Unas flores que desconozco al pie del Cristo.
El rojo se desangra
sobre el naranja de unos pétalos
trenzados de verde.
Se mueve la llama
en un estertor de llagas infectadas de odio.
Tres clavos destrozan tendones,
arrasan venas y pecados,
trituran los nervios de Dios, en el espasmo
de dolor que es la historia.
Duele ver el relieve de esas costillas
desnudas y percutidas por los hombres,
duele ver la soledad de esta capilla en penumbra.
El retablo es muy simple: la pintura
sucia de la pared. La bóveda
es de corcho y las columnas de brillantina.
Y tengo que inventarme las vidrieras
con lágrimas que no ve nadie.
No hay mármoles ni oros, no hay orfebrería
ni cuadros ni primorosas tallas sagradas.
En el siglo XXI para Dios siempre es lo más barato,
lo que no cuesta, el garabato de una belleza
y de un amor repujado en excusas manieristas.
De plástico las flores y el suelo y las imágenes
huecas de los santos (cuando no unas fotocopias).
Los bancos ya no se arrodillan
y van desapareciendo los confesionarios con rejilla
y los confesores que nos absuelvan otra vez de la tristeza.
Los cristianos manoseamos a Dios con desidia
y se nos hace muy aburrido su trato. (Y sin embargo
entramos en trance delante de cualquier lascivia).
¡Qué eterna se hace la misa! Y la vida
cuando dejamos de mirar a Cristo.
Este mismo Cristo que sangra por mi alma,
esclava de inverosímiles liturgias.