ser. Dios no me dejará nunca solo. Hoy en el Tabor los discípulos escuchan: «Una voz desde la nube decía: - Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle». Esas palabras se grabaron en su corazón para siempre. Saben que Dios Padre ama a Jesús. Saben que Dios los ama a ellos en Jesús. Es la constatación que necesito cada día para poder llevar la oscuridad y la luz en el alma. Subo al Tabor, vuelvo a esa certeza. Dios me ama. Me ama con predilección. Me espera en el monte. Saber que Dios me ama como soy, en mi pobreza, en mi fragilidad, me salva. «Me han dicho, Jesús, que me amas». Ya lo sé. Me ama. Es la certeza de un amor inamovible, de un amor que no se muda, que no pasa. Ese amor de Dios es mi certeza.



[1] J. Kentenich, Hacia la cima