“Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos....” (Mt 5, 112a).

 

 

La solemnidad de Todos los Santos tiene como referencia evangélica el texto de las bienaventuranzas. La Iglesia ha querido, de este modo, recordar a los católicos no sólo que todos están llamados a la santidad –a la que han llegado ya esa legión innumerable de los santos anónimos, cuya fiesta se celebra en este día-, sino también que el camino para esa santidad pasa necesariamente por el amor. De hecho, amor y santidad son sinónimos. El que ama es santo y el santo ama. Pero el que ama es pobre, porque comparte con el que tiene menos. Llora con los que lloran, sufre con los que sufren, alimenta al hambriento y su corazón rebosa misericordia, lo mismo que sus manos. Es limpio de corazón, porque no se acerca al prójimo para utilizarle, para manipularle en función de sus intereses egoístas. Se esfuerza por perdonar, es decir, por ser no sólo pacífico sino pacificador. E incluso, si le persiguen por amar, por ser cristiano, se siente feliz porque sabe que está compartiendo la suerte de Cristo.

Pero si amor y santidad son sinónimos, también lo es otra palabra: felicidad. Porque el que ama es feliz y en realidad sólo el santo es totalmente feliz. Para el cristiano la felicidad no viene de la ausencia de problemas, de la carencia de afecto para no ser herido, voluntaria o involuntariamente, por los seres amados. La felicidad está en la plenitud del amor, siempre que sea verdadero. El que mas ama, es el más feliz, aunque eso le suponga complicarse la vida, como se la complicó, por nosotros, Cristo.