Apocalipsis 7, 2-4, 9-14; 1 Juan 3, 1-3; Mateo 5, 1-12.

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos»

«Hoy hacen falta héroes enamorados de la vida, de Dios, del hombre. Hombres santos con un corazón grande. Hombres heroicos llenos de amor y de vida. Es lo que el mundo necesita»

Desde pequeños nos gustan los héroes. Despiertan nuestra admiración. Nos gustaría tener sus poderes. Admiramos a esos héroes que son capaces de salir de situaciones imposibles y salvar a personas en peligro de muerte. Nos gustan los héroes porque son buenos, no son villanos. Actúan movidos por un deseo de justicia. Hacen el bien. Evitan el mal. Nos gustan los héroes porque actúan con honestidad y vencen siempre. No estafan, no mienten y transmiten esperanza. Nos gustan los héroes porque se escapan del molde y no se dejan consumir por la rutina. Porque viven una vida fascinante llena de nuevas aventuras y no temen la muerte. Nos gustan los héroes que conquistan mundos inalcanzables y sueñan con metas inimaginables. Nos gustan esos héroes que tiñen de esperanza el alma de los niños, nuestra propia alma ingenua y soñadora. Nos quedamos fascinados ante la vida de los superhéroes. Como si sus poderes nos parecieran envidiables. Con el tiempo puede que hayamos dejado de creer en sus superpoderes, pero no dejamos por ello de creer en los héroes. Héroes fascinantes, de carne y hueso, dignos de admiración. Hemos pasado de los héroes de ficción a los héroes reales, humanos, cercanos. Con defectos y límites. Sin poderes especiales. Simplemente con valor y audacia. Héroes de la vida diaria. Pero es verdad que a veces podemos aplicar este calificativo con excesiva facilidad a ciertas personas sólo porque han hecho algo que nosotros consideramos extraordinario. Louis Zamperinni fue considerado héroe por haber sobrevivido durante la segunda guerra mundial a situaciones extremadamente duras. Pero él mismo decía: «Héroe es una palabra fácil que se puede usar en exceso. Hoy en día a cualquier persona que enfrenta un peligro se le llama héroe. Yo respeto mucho a una persona que se pone en peligro por proteger a otros. Pero yo no soy un héroe. Soy un superviviente»[1]. Puede ser que los héroes tengan como don especial el poder sobrevivir en circunstancias adversas en las que otros no lo consiguen. O el poder proteger en el peligro al necesitado. Es más héroe el que da la vida por salvar a alguien que aquel que sobrevive en circunstancias extremas. Puede ser. Pero siempre el heroísmo es atractivo. Pese a ello no quiero confundirme y llamar héroe a quien no lo es en realidad. Puedo pasar por alto a los que de verdad son héroes. He dejado de mirar los periódicos para buscar héroes. He decidido que están más cerca, en mi vida real, no en las noticias. Ya no me sorprendo ante esos ídolos del deporte, que aparecen como héroes en un tiempo necesitado de ídolos. Héroes tan solo por lograr éxitos antes no alcanzados por nadie. Héroes en el deporte, o en la cultura, o en la ciencia, pero no a lo mejor en su vida personal, en su forma concreta de enfrentar la vida con sus desafíos. A veces esa fama por la que luchan estos héroes de la vida pública consume todas sus fuerzas. Y después su vida concreta y real no es digna de ser admirada. Una habilidad, un talento especial, una capacidad original y única, no me convierte en héroe. La heroicidad no se demuestra sólo en un gesto, en una ocasión concreta. ¡Qué difícil ser héroes toda nuestra vida y en todas las facetas de nuestra vida! Me parece imposible. Hoy me detengo y pienso que prefiero buscar en el paisaje de mi vida a otros héroes más próximos, más reales, más fieles. Héroes por su forma de vivir la vida, de amar, de entregarse por otros, de ser misericordiosos. Me detengo en aquellos que, sin hacer cosas fuera de lo normal, sin tener grandes talentos dignos de ser admirados, son héroes. No han sobrevivido en la guerra. No han ganado muchos títulos ni tampoco un Óscar. Simplemente han aprendido a vivir su vida de forma heroica. Me gusta pensar en la heroicidad de hombres que llevan una vida sencilla, humilde, pero con heroísmo. Superan dificultades y levantan su vida por encima de la mediocridad. Pienso en ellos y en su forma de amar y dar la vida: «Héroe es quien consagra su vida a algo grande»[2]. Héroe es aquel que lucha por algo grande, muy grande. ¿Lucho yo por algo más grande que yo mismo? ¿Tengo mi vida consagrada a algo grande que supera todos mis sueños? ¿Sueño con una vida con mayúsculas o con una vida mediocre, diminutiva? Héroe es el que se entrega por amor a un sueño que parece imposible, un sueño que supera todas sus capacidades. No sé si yo soy un héroe. No he sobrevivido a circunstancias difíciles, no he logrado éxitos sorprendentes, no tengo capacidades extraordinarias. Pero sí sueño con dar mi vida por algo más grande que yo mismo. Y además sí conozco a personas heroicas que me enseñan a vivir como ellos. Personas con vidas dignas de ser contadas. Hombres que creyeron en medio de la oscuridad y no se dejaron llevar por el desánimo cuando otros a su alrededor trataban de desanimarlos. Siguieron adelante, creyeron, se sacrificaron, renunciaron, trabajaron. No lograron éxitos fáciles. No se dejaron retener por el miedo a lo que pudiera pasarles. Admiro a estos héroes silenciosos que no salen en las noticias. La sonrisa de su rostro me dice que son héroes, porque han vencido donde estaban derrotados y han sobrevivido cuando parecían muertos. Han luchado contra la enfermedad sin perder la esperanza. Son pobres que enriquecen, sobrevivientes que viven vidas muy dignas. Han derrotado a los fantasmas del pasado y han creído en un futuro que parecía tan incierto ante sus ojos. Su fe los ha convertido en héroes.

