El ABC del 25 de mayo de 1945 nos trae la noticia de que “en la sala capitular, de la Catedral, ha sido colocado el retrato del cardenal Gomá. Al acto, presidido por el arzobispo primado, Dr. Plá y Deniel, asistieron el Cabildo, las autoridades locales el director general del ministerio de Asuntos Exteriores y el notable pintor, autor del cuadro, señor Madrazo, que fue muy felicitado”. La fotografía de los famosos hermanos Rodríguez nos muestra el momento narrado por la noticia.

El pintor Madrazo -Nazario Montero Madrazo- (Madrid, 1883-Orense, 1963) es el último de la conocida estirpe de pintores de la familia Madrazo. Pedro Sobrino y Luis Casañas recogen las palabras dichas por don José María Doussinague Teixidor en aquella jornada, en las que explica que el autor del retrato había colocado un rollo en la mano del cardenal Gomá simbolizando la Carta Colectiva (como puede leerse perfectamente en la foto del retrato, bajo estas líneas).

Estas fueron sus palabras:

“Hoy en día, cuando creemos estar más y mejor informados que nunca, por los avances de los medios de comunicación social, nos encontramos que, por la prepotencia de las agencias informativas, nos enteramos solo de lo que estas quieran darnos a conocer, y según sus criterios. Hoy estamos peor informados que en otros tiempos de la verdad de los acontecimientos. La Carta Colectiva del episcopado español dio a conocer a todo el mundo la verdad, que había sido tergiversada por la información de la anti-España”.

Y terminan comentando Sobrino-Casañas: “basta con pasar la vista por los mensajes de los obispos de todo el mundo al corresponder al envío de la Carta, para comprender la verdad de la afirmación de Doussinague (El Cardenal Gomá. Pastor y Maestro. Tomo II, págs. 354-355). Fueron más de 900 los mensajes recibidos por obispos de todo el mundo, con los que se puede comprobar la coincidencia del episcopado mundial con lo expuesto en la Carta Colectiva.

Ya iremos reseñando alguna. Hoy mostramos el índice de la Carta y los puntos segundo y tercero.

I. Razón de este documento.

II. Naturaleza de la Carta.

III. Nuestra posición ante la guerra.

IV. El quinquenio que precedió a la guerra.

V. El alzamiento militar y la revolución comunista.

VI. Caracteres de la revolución comunista.

VII. El Movimiento Nacional: sus caracteres.

VIII. Se responde a unos reparos.

Conclusión.

 

2. Naturaleza de esta carta

Este documento no será la demostración de una tesis, sino la simple exposición, a grandes líneas, de los hechos que caracterizan nuestra guerra y la dan fisonomía histórica. La guerra de España es producto de la pugna de ideologías irreconciliables; en sus mismos orígenes se hallan envueltas gravísimas cuestiones de orden moral y jurídico, religioso e histórico. No sería difícil el desarrollo de puntos fundamentales de doctrina aplicada a nuestro momento actual. Se ha hecho ya copiosamente, hasta por algunos de los Hermanos que suscriben esta Carta. Pero estamos en tiempos de positivismo calculador y frío y, especialmente cuando se trata de hechos de tal relieve histórico como se han producido en esta guerra, lo que se quiere -se nos ha requerido cien veces desde el extranjero en este sentido- son hechos vivos y palpitantes, que, por afirmación o contraposición, den la verdad simple y justa.

Por esto tiene este escrito un carácter asertivo y categórico de orden empírico. Y ello en sus dos aspectos: el de juicio que solidariamente formulamos sobre la estimación legítima de los hechos; y el de afirmación «per oppositum», con que deshacemos, con toda claridad, las afirmaciones falsas o las interpretaciones torcidas con que haya podido falsearse la historia de este año de vida de España.

3.- Nuestra posición ante la guerra

Conste antes que todo, ya que la guerra pudo preverse desde que se atacó ruda e inconsideradamente al espíritu nacional, que el Episcopado español ha dado, desde el año 1931, altísimos ejemplos de prudencia apostólica y ciudadana. Ajustándose a la tradición de la Iglesia y siguiendo las normas de la Santa Sede, se puso resueltamente al lado de los poderes constituidos, con quienes se esforzó en colaborar para el bien común. Y a pesar de los repetidos agravios a personas, cosas y derechos de la Iglesia, no rompió su propósito de no alterar el régimen de concordia de tiempo atrás establecido. «Etiam dyscolis»: A los vejámenes respondimos siempre con el ejemplo de la sumisión leal en lo que podíamos; con la protesta grave, razonada y apostólica cuando debíamos; con la exhortación sincera que hicimos reiteradamente a nuestro pueblo católico a la sumisión legítima, a la oración, a la paciencia y a la paz. Y el pueblo católico nos secundó, siendo nuestra intervención valioso factor de concordancia nacional en momentos de honda conmoción social y política.

