Isaías. 53, 10-11; Hebreos. 4, 14-16; Marcos. 10, 35-45

«El que quiera llegar a ser grande, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos»

«Siempre amanece aunque en mi alma parezca reinar la oscuridad. Siempre que crea, y espere. No quiero perder esa mirada que me levanta cuando me caigo y me hace creer si desconfío»

Creo que el dolor más grande del ser humano es la perdida de sentido en su camino de vida. El profundo vacío que puede llegar a encontrar en todo lo que hace. El hastío por llevar una vida aburguesada que no sacia la sed de infinito que tiene el alma. Esa sed honda, que aunque pretendamos saciarla con sucedáneos finitos, permanece viva. Con frecuencia me encuentro con personas que viven su vida sin sentido, sin pasión. Sobreviven, se arrastran. A veces notan el vacío. Lo acarician. Pero otras veces caminan sin darse cuenta. Viven tan hacia fuera que no notan lo que no tienen. Cargan el cansancio y sueñan con el descanso. Un día tras otro, semana tras semana. Pero no hay un sentido, no parece que haya una utilidad en lo que hacen, no luchan por lograr una meta, no tienen aparentemente un destino final de todos sus días. Vivir sin sentido es sinónimo de vivir muriendo. Poco a poco, sin darnos cuenta. Recuerdo el libro «El hombre en busca de sentido», de Viktor Frankl. En ese libro el autor relata que «los campos de concentración nazis dan fe de que los prisioneros más aptos para la supervivencia resultaron ser aquellos a quienes esperaba alguna persona o les apremiaba la responsabilidad de acabar una tarea o cumplir una misión»[1]. Los que le dieron un sentido al día a día en ese infierno lograron salir adelante, no desistieron. Le dieron sentido a días que parecían no tener sentido. ¿Cómo descubrir algo de luz en medio del dolor de la guerra, de la miseria de un campo de concentración? Como decía Nietzsche: «El que tiene un porqué para vivir puede soportar cualquier cómo»[2]. Sobrevivieron más que aquellos que habían dejado de vivir por dentro. Los que tenían un mundo interior que les llevaba a soñar con lo que no veían y sólo anhelaban encontraron un motivo para seguir luchando. Y pudieron mirar confiados el futuro. El mismo P. Kentenich, en medio del campo de concentración de Dachau, en medio del infierno, soñó con el cielo: « ¿Conoces aquella tierra cálida y familiar donde el amor eterno se ha preparado: donde corazones nobles laten en la intimidad y con alegres sacrificios se sobrellevan; donde, cobijándose unos a otros arden y fluyen hacia el corazón de Dios; donde con ímpetu brotan fuentes de amor para saciar la sed de amor que padece el mundo?». Me impresionan esas palabras que hablan de un amor ausente en un campo de trabajo, en el que la dignidad del hombre era herida y destruida cada día. Él soñó con ese mundo que conocía, con esa Familia que había crecido en torno a un santuario. Soñó con el cielo en medio del infierno. Y encontró un sentido por el que luchar cada mañana. Porque si la fe en el futuro falla, todo falla en nuestro interior: «Con la quiebra de la confianza en el futuro faltaban, así mismo, las fuerzas del asidero espiritual»[3]. Cuando dejamos de soñar con lo que puede ser. Cuando dejamos de creer que algo bueno puede nacer de las cenizas de la muerte y perdemos la esperanza, nos morimos lentamente. Por el contrario, cuando encontramos un sentido, no nos dejamos llevar por el desánimo.

