“Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: ‘Apártate de mí, Señor, que soy un pecador’…. Jesús dijo a Simón: ‘No temas: desde ahora serás pescador de hombres’” (Lc 5,811).

Ante el milagro, ante la irrupción de Dios en la propia vida, siempre hay dos posturas: la de echar a correr despavorido, porque se intuye que tras conocer a Dios hay que cambiar de vida, y la de postrarse a los pies del Señor pidiendo ayuda para poder hacer lo que la conciencia te está diciendo que tienes que hacer. El primero, el que huye, en el fondo sabe que es un pecador, pero no quiere que se lo digan y ni siquiera desea decírselo él mismo. El segundo también lo sabe, pero ha decidido quedarse para, con la fuerza de Dios, darle al Señor lo que Él tiene derecho a encontrar.

Sin embargo, con frecuencia, tras la conversión, el que ha optado por quedarse junto a Cristo experimenta la rutina. Una rutina que consiste en ver cómo los pecados se repiten. Parece entonces que la conversión ha sido falsa o que los pecados están tan arraigados en la propia naturaleza que es inútil cualquier esfuerzo por suprimirlos. Esta experiencia del propio pecado reiterado conduce a muchos al desánimo y, como consecuencia, al abandono de la lucha y al alejamiento.

Quizá habría que ser más humilde para poder perseverar. La humildad de aquellos que, al comprobar que no pueden construirle a Dios la catedral que merece, deciden ofrecerle al menos un pajar. No podrán dar el cien por cien, por mucho que lo intenten, pero están decididos a darle todo lo que puedan, aunque sea poco. Sólo los humildes perseveran. Sólo los que aceptan las derrotas vencen. Sólo los que siguen confesándose, aunque no experimenten grandes cambios, terminan por alcanzar la santidad.