Creo que hay muchos santos anónimos, santos heroicos, que ya descansan con el Señor, y cuya vida no es recordada. Esos santos sin nombres son verdaderos héroes. Aunque no todos los héroes son santos. Creo en una santidad heroica de andar por casa. Una santidad sencilla que es fuerte y firme y permite creer en la luz en medio de la oscuridad, en un futuro lleno de esperanza cuando todo parece duro y gris. Son esos santos héroes que creen en lo que nadie ve y vencen contra toda esperanza, cuando todo parece perdido. Tal vez esos santos no superaron marcas históricas que nadie había logrado antes, o no destacaron en algún aspecto especial de sus vidas. Fueron hombres comunes, incluso vulgares, pero que tuvieron una fe ciega, y un amor inmenso. Esa santidad ordinaria tiene algo de extraordinario. Algo que despierta mi admiración y mi nostalgia de infinito. Una persona me decía: «La gente busca hombres santos. Pasa de uno a otro cuando el primero cae. Así ha sido siempre. Así será siempre. Son casi ídolos. O la presencia pálida de Dios entre los hombres. Las masas pueden hacer de un hombre un santo. Y luego esas mismas masas lo pueden derribar». Es cierto. El hombre necesita ver santos, tocar la santidad vestida de carne. No le bastan los recuerdos de vidas santas. Quieren santos con piel, con alma. Santos a los que poder seguir y admirar. Santos impolutos, perfectos. Santos blancos, sin manchas. Buscan en ellos lo extraordinario, lo que ellos sueñan y no tocan. Lo que ellos no poseen. Buscan, en su perfección algo distante, un reflejo del infinito que su alma anhela. Buscan en sus gestos de amor una torpe muestra del amor que Dios nos tiene. Y cuando el santo al que siguen cae, porque peca, porque no es coherente, porque escandaliza, porque no cumple con las expectativas, no importa, siguen adelante, buscan a otro. Podemos convertirnos en seguidores de santos aquí en la tierra. Canonizando a unos, echando barro a otros. Seguimos sus escritos y devoramos sus palabras. Los subimos a la torre más alta. Y luego los despreciamos cuando no son tan fantásticos, tan perfectos como deseábamos. Tal vez el mundo de hoy algo gris necesita más que nunca la luz de los santos. Y tal vez por eso nos gusta canonizar a aquellos cuya vida nos parece digna de admiración. Muchas veces oigo: « ¡Qué santa es esta persona!». Por lo general, no me hablan de su cónyuge, de un amigo, de alguien cercano. Tendemos a canonizar a los que no conocemos demasiado. No vaya a ser que la cercanía nos muestre alguna faceta no tan santa que nos desconcierte. No deseamos entrar en su privacidad. No queremos decepciones. Los mantenemos a cierta distancia, para no conocer sus flaquezas. Nos basta esa santidad blanca y brillante para aspirar nosotros a llevar una vida mejor. Buscamos santos, anhelamos santos. Porque, aunque aparentemente no hayan hecho nada especial en este mundo, su vida en Dios nos resulta muy especial. Tal vez esa búsqueda excesiva de santos lejanos nos venga a justificar algo que nos acabamos creyendo: la santidad es sólo para unos pocos. Buscamos santos extraordinarios, para justificarnos por no ser santos nosotros. Ese santo perfecto, encaramado en lo alto de su fama, sin defectos ni pecados, no es imitable. Es más bien como la luz del faro. Una señal solitaria en mitad de la noche. La podemos seguir para no encallar en las rocas, pero no podemos ser faro todos. Basta con que haya uno en medio de la oscuridad. Estamos tranquilos. La exigencia de la santidad queda reservada para los consagrados, para los que han entregado su vida a Dios por entero en un camino célibe. La santidad entonces se escapa de nuestro alcance. No es para todos. Sólo para algunos muy dotados, muy capacitados, muy especiales. Casi nacidos sin pecado original. Nos acercamos lo suficiente para recibir su luz. Pero no demasiado para no desencantarnos. Y así seguimos tranquilos con nuestra vida mediocre. Estamos justificados, no hace falta que seamos santos.

