"La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: “Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo. Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña Él solo."  (Jn 6, 1115)

         El Evangelio de esta semana nos muestra a un Cristo que huye. No huye de la cruz sino de los aplausos. Y lo hace, sobre todo, porque sabe que no son sinceros sino interesados. Le aplauden porque han comido gratis hasta saciarse. No aplauden su mensaje, sino sus milagros. Y el Señor se va.

         A Jesús no le molesta que le pidamos cosas, sino todo lo contrario. Su amor por nosotros es tan grande que su mayor alegría es precisamente amarnos y ayudarnos. Pero porque nos ama de verdad, Él no está a gusto hasta que su ayuda no produce en nosotros los frutos deseados. El más importante de esos frutos, el que va unido al concepto mismo de salvación, es el de liberarnos del egoísmo y hacernos entrar en el camino de la generosidad, del agradecimiento, del amor.

         Cuando aprendemos a amar, a agradecer, es cuando la salvación está obrando en nuestro interior. Por eso, si estamos dispuestos a pedir ayuda, debemos aprender también a darla. Si acudimos al lado de Jesús cuando tenemos problemas, debemos ir también a darle gracias o, simplemente, a hacerle compañía. No le busquemos sólo porque lo que vamos a obtener de Él, sino por Él mismo; no acudamos sólo a pedir, sino que vayamos también para dar y para agradecer. Un agradecimiento que vaya más allá de la cortesía, de las palabras educadas, pues a veces éstas son una excusa para quedar con la conciencia tranquila. Y si lo hacemos así, Él no huirá de nosotros, sino que nos admitirá en su compañía y nos llenará de sus dones.