En el campo de concentración, aquellos para los que la vida allí era sólo una parte de su vida, de su historia, un alto en el camino, encontraban un motivo para seguir luchando: «Infundir ánimos a un prisionero se conseguía proponiéndole metas futuras, presentándole un porvenir con sentido. Era preciso recordarle que la vida le esperaba, que un ser querido aguardaba su regreso con ansia»[4]. La vida sólo merece la pena si tiene un sentido, si hay un amor por el que luchar, alguien que nos espera, un objetivo que queremos alcanzar, una meta que nos marca un punto final, un futuro abierto que nos muestra la esperanza, una misión que cumplir en medio de los hombres. Esto vale para todos nosotros. Para nuestra vida normal que a veces podemos dejar escapar sin vivirla con intensidad. Cuando caminamos con un sentido que justifique nuestros pasos, con un sentido que nos trascienda en nuestra fragilidad, todo es posible, es más fácil y encontramos fuerzas en medio del cansancio. Pero cuando no es así, cuando todo lo que hacemos no tiene un sentido claro, cuando ni siquiera sabemos para qué hacemos muchas cosas, entonces nos fallan las fuerzas. Como comenta el autor del libro: «Una vida cuyo único sentido consistiera en salvarse o no, es decir, cuyo sentido dependiera del azar del sinnúmero de arbitrariedades que tejen la vida en un campo de concentración, no merecería la pena ser vivida»[5]. Una vida que sólo espera la salvación sin un sentido más hondo es una vida casi carente de sentido. No es necesario pensar en situaciones extremas como una guerra para valorar el sentido de nuestra vida. Creo que «nosotros no inventamos el sentido de nuestra vida, nosotros lo descubrimos»[6]. Cuando creemos en la misión que Dios ha sembrado en nuestros corazones somos capaces de luchar por ella. Y es que el alma no se puede atar al polvo finito de nuestro camino. El alma sueña con cosas grandes. Por eso necesitamos trascendernos, pensar en una vida eterna, para caminar por nuestra vida finita. Creo que el alma tiene alas muy grandes, inmensas. Alas que a veces no vemos porque están replegadas, escondidas, llenas de polvo. Las tenemos atadas a la tierra. Nos olvidamos de las alas y pensamos en pequeño, en diminutivo. Vivimos mirando el suelo y dejamos de soñar con las alturas. Y el corazón se llena de pena por no ver más allá de los cielos finitos. Quiero ser grande en el fondo del alma. Grande y eterno. Y a veces me confundo y quiero ser el mejor, o el primero en esta tierra caduca. Y cambio el sentido de la meta, el fin por el que lucho y me esfuerzo cada día por algo excesivamente pasajero. Y desconfío entonces de mi futuro, del sentido de mi vida. Desconfío de los sueños y me hago tristemente realista. Porque los fracasos del camino me hieren muy dentro y no me dejan ser más optimistas con lo que ha de venir. Dejo de creer en los cambios. En los propios que no siento, en los ajenos que no veo. Dejo de correr detrás de las quimeras y me conformo con contar los días que pasan ante mis ojos. No podemos vivir sin esperanza, sin ver más allá de nuestros fracasos. «Tenemos que tener esperanza. No podemos permitirnos pensamientos negativos. Incluso si piensas que las posibilidades de triunfar son escasas. La esperanza le da al alma la capacidad para sobrevivir»[7]. La esperanza me hace creer que siempre puedo volver a empezar. Siempre es posible. Siempre amanece de nuevo aunque en mi alma parezca reinar la oscuridad. Siempre que crea, siempre que espere. No quiero perder esa mirada que me levanta cuando me caigo y me hace creer cuando desconfío.

Hoy la Iglesia celebra el día del Domund, el domingo de la misión de la Iglesia en el mundo. Porque tenemos la misión de anunciar la esperanza, de hablar de un amor que todo lo transforma, de contar con nuestra vida que merece la pena amar hasta el extremo. Esa misión de contar que hay alguien, un Dios inmenso y personal, que nos ama con locura. Un Dios que se hizo hombre para hacernos hijos fieles, niños dóciles, hombres audaces, pobres que a todos enriquecen. La misión de llevar esperanza a un mundo que sólo puede cambiar desde el amor y nunca desde el odio ni el rencor. Es la misión de llevar a los hombres una mirada que todo lo transforma. Esa mirada que Jesús nos dejó cuando pasó haciendo el bien entre los hombres. El lema de este año es muy claro: «Misioneros de la misericordia». Nuestra misión en el camino de la vida es ser portadores de la misericordia de Dios. Ser signos de su amor en medio de los hombres. Capaces de compadecernos por el que sufre y experimentar en nuestra vida la misericordia de Dios que nos ama hasta lo más hondo de nuestro ser. Hoy la Iglesia reza por las misiones y nos hace tomar conciencia de la misión que Dios nos encomienda a cada uno. No puede haber una Iglesia que no sea misionera. Decía el Papa Francisco: «La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres». Jesús es misión. Todo cristiano lleva en el alma la misión de ser hijo, de ser apóstol en medio de los hombres. Tenemos un sentido para seguir luchando. No podemos callarnos, ni dejar de anunciar el amor de Dios. Como cristianos sabemos que la vida no consiste en vivir pensando en lo que la suerte nos pueda deparar, sino en aquello que podemos aportar al mundo: «En realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino que la vida espere algo de nosotros»[8]. La vida espera de nosotros. El hombre espera algo de mí. Tenemos algo que decir, algo que aportar con nuestro amor. Necesitamos salir de nosotros mismos para poder darlo, salir de nuestra comodidad, de nuestra zona de confort. El otro día leía: « ¿Quién soy? ¿Para qué fui creado? ¿Cómo ser feliz? A la razón le corresponde dirigir al hombre hacia su fin. La razón descubre su primer principio: se ha de hacer el bien y evitar el mal. En cualquier cosa que hagamos, sea cual sea el estado que nos corresponda en la vida, debemos hacer el bien y evitar el mal. No hay otra manera de orientarse en el camino que supone vivir»[9]. Nos ponemos en camino como misioneros. En el día de la misión la Iglesia reúne dinero para las misiones, reza por tantos misioneros que viven entregando la vida cada día. Tantas vidas que transcurren sin ser noticia. Y al mismo tiempo nos invita a renovar nuestro sí como misioneros.

