Distinguida señora:

Permítame que le haga notar que ha desaparecido una “hache” de su precioso nombre. No es necesario, querida amiga, que me recuerde que su nombre se escribe sin “hache”, como “amor”. Sin embargo, una misma letra puede conferir un significado muy distinto a muy distintas palabras. Yo llamaría al amor carnal “hamor” –ya sabe, soy inglés-. Y la llamaría a usted “hada”. Como es fácil observar, en un caso, el suyo, la “hache” eleva y poetiza; en el otro, reduce a la obviedad más prosaica aquello que, estaremos de acuerdo, mueve el mundo. Y la mueve a usted misma: amparar a los desahuciados no es precisamente una cuestión ajena al amor. Puestos a hacer poesía podría afirmarse sin asomo de duda que: “All Love needs is you”. Pero entraríamos en un terreno teológico que solo quiero rodear y observarlo desde una prudente distancia.

Permita, pues, que, con todo el amor y respeto de que soy capaz, la llame Hada. Y lo hago porque lo es, apreciada señora. Usted ha conseguido, al promover que se recitase un Padrenuestro a todas luces blasfemo, que se vuelva a hablar en público de la oración que el propio Jesucristo enseñó. Usted ha conseguido que muchos que la repetían mecánica y aburridamente vuelvan a profundizar en su alegre y misterioso sentido. Usted ha conseguido que una persona que cree que no cree como Pilar Rahola hable del consuelo de la oración. Usted ha conseguido desenmascarar la vergonzosa postura, el silencio cómplice, de muchos de nuestros obispos y sacerdotes. Y todo ello, señora, no tengo inconveniente en calificarlo de mágico. No llega a milagroso, pero se acerca.

Es demasiado evidente que ese Padrenuestro es blasfemo: es una blasfemia inocente por burda. Podríamos hablar de blasfemias peores, diabólicas, que ocurren en el interior sagrado de los templos, pero no lo haremos por respeto a los lectores. Podríamos hablar de otras profanaciones que suceden en otros templos oscuros, pero no lo haremos por prudencia, ¿no es cierto?

En cambio, sí que podemos hablar de todos aquellos que se han rasgado las vestiduras por la blasfemia de la poetisa Dolors Miquel con tanta celeridad como hipocresía. No sé si será menester que les recuerde que Dios pide a sus fieles que rasguen sus corazones, no sus vestiduras, y que practiquen la misericordia y la justicia. En cuanto a Jesucristo, no incluyó entre sus conocidas Bienaventuranzas a “los que tienen fe” o a los que “no blasfeman”, sino a los limpios de corazón, a los pobres, a los pacíficos, a los misericordiosos, a los perseguidos.

No es extraño: al fin y al cabo, Jesús fue condenado por blasfemar. Lo condenaron por blasfemo unos sacerdotes cobardes que no se habían atrevido a detenerlo en público, a pleno día; tuvieron que hacerlo con nocturnidad y alevosía. Tenían miedo, dice el Evangelio, y se escondieron detrás de la autoridad romana.

Usted no se ha escondido detrás de ninguna autoridad. Usted es la autoridad y ha asumido su responsabilidad. Tiene usted, en consecuencia, menos culpa –en el mismo sentido en que tenía menos culpa Pilatos que quienes le habían entregado a Cristo-. Que el poder civil se burle del poder religioso es, como sabe, una constante histórica. Que el poder religioso se haya hecho merecedor de la burla es justo desde el momento en que se convirtió en poder mundano. No sé qué parte de “Mi reino no es de este mundo” queda poco clara a los clérigos y teólogos muy modernos o muy tradicionales, por usar una equívoca terminología política.

Estará usted de acuerdo conmigo en que a los clérigos muy modernos les molesta el hecho de que Jesucristo no convocase una asamblea para elegir democráticamente a los apóstoles. Y a los clérigos muy tradicionales les molesta el hecho de que anduviese comiendo y bebiendo con maleantes, prostitutas, funcionarios corruptos y exaltados nacionalistas. Es lo que tiene ser el Dios de todos: a pesar de que hace llover sobre justos e injustos, nunca llueve a gusto de toda la clientela.

Me inclino a pensar, sin embargo, que Jesucristo fue condenado por blasfemo y por moderno. No es que instituyese un “Novus Ordo” en las celebraciones litúrgicas hebreas, es que las renovó absolutamente. No puede resultar extraño que un judío piadoso y sencillo se escandalizase. De hecho, no resultaba extraño para el propio Jesús que, con amorosa pedagogía, tuvo que recurrir a los milagros en muchísimos casos. Lo hizo en exceso para el gusto de los clérigos modernos. Y lo hizo muy poco según el parecer de los muy tradicionales, los cuales, me temo, hubiesen cambiado el burro de la entrada triunfal en Jerusalén por el caballo blanco de Santiago.

No quisiera alargar esta carta, distinguida señora. Está usted, aunque no lo sepa –como Pilar Rahola- más cerca que antes del buen señor Jesucristo, que sonríe compasivo cuando escucha como la llaman a usted blasfema. A usted y a la delicada poetisa. Lorca tiene un poema blasfemo que se llama “Crucifixión” y todos ustedes tienen en gran estima a Lorca, incluso los clérigos modernos.

Yo, como inglés, prefiero a Manuel Machado. Prefiero los puros a la pipa y el vino al agua mineral.

Y también prefiero las exageraciones y la poesía a la fría rigidez de los burócratas, modernos o tradicionales. San Francisco de Asís cantó al fuego que, instantes después, iba a quemarle las pupilas para “curar” su incipiente ceguera. Una exageración, sin duda. Y poesía verdadera: aquella que rima al final, serenamente, con la muerte.

Con mis mejores deseos,

Gilbert.