Conozco a muchas personas que sí han hecho algo grande. Han consagrado su vida a algo más grande que ellos mismos. Y eso los salva y nos motiva a nosotros a hacer lo mismo. Esos santos no han querido que su apellido sea recordado por mil generaciones. No lo hacen todo bien, no lo pretenden. No buscan aparecer en los libros de historia. No quieren la fama de santidad que es efímera e innecesaria. Simplemente han soñado con que su vida descanse cada día en las manos de Dios y esté inscrita por Él para siempre en el libro de la vida. Esos santos anónimos y desconocidos me encienden el corazón. Me alegra mirarlos caminar por la calle, hablar con cualquiera. Desprenden una luz que no les pertenecen. Se consagran por entero a Dios, para hacer su voluntad siempre, para cumplir su misión. Hacen algo heroico viviendo con sencillez. Aman y se dejan amar. ¿Hay algo más heroico que vivir una vida confiada en las manos de Dios? Para hacerlo posible, para vivir de otra manera, para amar de una forma única, es necesario ser audaz y valiente. Decía S. Roberto: «Él único error en la vida es no ser santo». Y ser santo exige un salto confiado en el vacío. Como decía una persona, es necesario «elevarnos por encima de la rutina y salir de esas ‘zonas de comodidad ’ en las que querríamos instalarnos para siempre». Hoy hacen falta héroes enamorados de la vida, de Dios, del hombre. Hombres santos con un corazón grande. Hombres heroicos llenos de amor y de vida. Es lo que el mundo necesita. El P. Kentenich decía: «El cristianismo es una religión de heroísmo, no de hartura burguesa. El ser humano está predispuesto por naturaleza al heroísmo. Esta no es una convocatoria para cobardes; el cristianismo exige heroísmo radical. Si planteamos las más altas exigencias, coloquemos el acento no en el tú debes hacerlosino en el Si quieres. Una religión heroica nos pide actos de heroísmo. El hombre, el héroe, crece al calor de ideales elevados. Hay que pronunciar un sí audaz. Y lo que pronunciemos interiormente debe convertirse en hechos concretos. Debemos ser héroes del amor. Eso es lo que Dios quiere, en ello consiste el riesgo, la audacia del sí»[3]. Me gusta el heroísmo del amor, del sí valiente. Me gusta la audacia de los hombres que siguen a Dios cada día. Me gustaría ser héroe de la vida sencilla, cada día, en cada hora. En ocasiones pensamos en vidas realmente heroicas, dignas de ser contadas y menospreciamos las vidas sin nombre, ocultas, rutinarias, excesivamente simples. Porque las vidas que sorprenden despiertan en nosotros altos ideales y nos motivan a vivir más heroicamente. Nos sorprenden una conversión radical. Una vida con dones espirituales especiales. Gestas únicas, conquistas impresionantes. Esas vidas nos llaman la atención. Quisiera tener una mirada pura para ver en la vida sencilla y rutinaria la belleza de Dios. No quiero vivir aburguesado y sé que la rutina a veces me pesa. Quiero aspirar a lo más alto y no conformarme con los mínimos. Por eso quiero mirar la vida sencilla de los santos sencillos que voy conociendo en el camino. Quiero aprender de ellos su naturalidad para amar, su sencillez para buscar a Dios en todo. No