¿Hasta dónde estoy dispuesto a seguir a Jesús? ¿Dónde me hace retroceder el miedo a no conseguir lo que tanto deseo? Jesús nos envía a la misión y lo hace con una promesa: Él va a ir con nosotros todos los días de nuestra vida. No nos deja solos nunca. Acompaña nuestros pasos incluso en esos momentos en los que no notamos su mano junto a la nuestra. Él guía nuestra barca a puerto seguro. Permanece con nosotros en la noche y durante el día. Le importa todo lo que nos importa a nosotros. Ama todo lo que amamos. Mira con nuestros ojos. Se conmueve al mirar nuestra alma y ver el deseo noble que hay en ella de dar la vida por entero. Pero a veces tenemos miedo y dudamos de nuestras propias fuerzas. Y pensamos que la comodidad es más fácil que la tensión. El acomodamiento que el heroísmo de una entrega total. Y vuelvo a leerlo: «El hombre no necesita vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por una meta o misión que le merezca la pena»[10]. La vida está llena de tensiones, de luchas, de tentaciones, de falsos ídolos y fácilmente me olvido de la razón última por la que me he puesto en camino. Y recuerdo a S. Bernardo cuando en medio de sus luchas interiores se preguntaba: «Bernardo, ¿a qué viniste?». En medio de las dudas se desvanece la llamada a emprender la misión, a salir de mi comodidad. En el fragor de la batalla los miedos son más fuertes que la llamada de Jesús y me quedo quieto. Dejo de oír su voz. Olvido su rostro y me confundo con tantos rostros, con tantas otras llamadas. La llamada a la misión es una llamada a ser apóstol en mi vida concreta, en mis circunstancias. Esa realidad que me toca vivir. A lo mejor no me llama a esos lugares de misión que tienen más fuerza y parecen más heroicos. La santidad de mi vida no se mide por la dificultad de las circunstancias que tengo que enfrentar, sino por la actitud interior con la que me entrego por entero, con docilidad, diciéndole a Dios que sí en todo momento.

