Hay frases o palabras que se ponen de moda irremediablemente. Algo las hace salir de las catacumbas de nuestro lenguaje y de repente, todos las tenemos en nuestras bocas. Hay una que lleva algunos meses dando vueltas y creando conflictos: rigorista. 




Empecemos por la semántica: Rigorista (RAE): Extremadamente severo, sobre todo en materias morales o disciplinarias. Esta definición de la Real Academia de la Lengua es de tipo relativo, ya que decir  “extremadamente” implica una valoración personal respecto a la forma de comprender de cada cual. Severo (RAE): Exacto y rígido en la observancia de una ley, precepto o regla. 

Hay que tener en cuenta que aquí la postmodernidad propicia que esta palabra tenga éxito. El entendimiento de “ser rigorista” se aplica sobre reglas o preceptos que unos creen secundarios y otros fundamentales. Como en todo término relativista, todos podemos ser etiquetados como rigoristas. Rigoristas del cumplimiento y del incumplimiento. Rigoristas de la ley A o de la ley B. Pero los rigoristas del incumplimiento son los que suelen llamar “rigoristas” a los que intentan ser coherentes. En el caso de la fe católica se nos suele etiquetar de “rigoristas”, si intentamos cumplir lo que Cristo nos indicó, con la ayuda de la Gracia de Dios. 

Etiquetar conlleva una condena que unos imponen a otros. Quien mira a su hermano y le llama rigorista está etiquetando (condenando) su interior, por lo que se expone a se etiquetado (condenado) de igual forma. Dicen del León que a todos cree de su condición. ¿Ser coherente es un pecado? ¿Buscar la Gracia de Dios es dañino? A algunos católicos les parece repudiable y condenable saber que la Gracia hace posible lo que nuestras fuerzas son incapaces de alcanzar. 

Es curioso que el rigorismo se asocie con una postura que Cristo condenaba, ya que lo que constantemente señalaba en los Fariseos era su hipocresía, no su fidelidad. Quien se cree superior y libre de todo pecado, no es más que un sepulcro blanqueado. Quien señala como “rigorista” a su hermano, olvida que él también lo es aunque de signo, carisma o tendencia diferente. La misma condena del rigorismo nos deja en evidencia. 

Llamáis muertos a aquellos a quienes no pudo llegar ni el olor de los cadáveres de los africanos, cualesquiera que fueran, y no consideráis muerto a quien puede ocultar la propia torpeza, cuando dice la Escritura: Del muerto, como de quien no existe, está ausente la alabanza ¿Acaso no está muerto porque finge? Todo lo contrario; al carecer del espíritu de vida, por la misma ficción, ha muerto totalmente, pues dice una vez más la Escritura: El Espíritu Santo, que nos educa, huye del hipócrita. Seguid defendiendo aún a esos muertos y decid que viven, y así moriréis (San Agustín. Réplica al gramático Cresconio, donatista  26,32).

Si recordamos la Parábola del Fariseo y el Publicano, nos daremos cuenta que el Fariseo se vanagloriaba, hipócritamente, de no ser como aquel Publicano que estaba al fondo:
 

El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. (Lc 18, 1112) 

El cristiano debería mirar a su hermano y ver en él los mismos errores y pecados que lleva consigo. Juzgar las causas y circunstancias, para ayudarle en todo lo que pueda. Lo que realmente justificó al Publicano fue saberse pecador y necesitado de la Gracia de Dios para seguir adelante día a día. Quien hace de la hipocresía su modo de vida, está muerto para el Espíritu y lo que es peor, contagia esa muerte a todos los que se dan cuenta de su hipocresía. 

Quien mira a la Iglesia desde fuera y nos ve tachándonos unos a otros de rigoristas, huyen como de la peste. Se dan cuanta de que la coherencia se paga cara y la hipocresía se adueña de la vida interior de la Iglesia.