El Sínodo de la Familia ha sido una ocasión estupenda para darnos cuenta de los serios problemas de unidad que tenemos dentro de la Iglesia. Podemos decir que los católicos profesamos un mismo Credo en lo esencial, pero a la hora de ser Iglesia y hacernos presentes en la sociedad, las discrepancias son abismales. 

La mayoría de los católicos viven ajenos a todas estas discusiones y enfrentamientos. Para ellos la fe es algo socio-cultural que respetan e incluso practican externamente, pero el mensaje cristiano sólo llega a lo superficial. Gran parte de nosotros pensamos que aunque creemos en Dios no terminamos de creer en la Iglesia. Es una postura cómoda, porque nos aísla de lo negativo y también de un posible e incómodo compromiso real. Tampoco el Misterio Cristiano termina de ser parte de la vida cotidiana. La Liturgia es tan sólo una escusa para reunirnos los domingos y festejar los momentos importantes de nuestra vida. Nos dan casi lo mismo la trascendencia y el mensaje que contienen las celebraciones litúrgicas. 

La lucha dialéctica entre católicos tradicionales, conservadores, progresistas y revolucionarios, es algo intrascendente para la inmensa mayoría de los católicos. En todo caso, las luchas les convencen para mantener una cómoda y tranquila distancia con la Iglesia. 

Es curioso que Cristo haya puesto tanto énfasis en la unidad y en la integración de lo trascendente en la vida cotidiana y a los católicos nos resulte tan intrascendente todo esto. Pero que queramos ignorar esto no lo hace desaparecer. La unidad es un bien fundamental. Si no somos capaces de reunirnos en Nombre de Cristo, no podremos tenerle realmente entre nosotros. San Pedro habla de ello: 

Procurad todos tener un mismo pensar y un mismo sentir: con afecto fraternal, con ternura, con humildad. No devolváis mal por mal o insulto por insulto; al contrario, responded con una bendición, porque vuestra vocación mira a esto: a heredar una bendición. (1 Pedro 3, 8-9) 

Confieso que cansa trabajar por la unidad y darse golpes continuos contra las paredes que crean nuestros hermanos de fe. Cansa buscar sintonía y encontrarse trabajando únicamente por intereses humanos. Cansa intentar dialogar y encontrarse con recelos, discordias, reproches y sospechas. Donarse a Cristo no es donarse a una causa que toma como escusa a Cristo. Terminas quemado deseando encontrar un lugar donde poder vivir un poco de unidad. 

Les cuento una anécdota real. Hace poco un sacerdote me comentaba traza una línea roja entre él y cualquiera que discerniera y comentara su opinión sobre las consecuencias de cualquier acto, discurso, documento o comentario del Papa. ¿Qué posibilidades de trabajar unidos existe si nos requieren silencio y ceguera como condición previa? 

La unidad no proviene de un acto de obediencia ciega y acrítica. En la carta de San Pedro se puede leer donde se cimienta la unidad: mismo pensar, mismo sentir, afecto, ternura y humildad. La unidad no puede ser impuesta por ningún ser humano, ya que esta aparente unidad se convierte en opresión humana. La unidad proviene de la conversión. Conversión que necesita de la presencia de Cristo y de la Gracia de Dios. Si dejamos a Cristo y a la Gracia fuera de la Iglesia… ¿Qué unidad podemos tener? Para llegar al mismo pensar hace falta discernir y dialogar. Para llegar al mismo sentir, hace falta convivir fraternalmente. Todo ello con afecto y humildad. Humildad que no es silencio y ceguera acrítica, sino todo lo contrario. Necesitamos orar unidos y recibir los sacramentos unidos. 

La Iglesia necesita encontrar un espacio donde vivir esa unidad. ¿Dónde lo podemos encontrar? Veamos lo que nos dice el entonces Cardenal Ratzinger: 

«Como en el pasado el antiguo Israel veneraba en el templo su propio centro y la garantía de su unidad, y en la celebración comunitaria de la pascua realizaba de manera viva esa unidad, así ahora este nuevo banquete debe ser el vínculo de unidad de un nuevo pueblo de Dios. Ya no hay necesidad de un lugar central constituido por el único templo exterior... 

El cuerpo de Cristo, que es el centro del banquete del Señor, es  el  único  nuevo  templo  que  congrega  en  unidad  a  los  cristianos  mucho  más realmente de cuanto pueda hacerlo un templo de piedras». (Joseph Ratzinger. La Iglesia. El testimonio neotestamentario  sobre el origen y la naturaleza de la Iglesia) 

¿Cómo unirnos y reunirnos en Cristo si estamos continuamente reclamando que somos de Apolo, Cefas, Pablo, Francisco o Pío X? ¿No deberíamos de vivir unidos en Cristo, con el Papa como símbolo de nuestra unidad? 

Cuando se utiliza al Papa como escusa para atacarte y denigrarte, la Iglesia pierde su sentido. Cuando la Liturgia se convierte en un acto social, Cristo deja de estar presente en el centro de las comunidades. Cuando los actos y programas sustituyen a los sacramentos, la comunidad se cree plena y autosuficiente por sí misma. Cuando los sacramentos se viven como signos socio-culturales, sacamos la Gracia de Dios fuera de nuestras comunidades. 

Es muy triste ver como en el Sínodo de la Familia se ha intentado desunirnos como Iglesia, echando a Cristo de nuestras comunidades y dejando a la Gracia de Dios como algo inútil. Es triste que este intento de desunión sea apoyado por cardenales, obispos, sacerdotes y seglares a los que se les llena la boca con la palabra “misericordia”.

¿Qué misericordia puede traernos unas propuestas llenas de egoísmo y soberbia humana? Como decía una valiente doctora en su intervención frente al Sínodo de la Familia: 

Ahora necesitamos que Roma le diga al mundo: “Arrepentíos de vuestros pecados y volved a Dios, porque el Reino de los Cielos está cerca” 

Recemos por la Iglesia, lo necesitamos de verdad.