Hoy llegan Santiago y Juan con un deseo en el corazón. Quieren asegurarse los mejores puestos. Quieren ser los primeros, a la derecha y a la izquierda. En el evangelio de Mateo es su madre la que intercede por ellos. Aquí son ellos mismos los que piden los primeros lugares. Me conmueve su deseo ingenuo de ser los primeros: «Se acercan a Él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dicen: - Maestro, queremos nos concedas lo que te pedimos. Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Quieren tener un lugar físico asegurado por anticipación. ¡Cuántas veces queremos tener nosotros un lugar! Un lugar donde encajemos. Un lugar al que pertenezcamos. Que nos dé paz y seguridad. Es algo tan humano desear tener un lugar. Un sitio propio donde nos identifiquemos. Donde descansar. Una comunidad. Un hogar. Un puesto donde nos reconozcan. Es el anhelo humano. Estamos hechos para el cielo, así que ese anhelo de pertenencia sólo se saciará del todo cuando lleguemos. Ahora, es verdad, tenemos un poco de peregrinos sin raíces, un poco de mendigos, un poco de sedientos. Y le pedimos a Jesús, a veces con bastante inmadurez, que nos dé un sitio. A veces la herida se abre, cuando otros nos recuerdan que no pertenecemos a ningún sitio. Que no somos de los suyos. Otras veces, alguien cuenta con nosotros y todo merece la pena. Encontramos un lugar en la familia, en la Iglesia, entre los hombres. En el libro «Divergentes» había facciones. Todos tenían que pertenecer a una. Les daba identidad. Y algunos sufrían porque tenían rasgos de varias facciones, y no se identificaban plenamente con una. Estaban perdidos. No encajaban totalmente. En realidad tenían un alma más grande y más abierta. En la vida, a veces no sólo queremos un lugar, queremos el mejor lugar, el primer sitio. Es la tentación del corazón. Queremos tener el mejor puesto. Desde niños queremos ser los mejores en el colegio. Soñamos con el mejor puesto de trabajo. Deseamos el éxito. ¿Es tan malo en realidad querer hacer las cosas bien, mejor que los otros? Lo tenemos muy metido en el alma desde nuestra infancia cuando nos enseñaron a competir, a sacar buenas notas, a luchar por vencer obstáculos en la vida. Sin orgullo y sin deseo de victoria, no lograríamos nada en la vida. No es recomendable esa actitud pusilánime de aquel que no se esfuerza por lograr éxitos, de aquel que no lucha por poner al servicio de los hombres sus capacidades, del que oculta sus talentos para no sobresalir demasiado. Sería absurdo dejar de hacer lo que podemos hacer queriendo ser los últimos, ocupar los peores lugares. No, no es eso lo que nos pide hoy Jesús. No quiere nuestra omisión. No quiere que renunciemos a nuestras capacidades, que dejemos de lado nuestro deseo de vencer y hacer bien todo lo que intentamos. Sería ir contra el talento que Dios ha sembrado en nuestro corazón. Como si no quisiéramos destacar en nada y nos abrumase que alguien nos felicitase por lo bien que hacemos ciertas cosas. Jesús no quiere que escondamos el don que nos regala. Pero sí quiere que no nos obsesionemos con ser los primeros, los mejores, con destacar en todo lo que hacemos, por tener el reconocimiento de todos. Como decía el Papa Francisco: «Una búsqueda desenfrenada por sentirse reconocido». La tentación de los primeros puestos nos hace vivir con expectativas poco realistas, exigidos por la vida, por los demás, por las circunstancias. Nos da miedo quedarnos solos si fracasamos en la vida. Preferimos asegurarnos un buen lugar antes que pasar desapercibidos y perder crédito y reconocimiento. Los primeros puestos nos dan prestigio, fama, comodidad, protección y personas que nos buscan. Llegamos a una cierta edad en la vida y pensamos que nos corresponde un cierto puesto, un lugar en el escalafón. Que los demás deberían respetarnos por lo conquistado, por la sabiduría adquirida. Esa exigencia social es cruel. Sobre todo hoy cuando vivimos tanto desempleo, tantas personas que en la mitad de su vida no tienen trabajo, lo han perdido todo y tienen que volver a comenzar. No han conseguido lo que soñaban, lo que los demás esperaban de ellos. Nos meten en el corazón desde niños el deseo de la fama, de los logros, de los primeros lugares. Y esa lucha enfermiza a veces nos hace esclavos. Y en esa lucha por ser los mejores, ¿qué estamos dispuestos a hacer por lograrlo? ¿Qué injusticias y abusos permitimos con tal de llegar a destacar por encima de otros? ¿Es Jesús la norma que determina cómo actúo a la hora de buscar los primeros lugares?