pretendo ser recordado como un héroe. Pero sí sueño con tocar el amor de Dios y entregarlo con humildad, desde la pobreza de mi vida. Por eso me atraen esos santos que no hicieron grandes gestas, pero cambiaron el mundo que los rodeaba con una vida sencilla llena de amor. Son tan imitables que hasta yo podría seguir su camino. Si soy capaz de renunciar a mi egoísmo y mis pretensiones. Hasta yo mismo podría soñar con amar como aman ellos. Sus pecados no me escandalizan. Porque yo peco y me creo con todo llamado a vivir una vida santa. Porque el amor es lo que cambia la sociedad, la educación, la política, la familia. Y amar, sí amo, aunque sea torpemente. Y en el amor se juega la santidad de las personas y no en grandes declaraciones de amor que el tiempo se lleva. Pienso en la vida de tantos santos que comenzaron con dolor su camino, tocaron la cruz, acariciaron la pérdida y acabaron venciendo todos los obstáculos por la gracia de Dios en sus vidas. Como yo mismo. Como cualquiera. Una vida como la mía. No estoy justificado si no soy santo, si es que no deseo ser santo. Justo hace unas semanas el Papa Francisco canonizó a los padres de Santa Teresita. Un matrimonio normal, sencillo, que sólo quería hacer lo que Dios quería. Soñaron con el cielo aquí en la tierra. Decía Louis, su padre, en una ocasión: «Todo lo que veo es espléndido, pero es siempre una belleza terrestre y nuestro corazón no se sacia con nada, hasta que no vea la belleza infinita que está en Dios. Hasta entonces, el placer de la familia es la belleza que más nos une»[4]. Este matrimonio vivió una santidad de la vida ordinaria, del día a día. Fueron santos de la vida familiar donde encontraban su amparo y desde donde buscaban el encuentro profundo con Dios. Vivieron el cielo en la tierra. Y en la tierra soñaron con el cielo. Unieron su fe y su vida. Vivieron su vida en Dios. Y en su vida Dios estaba cada día presente. La meta de sus sueños fue contemplar al final del camino la belleza infinita de Dios. Consagraron su vida a un amor superior a su amor frágil y humano. Ese ideal resplandecía ante sus ojos en medio de las pruebas. Miraban a Dios al caminar, a veces confundidos, a veces llenos de esperanza. Dudaron, cayeron, se levantaron. Perdonaron y pidieron perdón. Y sabían que el camino de la santidad pasaba por hacer siempre la voluntad de Dios. Y sabían que lo importante era saberse amados para poder creer. Zelie, la madre de Santa Teresita, en el momento más delicado de su enfermedad, tenía claro que hacer la voluntad del Señor era lo más importante y así se lo enseñaba a sus hijas para que confiaran: «Debemos ponernos en disposición de aceptar generosamente la voluntad del Señor, sea la que sea, porque siempre será lo mejor para nosotros»[5]. Su confianza en el amor de Dios le daba fuerzas para aceptar los planes de Dios. Fue una santidad cotidiana, vestida de rutina. Una vida de luces y sombras pero siempre llena de esperanza. Así son las vidas de muchos santos que celebramos en este día de todos los santos. Vidas de héroes anónimos, desconocidos. De una heroicidad que tal vez nunca sea contada como una vida llena de gestas sorprendentes.

