Quedan pocas horas para que finalice el año 2015, y yo querría simplemente llamar la atención de todos sobre el privilegio que supone terminar el año teniendo fe y -en mi caso- en la capilla, delante del Señor Sacramentado, adorándolo, frente a tantas otras maneras que hay de terminar un año y comenzar otro. Nunca daremos gracias bastantes a Dios por el don de la fe y personalmente por haber sido llamada, escogida, por haber sido consagrada y por haber sido apartada de tanto vacío y de tanto mal. 
 

Esta es una noche -todos lo sabemos- en que parece que, porque un año termina, todo el mundo tiene derecho a hacer de todo y se da rienda suelta... ¡a todo! Todo se considera lícito. Y muy poquitos, muy poquitas personas son las que se acuerdan del Señor. Y fín de año tiene que llevarnos a la reflexión de que un año que termina y un año que comienza son un paso adelante hacia el encuentro definitivo con el Señor, que la vida se nos va pasando y el tiempo se va. Cada vez tengo más presente -y estoy profundamente convencida de ello- que cada minuto que pasamos sin amar a Dios, es un minuto perdido que no vamos a poder  recuperar nunca. El tiempo es un don, el tiempo es un regalo. La vida está en el tiempo, la vida es un don, la vida es un regalo... y solamente tenemos el corto espacio de esta vida para darle a Dios. Después la eternidad: sin límites y fuera del tiempo es la hora de Dios. Ahí es cuando Él se va a derramar y nos va a dar "a lo Dios", sin límites, ahí nosotros ya... no podremos dar, solamente podremos recibir y gozar.

¡No malgastemos el tiempo! ¡No desperdiciemos nuestro tiempo! Que el nuevo año que va a comenzar sea un año de gracia, que sea un año -pidámoslo al unísono- en que crezcamos en santidad y en número los que estamos con Jesucristo.

Y al mismo tiempo os invito a rezar -como hacemos en mi monasterio- el miserere con verdadero espíritu de mediación, de intercesión, de expiación, de reparación, pidiendo perdón. Perdón por nosotros, por nuestras faltas personales, y por las faltas de la humanidad entera. Tenemos que pedir perdón -sobre todo- por las faltas de omisión: por todas esas veces en que cerramos los ojos y nos negamos a ver y nos negamos a amar y nos negamos a socorrer los dolores que hay a nuestro alrededor. Tenemos que pedir perdón, y tomarnos muy en serio a partir de ahora, todas esas veces que no hemos luchado por sanar y aliviar los dolores que hay a nuestro alrededor.

Todas esas veces que no he sido de verdad samaritana y no he calmado la sed de amor de Dios ni la sed de amor de mis hermanos, ni he sanado las heridas del Corazón de Cristo y de tantas hermanas y hermanos que me rodean, que están ahí y están heridos. ¡Cuántas veces me he dedicado a juzgarles e incluso a condenarles! y ¡qué poquito me he parado a amarles!

Pidamos perdón por todo eso tenemos que pedir perdón. Perdón por todas esas veces en que el egoísmo ha sido la fuerza motriz de nuestra vida.

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