Jesús acoge y escucha a Juan y Santiago. Después de haberles contado que lo van a matar, que no va a lograr el éxito que todos esperan, ellos parecen no entender. Pero Jesús no se enfada porque no hayan comprendido nada. Jesús los ama. Valora su valentía, su trasparencia, su honestidad. Es tan humano llegar hasta Jesús y pedir por uno mismo. ¡Qué mezquinas son a veces nuestras peticiones! Juan y Santiago no se preocupan por Jesús. Por lo que les acaba de contar. No se preocupan por los otros apóstoles ni por los enfermos que ven a diario. No piden para otros un lugar. Piden sólo para ellos. Sin ver nada más que lo que ellos viven y necesitan. Su mirada es estrecha. Sólo ven lo suyo. Quieren asegurarse con tiempo un puesto. Si Jesús lo promete ahora podrán vivir tranquilos. Siempre me consuela pensar que Jesús los escogió a ellos que eran de barro como yo. Se preocupan de ellos, no comprenden a Jesús, tampoco comprenden de qué va la vida de verdad. Sus esquemas del mundo los aplican al reino de Dios. Eso es muy común. Aplicamos las mismas leyes de eficacia, productividad, poder, puestos, jerarquía, al mundo de Dios, a la Iglesia. Y Jesús nos dice que Él vino a servir. A dar su vida. A despojarse de todo. A hacerse pobre, sin lugar, sin derecho, sólo para servirnos a nosotros. Que vino a descalzarse y a arrodillarse ante nosotros. Y a decirnos que en su corazón tenemos el mejor lugar. Me enseña mucho cómo Jesús se enternece en lugar de enfadarse ante la petición de estos hermanos. Coge lo bueno de su petición. Así hace Dios con nosotros. Nos acoge aunque vengamos con egoísmos cuando rezamos. No nos desprecia. Nos toma en serio. ¿Qué le pido a Dios cuando rezo? Los hermanos fueron sinceros. No se inventaron palabras bonitas para quedar bien. A veces nuestras oraciones están llenas de palabras bonitas que no reflejan lo que de verdad queremos. ¡Qué importante es ser trasparentes ante Dios, ser lo que somos, sin tapujos! Él lo sabe todo. Sólo si nos acercarnos a Él con trasparencia, podrá cambiarnos los esquemas. Como lo hizo al escuchar a Santiago y Juan. ¡Qué vergüenza les daría después su atrevimiento! Se sentirían egoístas. Jesús los mira con ternura. Ve su fuego, su nobleza, su torpeza, su amor aún limitado.