Pienso que la llamada a la santidad es una llamada a vivir anclados en Dios, en su corazón, cada día, en cada gesto. Es una llamada a vivir sin dejarnos paralizar por el miedo que nos puede dar vivir la vida con hondura, con seriedad: «Si queremos ser santos tenemos que tomar las cosas en serio»[6]. Con la alegría de los niños, pero con seriedad. Confiando pero sin dejar que las cosas importantes se nos escapen de las manos. Confiados en el amor de Dios a la hora de enfrentar el futuro y sus encrucijadas. Pienso que la santidad tiene que ver con amar profundamente a Dios y, sobre todo, con dejarnos amar profundamente por Él. La santidad es más abandono que apego. Más don que conquista. Más gracia que mérito. Más sabernos amados que hacer muchas cosas. Más amar que lograr metas. Más dejarnos hacer que hacer. Más dejarnos amar que amar. Más libertad que esclavitud. Más donación que egoísmo. Es la capacidad que Dios nos da para sobrevivir en circunstancias adversas. Quiero ser santo, pero no de cualquier manera, sino con una sonrisa, con la mirada puesta en lo más alto, en el corazón de Dios. Un santo triste es un triste santo. Y un santo alegre es el reflejo lleno de luz del amor de Dios. Decía el Papa Francisco: «Los que llevan adelante la Iglesia son los santos. Que son aquellos que fueron capaces de renovar su santidad, y renovar a través de su santidad la Iglesia. El primer favor que les pido es la santidad». La verdadera renovación la traen lo santos. Con su alegría, con su pasión por la vida, por Dios y por el hombre, lo cambian todo. Se alegran, se regocijan. Son libres para hacer del querer de Dios su alimento diario. Como decía Santa Teresa: «Vuestra soy, para Vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí? Veis aquí mi corazón, yo le pongo en vuestra palma, mi cuerpo, mi vida y alma, mis entrañas y afición. Dadme muerte, dadme vida. Dad salud o enfermedad, honra o deshonra me dad, dadme guerra o paz crecida, flaqueza o fuerza cumplida, que a todo digo que sí: ¿qué mandáis hacer de mí? Dadme riqueza o pobreza, dad consuelo o desconsuelo, dadme alegría o tristeza, dadme infierno o dadme cielo, vida dulce, sol sin velo, pues del todo me rendí: ¿qué mandáis hacer de mí?». Hacen falta santos enamorados, santos fieles, santos con el sí inscrito en sus corazones. Santos que transforman con su amor el mundo que les rodea. Santos que vivan despreocupados. Sin atarse enfermizamente a sus planes. Sin agobiarse por un futuro que no pueden controlar. Esa santa indiferencia ante la vida que tanto deseamos. Es el don de la santidad el que pedimos cada día. Porque hacen falta muchos hombres santos. Cuando vivimos así, haciendo lo que Dios nos pide. Cuando llevamos su amor en vasijas de barro, y aun así no nos desanimamos, no nos escondemos. Cuando vivimos enamorados del Dios de nuestro camino, entonces estamos cambiando el mundo. Entonces estamos haciendo posible el reino de Dios. Entonces estamos sembrando semillas de nuevos santos, de nuevos mártires.

