Benedicto XVI ha sido rotundo en su visita a la República Checa. Algo que es sabido desde hace veinte siglos es, sin embargo, olvidado con demasiada frecuencia todavía hoy en día. Y se hace imprescindible volver sobre ello una y otra vez.

La reducción del Evangelio a ideología se opera desde el mismo momento en que el desarrollo del pensamiento occidental comienza a teorizar sobre la misma. Y es precisamente en Alemania, la tierra natal del Papa, donde tiene lugar esa primera teorización, en el momento en que el idealismo original kantiano y luego hegeliano genera una cohorte de discípulos que se autodenomina “izquierda hegeliana”, ante la cual reacciona de un modo fulminante Karl Marx.

Marx, en sus obras tempranas, principalmente los “Manuscritos de Economía y Filosofía” y “La ideología alemana”, acuña un concepto muy peyorativo de la ideología como el reflejo en el plano de las ideas de las relaciones de dominación entre clases originadas por los distintos modos de producción. Así, ésta se convierte en un factor más de enajenación o alienación del sujeto. Más adelante, será Karl Manheim el encargado de dar un nuevo desarrollo teórico al concepto de ideología, siempre entendida como conjunto de referentes que permiten al sujeto ubicarse en el mundo pero que al mismo tiempo actúan como pantalla que distorsiona la inserción del mismo en lo real.

Gramsci, Lukaks, Althusser, y finalmente el nuevo y original desarrollo desde la antropología realizado por Clifford Geertz han mantenido la vigencia del tema hasta los actuales teóricos como Charles Taylor o Terry Eagleton. En este desarrollo teórico, la vinculación de la ideología como fenómeno social y cultural a los diferentes sistemas políticos y su correspondiente teoría se establecía como un fenómeno secundario, toda vez que el tratamiento dado a la ideología como tal tenía más que ver con el conjunto de referencias existenciales de la persona.

No obstante, es inevitable hacer referencia al concepto de ideología como asociado a una determinada concepción política, ya que el significado original del término ha sido reducido por el uso común al de “ideología política”. Pero en ambos casos, y sea cual sea la acepción, el Evangelio NO ES una ideología. Es precisamente la reducción de “evangelio” a “ideología” una de las distorsiones más peligrosas que afectan hoy en día incluso a muchos católicos. Y esta reducción tiene mucho que ver con desarrollo de la modernidad.

El Evangelio, y en consecuencia, el cristianismo, no es ideología desde el momento en que se funda en una experiencia. La raíz de esta vivencia religiosa es por lo tanto existencial, y es una experiencia de encuentro. Tiene mucho más que decir acerca de la naturaleza de la misma la filosofía de la existencia que cualquier tipo de filosofía del conocimiento, razón por la cual el cristianismo tampoco puede ser una “gnosis”. Y sin embargo el paso hacia la ideología se da desde el mismo momento en que la propia evolución de la historia de la Iglesia hace necesaria una primera “doctrina”.

Forma parte de la naturaleza humana la necesidad de comprensión, y la naturaleza mistérica de las grandes revelaciones contenidas en el Evangelio dejaba insatisfecha esa necesidad, sobre todo en el momento en el que los fieles seguidores del primer cristianismo van adquiriendo progresivamente las dimensiones de “una masa”. La atención personalizada y el seguimiento individual, que tan imprescindible resulta hoy también, se antojaba harto difícil, por lo que se hizo necesario compilar unas primeras formas de doctrina.

Ahora bien, en todas las épocas en las que esa “doctrina” sustituía y ocupaba el lugar de la imprescindible experiencia espiritual de la confrontación con el misterio en el “desierto del conocimiento”, el evangelio comenzaba a desvirtuarse y a derivar precisamente en “ideología”. Y ese proceso se agudizó a medida que comenzaron a articularse las grandes explicaciones sobre el hombre y el mundo llevadas a cabo por la teología.

Resulta altamente ilustrativo el episodio que al final de la vida de Santo Tomás de Aquino relatan algunos hagiógrafos. Bien a raiz de una experiencia mística, bien por otras causas, el hecho es que el Aquinate intentó destruir toda su obra quemándola. Las crónicas relatan que en ese momento sintió la terrible certeza de no haber conseguido decir absolutamente nada acerca de Dios en su monumental y enciclopédica tarea. Es la experiencia de la infinita alteridad de Dios, el saberlo como infinitamente “otra cosa”. Es, en definitiva, la experiencia que sitúa en su justa proporción el valor de lo doctrinal frente al valor de lo existencial y espiritual.

Hoy en día la tentación de reducir el cristianismo a ideología sigue igual de vigente. Siempre ha estado presente, y la pequeñez de la naturaleza humana reclama contínuamente marcos estables de comprensión de la realidad, pautas claras de actuación y referentes vitales válidos para la construcción de la propia identidad. Pero el cristianismo será siempre otra cosa, y se hace necesario desenmascarar el peligro sobre todo en su asociación con lo político, tema que será objeto de un segundo artículo.