Al estallar la guerra hemos lamentado el doloroso hecho, más que nadie, porque ella es siempre un mal gravísimo, que muchas veces no compensan bienes problemáticos, y porque nuestra misión es de reconciliación y de paz: «Et in terra pax». Desde sus comienzos hemos tenido las manos levantadas al cielo para que cese. Y en estos momentos repetimos la palabra de Pío XI, cuando el recelo mutuo de las grandes potencias iba a desencadenar otra guerra sobre Europa: «Nos invocamos la paz, bendecimos la paz, rogamos por la paz». Dios nos es testigo de los esfuerzos que hemos hecho para aminorar los estragos que siempre son su cortejo.

Con nuestros votos de paz juntamos nuestro perdón generoso para nuestros perseguidores y nuestros sentimientos de caridad para todos. Y decimos sobre los campos de batalla y a nuestros hijos de uno y otro bando la palabra del Apóstol: «El Señor sabe cuánto os amamos a todos en las entrañas de Jesucristo».

Pero la paz es la «tranquilidad del orden, divino, nacional, social e individual, que asegura a cada cual su lugar y le da lo que le es debido, colocando la gloria de Dios en la cumbre de todos los deberes y haciendo derivar de su amor el servicio fraternal de todos». Y es tal la condición humana y tal el orden de la providencia -sin que hasta ahora haya sido posible hallarle sustitutivo- que, siendo la guerra uno de los azotes más tremendos de la humanidad, es a veces el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz. Por esto la Iglesia, aun siendo hija del Príncipe de la Paz, bendice los emblemas de la guerra, ha fundado las Ordenes Militares y ha organizado Cruzadas contra los enemigos de la fe.

No es este nuestro caso. La Iglesia no ha querido esta guerra ni la buscó, y no creemos necesario vindicarla de la nota de beligerante con que en periódicos extranjeros se ha censurado a la Iglesia en España. Cierto que miles de hijos, obedeciendo a los dictados de su conciencia y de su patriotismo, y bajo su responsabilidad personal, se alzaron en armas para salvar los principios de religión y justicia cristiana, que secularmente habían informado la vida de la nación; pero quien la acuse de haber provocado esta guerra o de haber conspirado para ella, y aun de no haber hecho cuanto en su mano estuvo para evitarla, desconoce o falsea la realidad.

Esta es la posición del Episcopado español, de la Iglesia española, frente al hecho de la guerra actual. Se la vejó y persiguió antes de que estallara; ha sido víctima principal de la furia de una de las partes contendientes; y no ha cesado de trabajar, con su plegaria, con sus exhortaciones, con su influencia, para aminorar sus daños y abreviar los días de prueba.

Y si hoy, colectivamente, formulamos nuestro veredicto en la cuestión complejísima de la guerra de España es, primero, porque aun cuando la guerra fuese de carácter político o social, ha sido tan grave su repercusión de orden religioso y ha aparecido tan claro, desde sus comienzos, que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica en España, que nosotros, Obispos católicos, no podíamos inhibirnos sin dejar abandonados los intereses de nuestro Señor Jesucristo y sin incurrir el tremendo apelativo de «canes muti», con que el Profeta censura a quienes, debiendo hablar, callan ante la injusticia; y luego, porque la posición de la Iglesia española ante la lucha, es decir, del Episcopado español, ha sido torcidamente interpretada en el extranjero; mientras un político muy destacado, en una revista católica extranjera la achaca poco menos que a la ofuscación mental de los Arzobispos españoles, a los que califica de ancianos que deben cuanto son al régimen monárquico y que han arrastrado por razones de disciplina y obediencia a los demás Obispos en un sentido favorable al movimiento nacional, otros nos acusan de temerarios al exponer a las contingencias de un régimen absorbente y tiránico el orden espiritual de la Iglesia, cuya libertad tenemos obligación de defender.

No; esta libertad la reclamamos, ante todo, para el ejercicio de nuestro ministerio; de ella arrancan todas las libertades que vindicamos para la Iglesia. Y; en virtud de ella, no nos hemos atado con nadie -personas, poderes o instituciones- aun cuando agradezcamos al amparo de quienes han podido librarnos del enemigo que quiso perdernos y estemos dispuestos a colaborar, como Obispos y españoles, con quienes se esfuercen en reinstaurar en España un régimen de paz y justicia. Ningún poder político podrá decir que nos hayamos apartado de esta línea, en ningún tiempo.