Tres años al lado de Jesús son suficientes para despertar en los discípulos el deseo de más, de destacar, de lograr algo seguro. Tenían expectativas muy humanas, querían un lugar importante en ese reino que tan poco conocían. No sabían bien cómo era el poder de Jesús. No entendían su forma de reinar. Pensaban como los hombres, pero no como Dios. Habían vivido con Jesús y Él les había hablado de un reino nuevo, de ese reino que iba a acabar con las injusticias e iba a traer la paz definitiva. Un reino nuevo basado en el amor. Ellos querían un buen puesto en ese reino. Y los demás que se indignan al escucharlos seguramente también pensaban como ellos. La verdad, hoy no han cambiado tanto las cosas. Ellos lo habían dejado todo para seguir a Jesús. Estaban dispuestos a todo, pero seguían siendo muy del mundo. Tenían sueños humanos, anhelaban ser los primeros. Buscaban la gloria y el reconocimiento. ¡Qué fácil es caer en la tentación del poder aun cuando queremos servir con humildad! La edad, el camino recorrido, nuestra generosidad. Todo nos parece suficiente para justificar que los demás tengan que respetar nuestro lugar. Es el mismo deseo que yo tantas veces tengo. Y lo oculto bajo la apariencia del servicio. Pero quiero que se oiga mi voz, que se respete mi opinión. Quiero que los demás valoren más mis logros y respeten mi lugar. A veces los sacerdotes nos creemos en posesión de la verdad. Nos hemos situado a la derecha y a la izquierda de Jesús. Sin mala intención. Simplemente porque el poder siempre tienta. Y queremos que nos hagan caso y respeten. Al que tiene poder se le abre un campo de actuación inmenso. El poder nos capacita para tantas cosas. A veces yo mismo me creo poderoso. Dios me da la gracia de consagrar, de confesar, y me creo con poder. Como si fuera mi propio poder. Me da talentos y me sirvo de ellos pensando que son sólo míos. Y me siento orgulloso. En lugar de servir con humildad a través de ellos, busco torpemente el éxito, el reconocimiento, el halago. Hay algo en el poder realmente cautivador. Tiene mucha fuerza. La posibilidad de poder lograr, de poder hacer, de poder conseguir. El poder ser autónomo y capaz. Cuando somos poderosos no necesitamos a nadie. Somos invencibles, irreductibles, inquebrantables. Son otros los que nos necesitan y nos buscan. Decía Jean Vanier: «Cuando los pobres y los débiles se hallan presentes, nos impiden caer en la trampa del poder -incluso del poder de hacer el bien-, de pensar que somos nosotros los buenos, los espirituales, que debemos salvar al salvador y a su Iglesia. Al acercarnos a los más débiles, comenzamos a aceptar nuestra propia riqueza y debilidad; nos hacemos sensibles a las necesidades de los demás, aprendemos a exclamar al prójimo, a Jesús: - ¡No puedo hacerlo solo! Necesito tu ayuda». ¡Cuánto bien nos hace estar cerca de los que no pueden, de los que no tienen, de los incapaces! Cerca de los que son vulnerables y necesitados. Buscar el poder es lo opuesto a buscar ayuda. El que busca el poder se queda solo. El que pide ayuda encuentra una comunidad, compañía, una amistad, un hermano. La búsqueda de poder crea desunión y no trae la paz: «Al oír esto los otros diez, empezaron a indignarse contra Santiago y Juan». El orgullo, la vanidad desunen, crispan, generan violencia. Los otros tenían rabia y envidia de esos hermanos que pidieron lo que todos querían. Los desprecian y se escandalizan con hipocresía, como si ellos no desearan lo mismo. A veces pasa eso, cuando somos rígidos con algo es probable que compartamos ese pecado. El deseo de estar por encima de los demás desune. El sentirnos poderosos y capaces nos hace daño. Nos creemos capaces de ayudar, de dar, de cuidar. El poderoso se aísla y no busca aliados. No necesita a nadie. El débil, el pobre, el enfermo, el anciano, no tienen poder, son vulnerables. Han perdido la capacidad que a lo mejor algún día tuvieron. O tal vez nunca la tuvieron. Lo cierto es que ante alguien que no puede, que no es capaz, experimentamos nuestra propia debilidad. Una persona rezaba: «Yo, Jesús, te pido perdón por ponerme delante de ti tantas veces, y querer que me miren a mí, que me alaben a mí, que hagan lo que a mí me parece mejor. Ayúdame a vivir escondido en ti, a ponerte siempre en el centro y quitarme yo. Porque yo no soy digno de desatarte las sandalias, porque yo no soy nada. Ayúdame a no mirarme, a mirarte a ti. A señalarte a ti». Me gustaría rezar siempre así. A veces me pongo en el primer plano y me olvido de Dios. Me siento poderoso. ¡Cuánto bien me hace descentrarme, perder, ser olvidado! ¡Cuánto me ayuda que Él sea el centro de mi vida! ¡Cuánto bien me hace ser débil, necesitado, vulnerable! Me capacita para pedir ayuda a otros.

Jesús nos pone hoy en nuestro lugar. En primer lugar nos pregunta si estamos dispuestos a cargar con su cruz: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?». Muchas veces no sé si respondería con tanta alegría a esta pregunta de Jesús. Beber su mismo cáliz, cargar con su misma cruz. El corazón se me encoge. A veces somos muy generosos cuando escribimos nuestras oraciones. El papel lo aguanta todo. Le decimos a Dios que sí, que estamos dispuestos a dar la vida por amor, por su misión. Y luego, cuando llega el momento de beber su cáliz, de sufrir, de renunciar, nos escondemos. Tomamos el timón de nuestra vida tratando de eludir el dolor. Juan y Santiago no fueron capaces de beber el cáliz de Jesús ese día en el calvario. Sería después cuando se enfrentaron a su propia cruz y entonces el Espíritu los hizo capaces. Nosotros somos capaces de ciertas cosas en ciertos momentos y de otras no. Dios no nos pide más de lo que podemos cargar en cada momento. Eso me da paz y esperanza. Sí, yo también quiero estar dispuesto a beber su cáliz, a ser bautizado en su bautismo de sangre. Porque eso me habla de la intimidad con El. Yo quiero hacer de su vida mi vida. De su corazón mi corazón. Pero tengo miedo. El dolor, la pérdida, la misma muerte, me asustan. Hoy sigue habiendo tantos cristianos mártires, en Siria, en Irak, en tantas partes. Me conmueve pensar en su valor. Tantos hombres, jóvenes, adultos, que no están dispuestos a negar a Jesús en el momento final de sus vidas. Se niegan a claudicar y beben el cáliz amargo del sufrimiento. ¡Cuánto valor en sus corazones! No eligen los primeros puestos. Se entregan y reciben el mejor puesto junto a Jesús. Lo hacen en silencio, con paz en el alma. Me gustaría pedirle siempre a Dios que preparara mi corazón para beber un día su cáliz, para aceptar el dolor de la cruz, de la muerte, de la pérdida, de la enfermedad, del martirio. No me puede asegurar un lugar en su reino, pero sí un lugar a su lado en el camino de la vida. Quiero ser audaz y valiente para decir que sí. Quiero beber su cáliz. Puedo si Dios puede en mí. Puedo no por mis capacidades sino por la obra de arte que María y Jesús hacen en mi vida. Puedo cuando me dejo hacer, cuando me entrego sin miedo y sigo sus pasos.

Hoy Jesús nos invita a servir con humildad y sencillez. En el servicio sí que tenemos que ser los primeros. En ese servicio que Dios me pide y me exige allí donde Él me necesita. A veces me ignorarán y no tendré éxito después de servir con denuedo. No es tan sencillo servir y no ser el primero. Servir oculto entre la masa. Sin que nadie sepa. Servir aunque a mí no me sirvan. Servir aunque no me reconozcan y valoren. Servir para que otros se lleven la fama y los honores. Parece imposible. El corazón se rebela. ¡Cuánto cuesta servir de esta manera! El reconocimiento en la tierra debería ser lo de menos. Pero me importa. Me gustaría estar por encima de ello. Es una gracia, un don que pido. La recompensa será en el cielo. Hay dos caminos en la vida. Dos caminos que se nos presentan. El camino del que busca con pasión el poder. O el camino del servicio que lleva a la comunión. ¿No se puede servir desde el poder? Claro, eso es obvio. El que tiene poder puede servir mejor. Pero el que busca el poder por el poder, ese no sirve para nada. Como decía la Madre Teresa: «El que no vive para servir, no sirve para vivir». El poder puede aislar, generar tensiones y dividir. El servicio desinteresado siempre une. El poder de Jesús fue el servicio. El servicio por amor hasta dar la vida. Pero, ¡cuánto nos cuesta entenderlo! ¡Cuánto nos importan los cargos y los títulos! ¡Cuánto nos gusta tener poder y lo justificamos con buenas intenciones! Decimos que queremos servir desde el poder. Es verdadero nuestro deseo, pero, ¡qué tentador es el poder! ¿Busco servir cuando deseo el poder? ¿Es esa siempre mi verdadera intención? Nuestra forma de servir tiene que ver con el amor, con amar hasta el extremo. Así nos lo enseñó Jesús. El otro día leía: «El amor te desgasta, pero es bonito morir gastados como una vela que se apaga cuando ha cumplido su misión. Cualquier cosa que hagas sólo tendrá sentido si miras cada día a la eternidad. El objetivo de nuestra vida es amar y estar siempre dispuestos a aprender a amar a Dios y a los demás como sólo Dios puede enseñarnos. Si estás amando de verdad lo reconocerás en el hecho de que nada te pertenece porque todo es un don. Lo contrario del amor es la posesión. Lo que tienes no te pertenece nunca porque es un regalo que Dios te hace para que tú puedas hacerlo fructificar. No te desanimes nunca. Dios no te quita nada, si toma algo, es sólo porque quiere darte más»[11]. Mi servicio consiste en dar sin desfallecer. Servir a otros. Ser pequeño. Ocultarme. Aceptar no ser nadie especial, ni ser reconocido. Solo servir como Jesús lo hace. Que se despoja de su rango, que no pide nada, que lo da todo. Que vive entre los hombres sin exigir derechos. Que se descalza y se arrodilla ante mí. Esa es la clave en la vida. No exigir un lugar que puedo creer que me corresponde. No quejarme por no tener lo que otros tienen. No querer que me admiren, que mi opinión sea tenida en cuenta. Sencillamente dar hasta que duela. Donde me toque. Sin pedir nada. Dar lo mejor de mí en el sitio en que esté. Ese es el signo de Jesús. Dar hasta el extremo. Es bonito cansarse por amor.

 



[1] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido

[2] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido

[3] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido

[4] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido

[5] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido

[6] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido

[7] Louis Zamperinni, Don´t give up, don´t give in

[8] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido

[9] Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa

[10] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido

[11] Simone Troisi y Cristiana Paccini, Nacemos para no morir nunca, 154