Santo es aquel ama con locura a Dios y no se siente intimidado por los hombres. Comparte con ellos su vida, con libertad. No teme la muerte, ni la pérdida, porque ha puesto su vida en las manos de Dios. Justo el otro día entendí mal una petición de perdón en misa. Y la medité sorprendido: «Te pedimos perdón por los ateos que no nos dejan amarte con libertad». Me quedé un rato pensando en los ateos que nos quitan la libertad. ¿Es eso cierto? ¿Ese ateísmo a veces agresivo y beligerante puede llegar a no dejarme amar con libertad a Dios? Lo que quiso decir el que leía era que teníamos que pedir perdón por los apegos que tenemos que no nos dejan ser libres y amar con libertad a Dios. Apegos que nos impiden ser santos. Eso tenía más sentido. Pero yo me quedé en lo que había oído. ¿Alguien a mi alrededor puede impedir que yo ame con libertad a Dios? ¿Hay personas en mi vida que no me dejan ser libre para amar con toda mi alma a Dios? ¿Es tanto el temor a que me quiten privilegios como cristiano, a que atenten contra mis seguridades, que puedo llegar a perder el amor a Dios? Pensé en la fragilidad de mi amor y de mi fe. Pensé en mi vida que es una vasija de barro y se deja aturdir tan fácilmente por la hostilidad de los otros, o por el menosprecio, o por la indiferencia. En realidad, si lo pienso bien, nada ni nadie debería impedir que amara con libertad a Dios. Debería tener tan anclado mi corazón en Dios que nada pudiera condicionar mi amor. En el santuario hablamos muchas veces de una gracia de cobijamiento. A veces lo decimos porque allí podemos sentirnos tranquilos y queridos por Dios. El sentido es más hondo que el hecho de sentirme simplemente a gusto y cómodo rezando en un lugar. Cobijamiento tiene que ver con tener el corazón profundamente anclado en Dios, con tener mi hogar en lo más hondo del corazón de mi Padre Dios. Habla el P. Kentenich de la seguridad del péndulo: « ¿Dónde se halla el punto de apoyo del péndulo? Sólo arriba, en algún lugar o sitio de donde cuelga. ¿Dónde hallará su punto de reposo este hombre de hoy que experimenta tan hondamente su condición humana? Si el hombre es un ser pendular y oscilante, su apoyo y seguridad connaturales estará allá arriba, en la mano de Dios Padre. Sólo en lo alto hay descanso, sólo hacia lo alto debe aspirar el hombre»[7]. Cuando es así, cuando vivo cobijado en Dios, nada me puede quitar la paz. Porque mi vida descansa en Dios. Entonces estoy viviendo la verdadera santidad, la santa indiferencia. Porque el santo de Dios tiene un hogar, un lugar en el que ha echado raíces. Tiene una fuente en el costado abierto de Jesús de la que bebe para poder caminar. Tiene un pozo al que vuelve cada día en el corazón inmaculado de María. Sólo así podré ser santo. Y podré ser hogar para otros, lugar de cobijamiento donde otros reposen. Sólo así podré amar con paz, sin querer retener, sin querer recibir lo mismo que entrego. Los santos despiertan el anhelo de santidad en otros siendo hogar para ellos. La santidad se contagia por envidia. Queremos vivir con la paz y con la alegría con la que viven los santos. Con esa misma sonrisa dibujada en su rostro y que nadie les puede quitar. Es el misterio del santo que se sabe amado y entonces es capaz de amar. Su corazón inscrito en el de Jesús, ahí descansa. De esa forma es imposible que nadie que ataque nuestra fe pueda quitarnos la paz. Jesús sufrió acoso, acusaciones, preguntas mal intencionadas, fue perseguido y murió a manos de los que no querían su presencia. Pero su corazón estaba anclado en su Padre, como el péndulo. Y entonces mantuvo la paz. Descansó en el corazón de Dios. No se alejó del que le agredía. Buscó dar amor cuando recibía odio. Se acercó al que no creía en Él. Esa forma de mirar la vida, de mirar al que peca y me agrede, es la mirada de la misericordia. No ve enemigos, ve amigos. Hombres necesitados de misericordia. Me gustaría mirar así. Me gustaría ser lugar de paz y cobijamiento para otros. Me gustaría dar lo que no recibo y pacificar allí donde no hay aparentemente lugar de descanso. Creo que así son los santos. Pacifican donde hay guerra. Siembran amor donde hay odio. Viven anclados en lo más hondo del corazón de Dios. Me gustaría vivir así en todas las circunstancias de mi vida.

