El junio del año en curso, estuve con dos amigos pasando el fin de semana en Xico, Veracruz, México. Un lugar que se encuentra en la lista de los “Pueblos Mágicos” por sus paisajes naturales y cultura reflejada; especialmente, en la gastronomía, la piedad popular y el legado arquitectónico tan pintoresco.

Como parte de las actividades, subimos cuesta arriba por un camino que conduce hacia “Xico viejo”. A mayor altura, mejor vista, aunque atenuada de vez en cuando por la neblina. En medio del camino, los árboles, las montañas, los tenis, alguna que otra caída de agua, el fresco y la llovizna, entre que platicaba con mis amigos, me puse a pensar en los frailes de la primera hora con el hábito blanco y capa negra, aquellos que siguieron a Sto. Domingo de Guzmán, recorriendo kilómetros enteros, movidos por el firme deseo de dar a conocer el Evangelio de forma comprensible, capaz de atraer a propios y a extraños. Al sentir el cansancio del tramo recorrido, recordaba lo que implica tomarse enserio la fe y, desde la propia vida, compartirla, pues se impone caminar, desplazarse, dejándose llevar por el Espíritu Santo, quien –al igual que a los frailes, aunque desde un “modus vivendi” distinto- nos lleva a predicar por los caminos del mundo, del siglo XXI.

En el marco de los 800 años de la Orden de Predicadores, vale la pena revalorar el sueño de Domingo y, quienes nos sentimos tocados por su mismo proyecto, hablar de Dios a partir de la experiencia, del estudio, sabiendo vivirlo, para luego ejemplificarlo y que resulte accesible; especialmente, a las nuevas generaciones que saben hacernos muy buenas preguntas. Obviamente, esto no significa que todo el día vamos a estar dando lecciones de religión, pero sí que sepamos practicar lo que creemos y, cuando la situación se preste, proponer con palabras la opción del Evangelio, rompiendo prejuicios y estereotipos, porque es posible vivir la fe y, al mismo tiempo, ser felices, disfrutando las cosas sanas de la vida.