Continuamos con las palabras de Romano Guardini sobre el recogimiento. 
 
Visto qué es en sí el recogimiento y la urgencia para el crecimiento del hombre en su interioridad, dadas las prisas y el nerviosismo en los que vive, pasa el autor a su consideración en la liturgia, con sencillas fórmulas, cargadas de realismo.
 
 
Silencio y recogimiento son condiciones de la verdadera participación en la liturgia; una pastoral que merezca tal nombre los cuidará y potenciará para que todos entren en el ámbito de la liturgia con la atención interior puesta en el Señor y en su acción salvadora a través de los misterios de la liturgia.
 
    "En primer lugar, es posible que la liturgia sea lo que es a partir del recogimiento. No sirve de mucho hablar de los textos sagrados, del sentido profundo de los símbolos y de la renovación de la vida litúrgica, si no se toman en cuenta las condiciones que permiten considerar seriamente el tema. Si no se cumple esto, la liturgia se convierte también de nuevo en algo “interesante”, es decir, en una moda por la cual uno se entusiasma durante cierto tiempo para después abandonarla.
 
Lo primero que hay que tener en cuenta para poder celebrar realmente la liturgia es el recogimiento interior. Pero este acto de recogimiento no surge por sí solo, es preciso que sea querido y ejercido, al igual que el silencio. Ante todo, se debe ir con tiempo a la iglesia, para que pueda haber un ordenamiento interior. Aunque sea por una sola vez, reconozcamos cuál es el estado en que nos encontramos cuando atravesamos las puertas del templo. ¡cuánta intranquilidad, cuánta dispersión, incluso se podría decir cuánto descuido! Más aún, en sentido estricto, se podría decir que no somos realmente personas, al menos no en el sentido de que Dios puede hablarnos, y nosotros responderle. En realidad, somos un manojo entremezclado de sentimientos, fantasías, pensamientos y proyectos. Por eso, lo primero que tenemos que hacer es sosegarnos, estar verdaderamente presentes, concentrar nuestros pensamientos y nuestro ánimo, y decir: “ahora estoy aquí. Lo único que tengo que hacer es participar en la santa misa. Esto es lo único verdaderamente importante, y yo estoy totalmente convencido de ello”.

    En cuanto se intenta hacer esto, se percibe cuán distraído se está. Los pensamientos van de aquí para allá, hacia los hombres con los que hay que trabajar, hacia la familia, hacia los amigos y hacia los enemigos, hacia le trabajo profesional y hacia las preocupaciones que trae consigo; hacia los asuntos públicos y hacia mil cosas más. Por eso hay que recoger esos pensamientos una y otra vez, siempre esforzándonos por estar interiormente atentos. Una vez que se percibe cuán fatigoso es esto, no hay que decir que no tiene sentido hacer ese esfuerzo, sino afirmar que ya es tiempo de “volverse hacia sí mismo”. ¿Pero es realmente posible hacer esto? ¿El hombre no permanece sometido a las impresiones del mundo exterior, a la inquietud de sus sentimientos, a los apetitos de su deseo? Esto es lo decisivo, lo que constituye la diferencia entre el hombre y el animal. El animal es prisionero y esclavo, pero añadimos que tiene una protección, precisamente dentro del orden interior de sus instintos.

    No podemos afirmar que el animal es distraído. En el sentido que hemos utilizado esta palabra, el animal no se distrae ni se concentra, ya que se encuentra en un estado previo a esta alternativa. Él es tal como tiene que ser, según su naturaleza, para poder vivir de acuerdo con el orden de sus instintos. Sólo el hombre puede estar distraído, porque algo en él –su espíritu- excede la mera naturaleza. El espíritu puede dirigirse al mundo y perderse en él, pero este mismo espíritu también puede superar algo esta dispersión y volverse hacia sí mismo. En esto hay algo plenamente misterioso, algo que tiene el modo de la eternidad. El verdadero sosiego y recogimiento es precisamente la eternidad. El tiempo es inquietud y disipación, la eternidad es sosiego y unidad, pero no en el sentido de inactividad o tedio. Así habla la gente necia e ignorante.

    La eternidad es la plenitud de la vida, pero en el modo de la serenidad. Hay algo de lo eterno en nuestra interioridad más profunda. Quizás podemos designarlo con el bello nombre que se encuentra en los maestros de la vida espiritual: “suelo del alma” o “cumbre del espíritu”. En el primer caso, se manifiesta como la serenidad de lo profundo y de lo íntimo, en el segundo caso, como la tranquilidad de la cima y de lo elevado. Esto está en mí, y yo puedo apoyarme en ello. Procediendo de este modo puedo alejarme del acoso y del embrollo, rechazar lo que no pertenece a este dominio íntimo y estar en silencio y unido consigo mismo, de tal modo que, cuando Dios me llama, yo puedo ser efectivamente alguien que está en condiciones de decir: “aquí estoy, Señor””.

Romano Guardini,
Preparación para la celebración de la Santa Misa,
Edibesa-San Pablo, Buenos Aires, 2010, pp. 23-25.