Por eso me gustan tanto las bienaventuranzas. Porque me hablan de la felicidad que anhelo. Y me dicen que mi vida es bienaventurada. Que mi vida vale la pena. Que ya ría o llore, que ya sea misericordioso o sea perseguido, soy bienaventurado, soy amado, soy bendecido. Esa felicidad que Jesús me muestra es la misma que estoy llamado a vivir y a entregar. Soy bienaventurado en el corazón de Dios. Soy feliz y bienaventurado cuando vivo lo que me toca vivir mirando a Dios: «Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia, cuando os injurien y os persigan por mi causa». Algunos de esos motivos para ser felices los sufrimos por culpa de otros. Y otros son rasgos que nos permiten vivir la vida en plenitud. Creo que cada uno debería pensar en esa bienaventuranza que más toca su corazón. Feliz el que es pobre de espíritu. Feliz el que es manso de corazón. Feliz el que llora por el que sufre. Feliz el que tiene hambre y sed de un mundo más justo y solidario. Feliz el que es misericordioso con el que padece. El que tiene un corazón limpio con el que puede mirar bien a los hombres. Feliz el que pacifica y siembra paz a su alrededor. Feliz el que es perseguido por causa de Cristo y aun así mantiene la alegría, porque tiene su corazón anclado en Dios. Me conmueven esos caminos que Jesús presenta para vivir la santidad cada día. ¿Dónde estoy yo? ¿Cuál es mi camino de santidad, mi bienaventuranza? Pienso que para vivir llevando a Dios necesito un corazón limpio, una mirada pura. Me gusta esa bienaventuranza. Los santos miraron así. Porque la santidad tiene que ver con nuestra mirada. Una persona rezaba: «Me gustaría ser limpio de corazón. Pero no sé si mi corazón es tan limpio. Yo lo veo sucio muchas veces. Te pido que me lo limpies. Me gustaría tener la pureza de tu mirada, Jesús. Pero no la tengo. No soy trasparente. No veo lo bueno siempre, me detengo en la fealdad. A veces, como las moscas, busco lo que está mal, lo sucio, el pecado y la caída. Me entretengo en lo oscuro de mi vida, me divierto en el error. Y no me alegro, y no tengo luz. Me gustaría ser capaz de ver la pureza alrededor de mi vida. Ver lo puro que es todo cuando cambio la mirada, cuando valoro la vida en su simplicidad. Me da miedo que mi mirada poco limpia me aleje de ti. Déjame mirarme como Tú me miras. Déjame ver la belleza y alegrarme siempre con ella. Hoy te pido ser misericordioso y puro de corazón, limpio, trasparente». Una mirada pura y misericordiosa es la que me gustaría tener. Los santos fueron así. Miraron como Dios nos mira. Igual que Jesús mira hoy a la muchedumbre: «Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron». Los mira con misericordia, conmovido. La mirada de amor de Jesús los purifica. Ve su belleza en medio de su pecado. Los ve ya con vestiduras blancas como Juan nos muestra: «Después miré y había una muchedumbre inmensa, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos». Y pensé en una santidad que es camino, la mía, la nuestra. Una santidad que es misericordia. Mi mirada, mi forma de amar, es la que trasforma lo impuro en puro, lo sucio en limpio. El otro día leía: «Lo santo no necesita ser protegido por una estrategia de separación para evitar la contaminación; al contrario, es el verdaderamente santo quien contagia pureza y transforma al impuro. Jesús toca al leproso, y no es Jesús el que queda impuro, sino el leproso quien queda limpio»[8]. Una mirada pura transforma realidad. Es lo que hacen los santos con sus vidas. Aman con misericordia. Y su misericordia transforma al que la recibe. Parece sencillo. Es el gran desafío que todos tenemos. Me gustaría mirar siempre así a Dios y a los hombres. Amar siempre así, compadeciéndome, con misericordia. No quiero quedarme en mis pecados ni en los que pecados que veo a mi alrededor. No quiero fijarme en lo que me falta para ser perfecto. Me gustaría tener esa mirada llena de misericordia y de luz. En la celebración de ayer de Halloween veo muchas veces una mirada pagana sobre la vida y la muerte. Una mirada sin esperanza. Hay más oscuridad que luz, más muerte que vida. El hombre se confronta con el sentido de su vida. Mira cara a cara el miedo que tiene ante la muerte. No sabe qué hacer con lo que no controla. El miedo y el temblor forman parte de la fiesta que muchos viven el día de Halloween. Hoy es la fiesta de la luz. La fiesta de la esperanza. Las palabras de Jesús son de vida, de luz. Son palabras de cielo. Somos bienaventurados porque somos amados por Dios, porque se ha fijado en nosotros. Para Él tenemos un valor increíble. Dios nos ama por nuestra pequeñez. Cuando sufrimos, cuando no logramos lo que queremos. Está enamorado de nosotros. Por eso somos felices.



[1] Louis Zamperinni, Don´t give up, don´t give in

[2] Frase atribuida a Friedrich Hebbel, poeta y dramaturgo alemán (1813 – 1863).

[3] J. Kentenich, Niños ante Dios

[4] Helene Mongin, Santos de lo ordinario, 187

[5] Helene Mongin, Santos de lo ordinario, 165

[6] J. Kentenich, Niños ante Dios

[7] J. Kentenich, Niños ante Dios

[8] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica