Éxodo 24, 3-8; 2 Corintios 5, 6-10; Marcos 4, 26-34

«Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo»

«Él tiene mi vida en sus manos. No quiero apoderarme de mi presente. No quiero sentirme dueño de mi suerte. Quiero vivir con la paz del que sabe que su vida descansa en Dios»

El corazón del hombre tiene la capacidad de soñar con lo imposible. De creer en sus fuerzas y luchar contra toda esperanza. Cuando miro así la vida creo que sólo con mi fuerza puedo llegar a lugares insospechados Veo el final del camino antes de echar a andar. Toco la meta cuando aún no he salido. Gano un torneo antes del primer partido. Es la fe en la victoria. El otro día leía: «Cuando acechan las dificultades podemos irnos un momento a nuestro vestidor personaly pararnos a pensar qué traje me quiero poner para vivir esa situación de mi vida. Qué necesito para poder afrontar con éxito esas circunstancias a las que me voy a enfrentar. Esa situación que es única, histórica y que en cualquier caso es de mi patrimonio personal, y vale la pena ser vivida con la máxima intensidad que me permita crecer»[1]. Muchas cosas en mi vida dependen de la actitud con la que las enfrento. El corazón se enamora y desea lo que aún no posee. Pero sólo es posible cuando somos positivos y optimistas. Cuando creemos que podremos lograr lo que soñamos y pensamos que ninguna barrera va a obstaculizar nuestros pasos. Ese traje es el de la fe ciega en mis capacidades, en mis posibilidades. Ese espíritu de lucha, esa confianza, son pilares para caminar. Vivir con esa confianza en el futuro nos hace capaces de más. Eso sí, no podemos quedarnos sólo en nuestra fuerza ni pensar que ya lo hemos logrado todo cuando aún nos queda mucho por andar. Podemos creer haber llegado ya al final y sentirnos felices con lo que tenemos, satisfechos. Aunque nunca sea suficiente. El otro día escuché algo que me dio qué pensar: «Tenemos que desconfiar incluso de nuestros momentos de plenitud». Momentos en los que creemos que estamos muy bien, tranquilos, plenos, en la cresta de la ola, en la cumbre de la montaña, felices, triunfadores. No es así la vida. No es algo estático. Todo es dinámico. Subimos y bajamos. Y cuando nos sentimos cómodos tal vez es porque nos hemos acomodado. No nos hace bien. Siempre estamos en camino. En esos momentos de gloria me acecha la tentación de pensar que todo me sale bien. En ese momento me apodero de Dios, me creo poderoso como Él. Confío sólo en mis fuerzas y pienso que soy yo solo el que llega, gracias a mi poder, a lo alto de la cima. Me recuerda a Ícaro y sus alas. Este mito griego nos cuenta la historia de la huida de Ícaro con su padre de la isla donde estaban retenidos. El padre antes de salir le recomendó a su hijo no volar demasiado alto, muy cerca del sol, ni demasiado bajo, muy cerca del mar. Pero el hijo se dejó llevar por su pasión y no hizo caso. Imprudentemente se acercó mucho al sol. La cera que sujetaba sus plumas se derritió y cayó sobre el mar. Se creyó poderoso, capaz de todo y cayó desde lo más alto. Queremos subir como Ícaro, muy cerca del sol. Es la gran tentación del hombre de hoy. Nos tienta el poder y el tener. La fama y el éxito. Nos sentimos poderosos, libres, autónomos. No queremos tener jefes, ni depender de nadie. Nosotros solos podemos. Ícaro no obedeció a su padre, se dejó llevar por la atracción del sol. Inmadurez, temeridad, riesgo. En la vida corremos siempre riesgos. Forma parte de nuestra condición limitada. Nuestra fragilidad nos confronta siempre con el riesgo, con el límite. Arriesgamos animados por la atracción de lo que soñamos. Es la tentación. Siempre más, siempre más alto, más lejos. Siempre puede haber más personas que nos amen. Siempre pueden seguir más nuestro camino. La tentación del poder. Las alas de Ícaro nos elevan sobre el mundo. Pero son alas frágiles, humanas. Si Dios no nos sostiene, podemos caer y dejarnos llevar por la vida.

Es necesario recuperar la conciencia de ser hijos. Para así ser más prudentes en el uso de nuestras fuerzas. Porque las fuerzas al final siempre nos fallan. El ritmo en nuestra vida acaba disminuyendo. Dejamos de ser tan capaces, tan buenos en lo que controlamos. Y entonces necesitamos ayuda. Y si no la pedimos, al final nos acabamos quebrando. Porque nos hemos creído que todo depende de nosotros, sin contar con Dios. A mí me gustaría vivir con la fe de los niños, esa fe que mueve montañas. Los niños son capaces de lograr lo imposible, porque confían, creen. Decía el P. Kentenich: «Debemos esforzarnos por llegar a tener una fe tan sencilla en la Providencia como la que teníamos cuando éramos niños. Esa era una época dichosa. En ese tiempo no vivíamos de las ideas; la vida todavía no nos había mostrado sus problemas»[2]. La fe del niño que cree en la fuerza imposible de su padre. Para él no hay barreras infranqueables. Dios nos recuerda que somos sólo instrumentos en sus manos. Nos necesita y nosotros a Él. No podemos lograrlo todo sin Dios. Más bien poco es lo que logramos. No podemos alcanzar solos las estrellas si no vamos en sus alas. No podemos volar más allá de nuestras fuerzas, porque el excesivo calor derretirá nuestras alas. O el agua mojará nuestras plumas y no nos dejará volar. Necesitamos aceptar que somos pobres. El otro día pensaba en la bienaventuranza que me identificaba para vivir esta semana. Justo la semana comenzó el lunes con las bienaventuranzas. Pensé en la primera: Bienaventurados los pobres en el espíritu. Son felices porque no poseen nada, porque no han puesto su seguridad en lo que poseen y por eso viven con fuerza el presente. Y, curiosamente, no le temen tanto al futuro. Por eso pensé que me gustaría vivir así cada día. Sin agobios, despreocupado, confiado, como los niños. Pensé en algo que leía el otro día: «Hay dos campañas publicitarias habituales que trasmiten un mensaje muy interesante. Una dice: ¿Cosas a hacer antes de morir? Vivir. Y otra: Vive ahora. Ambas trasmiten una atractiva idea de vivir en el momento, hacer lo que podamos hacer ahora, en este momento. Ambas se refieren al placer porque anuncian bebidas, pero nosotros lo podemos aplicar a lo que nos parezca. Por ejemplo a nuestros ideales, a los proyectos, a los propósitos. Voy a vivirlos ahora. No sé qué pasará mañana, pero si los vivo en presente a cada instante, seguramente llegue hasta el final»[3]. Vivir el presente es un don. Muchas veces vivimos pensando en lo que ya ha pasado o agobiados por lo que ha de venir. Vivir el presente como los niños es una gracia. Vivir sin olvidar el pasado, porque sobre él se asienta nuestra vida. Pero sin temer el futuro, porque ese miedo no es sano. Y recuerdo entonces una canción de la Hermana Glenda: « ¿Por qué tengo miedo? Si nada es imposible para Dios». Mi temor es como el de esa canción. Me olvido de lo importante, nada es imposible para Dios. Por eso es posible vivir el ahora. Es posible cuando vuelvo la mirada a Dios y me siento como un frágil niño en sus manos de Padre. Mis alas no son poderosas. ¿Por qué me olvido? No lo pueden todo, pero vuelan. Ahora mismo vuelo. No me planteo si podré volar mañana. No pienso en ello. Vivo el hoy. Y el hoy lo lleno de Dios. Como los niños. Así me gustaría vivir cada día, cada hora, con pasión. Con esa santa indiferencia ante lo que ha de venir. Sólo Dios sabe. Él tiene mi vida en sus manos. No quiero apoderarme de mi presente. No quiero atarlo a mi vida como si Dios me lo debiera. No quiero temer perderlo. No quiero sentirme dueño de mi suerte. Simplemente quiero vivir con la paz del que sabe que su vida descansa en Dios.

Pero, ¿cómo podemos confiar en Dios y en su acción oculta cuando ocurren tantas desgracias a nuestro alrededor? Nos falta la mirada de los niños. Nos parece que el reino de Dios no está presente. Decía el P. Kentenich: «Hay crueldades horribles con que me encuentro en todas partes. También mi vida está desgarrada por crueldades. También hay una cierta crueldad en el hecho de que el Señor haya permitido todo eso. ¡Habría podido evitarlo! Hay crueldades y más crueldades. ¡Y tengo que creer que tras estas crueldades terribles hay no sólo un Dios personal, sino un Dios de amor! Sufrimientos enormes y, a pesar de todo, detrás de ello, la bondad paternal de Dios»[4]. ¡Cuánto nos cuesta ver el amor cercano y bondadoso de Dios detrás de las crueldades de las que somos testigos! ¡Qué difícil acariciar su amor en el dolor de nuestra cruz! El mal parece tener más fuerza que el bien. Nos atemoriza la posible fragilidad del amor de Dios. Seguimos viendo la semilla pequeña, no el árbol inmenso que cobija y protege. Vemos la debilidad del corazón humano que se entrega por amor y luego no logra mantenerse fiel a sus promesas. ¡Qué frágiles somos! ¡Con cuánta fuerza vence el pecado en nosotros! ¿El reino de Dios crece en nuestro corazón? Es el lugar donde se juega la lucha en nuestro interior. Allí optamos, decidimos, rechazamos, amamos, odiamos. Allí nos abrazamos a Dios o le damos la espalda. Allí nos dejamos llevar por su amor o por la fuerza de la tentación que nos lleva por otros caminos. ¡Qué frágil nos parece el reino de Dios! Crece y es destruido. El escándalo, la corrupción, la fragilidad de los hombres. Estamos tan lejos de la cumbre a la que Dios nos llama. ¿Cómo podemos mantenernos fieles en el camino? No es sencillo. Jesús anuncia el reino de Dios y lo hace presente con su propia vida, con sus palabras, con sus gestos de amor. Sus parábolas nos ayudan a comprender. ¿De qué nos habla cuando explica el reino de Dios? El otro día leía: «El reino de Dios no era para Jesús algo vago o etéreo. La irrupción de Dios está pidiendo un cambio profundo. Si anuncia el reino de Dios es para despertar esperanza y llamar a todos a cambiar de manera de pensar y de actuar. Hay que entrar en el reino de Dios, dejarse transformar por su dinámica y empezar a construir la vida tal como la quiere Dios»[5]. El reino comienza con una forma nueva de vivir, de amar, de pensar. El reino nos transforma totalmente. Nos hace hombres nuevos. ¿Ha crecido el reino de Dios en mi interior? ¿Soy más suyo?

Al inicio del capítulo cuarto de Marcos vemos a Jesús enseñando junto al mar. Había tanta gente que subió a una barca, y la gente se quedó en la orilla escuchando. Me encanta esa imagen, y siempre pienso en la atracción que tendría Jesús para que tantos lo siguiesen. Jesús habla mirando el mar y los campos. Habla de lo que todos conocen, de las cosas sencillas que son el día a día de toda esa gente. Comienza hablando de la parábola del sembrador, que lanza su semilla a cualquier lado, sin escoger la mejor tierra. Se lo dice a tantos que lo escuchan, fariseos, pescadores, campesinos, enfermos. En el Evangelio que leemos hoy, Jesús sigue profundizando en esa imagen que todos conocen de la tierra. Hoy Jesús compara el poder del reino de Dios con el de una semilla. Ese reino que crece en el silencio. Sin que hagamos nada: «El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega». La semilla. La cosecha. El sembrador. El fruto. Jesús siempre habla de lo cotidiano de un modo nuevo que nos lleva a plantearnos preguntas. Hoy Jesús nos dice que la semilla crece de noche, en el silencio. Crece sin que nadie la mire, oculta. Guardada. Tiene que madurar en su tiempo. Con paciencia. Esperando, sin hacer grandes cosas. Invisible. ¡Cuántas veces amamos, nos entregamos y no vemos fruto! Nos cuesta creer sin ver. Cuando Jesús nos dice que el reino de Dios crece sin que nos demos cuenta, nos desconcierta. Pensamos que necesita nuestra entrega, y es cierto. Pero crece también cuando dormimos. Sin méritos, sin lucha, sin batalla. Esta mirada nos permite creer en la forma silenciosa en la que actúa el reino de Dios en nuestra propia vida. Es lo que hizo Jesús, quien en su vida mortal «trata más bien de convencer a todos de que la llegada de Dios para imponer su justicia no es una intervención terrible y espectacular, sino una fuerza liberadora, humilde pero eficaz, que está ahí, en medio de la vida, al alcance de todos los que la acojan con fe»[6]. Actúa silenciosamente, sin grandes fuegos artificiales, sin espectáculo, de forma callada. En la vida tal vez nos gustaría más sentir y tocar. Ver a Jesús hecho carne. Tocar ese amor que nos salva. Y tantas veces no lo tocamos en el silencio del corazón y no vemos su reino creciendo cuando nos levantamos. Tantas veces queremos tocarle y que nos toque. Queremos milagros extraordinarios. No sé, pienso que a veces somos muy simples y no miramos la vida en profundidad. Sembramos y queremos el fruto ya. Nos cuesta ocultarnos y dar gratis. Dar sin medir nos hace más humanos. Nos ayuda a vivir con generosidad, sin calibrar riesgos ni recompensas. Sembramos. Damos. Y el fruto es de Dios. Me da paz pensar que la semilla crece de noche en la tierra. Es verdad, ¡cuántas cosas crecen en la noche, en momentos de desierto, cuando hemos perdido el timón y no sabemos dónde ir! Somos entonces vulnerables y la tierra rota es más fácil de penetrar. Somos necesitados y pequeños. La incertidumbre nos ayuda a confiar, a abandonarnos. Nos hace sencillos y nos ayuda a mirar a los otros con cariño, con cercanía, sin juzgar cuando fallan, cuando caen, cuando pierden la honra y el honor. ¡Qué fácilmente juzgamos a veces! Al final, sólo cuenta lo que damos, lo que ponemos, no el éxito ni los aplausos. Cuenta el amor entregado, sembrado, enterrado. La semilla crece de noche, en la tierra, echando raíces profundas; nadie la ve. Aparentemente no existe. La desproporción entre la semilla y el fruto viene dada por la obra de Dios, no por nosotros. Dios lo hace. A veces invertimos tanto y no pasa nada. Luego hacemos algo pequeño y Dios da mucho fruto. El crecimiento siempre es lento. El otro día leía: «No hay que impacientarse por la falta de resultados inmediatos; no hay que actuar bajo la presión del tiempo. Jesús está sembrando; Dios está ya haciendo crecer la vida; la cosecha llegará con toda seguridad»[7]. Muere la semilla y da su fruto. Y todo sin que nosotros lo sepamos. El reino está lleno de dinamismo, es algo vivo, no es un estado, una roca firme y rígida. En el reino la vida está en movimiento. Hace falta tener mucha confianza para creer en lo que no vemos. Aunque no se vea, aunque nos parezca que el mal tiene más fuerza, el reino de Dios y su bondad siguen creciendo. La semilla sigue dando fruto. Dios está detrás actuando. Es la invisibilidad del reino. Es así en la vida del alma. En nuestra vida interior. En nuestro amor entregado. A veces vivimos de espaldas a nuestro interior, sin conocer cómo es nuestro ritmo de crecimiento. Sin ver a Dios en el alma. Sin saber qué cosas nos ayudan a madurar, qué nos hace daño, cómo son mis noches. Sin comprender mis talentos más ocultos, los límites que me ayudan a conocerme más. Sin aceptar del todo las situaciones que me hacen romperme. Y aun así, es verdad, siempre hay una parte misteriosa: lo que Dios hace con nosotros. La semilla crece sin saber cómo. Hay algo más allá de mí, que hace posible el milagro. Dios logra que me desdoble cuando me abandono a Él. Él trabaja donde yo no llego y cuida y protege lo que yo no sé cuidar. És capaz de hacer algo increíble, que es sacar cosas buenas de mis defectos, de mi barro, incluso de mis pecados. Él rompe mi semilla, mis muros y saca lo mejor de mí. Él me ve ya como seré en plenitud. Él ve el árbol más bonito aunque ahora sólo exista la semilla, fea y rugosa. Dios sueña con ese árbol que ya soy en parte. Por fuera todas las semillas parecen iguales, pero Él sabe que no, cada una madura de forma distinta, a su ritmo. Cada una es diferente. Nos quiere a todos de forma única.

El poder de la semilla más pequeña, esa semilla de mostaza, siempre me impresiona. El reino comienza como una pequeña semilla. La más pequeña de todas. Es su pobreza que no llama la atención a los ojos de los hombres: «Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas». Es semilla al comienzo y llega a ser un gran árbol. Hoy se nos habla de un monte y de un árbol inmenso y poderoso. En él todos encuentran su descanso.Tiene que ver con el reino de Dios. Me gusta esa imagen: «Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré. De sus ramas más altas arrancaré una tierna y la plantaré en la cima de un monte elevado; la plantaré en la montaña más alta de Israel, para que eche brotes y dé fruto y se haga un cedro noble. Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus ramas». Un árbol poderoso que habla de Dios. Un lugar en el que descansar. Un nido. Un espacio abierto al que poder volver cuando nos falten las fuerzas. Así es el reino de Dios. Ese espacio en el que echar raíces en un mundo desarraigado. Queremos descansar tantas veces cuando nos faltan las fuerzas. Cuando nos sentimos débiles y pequeños. Si el árbol crece puede cobijar a los pájaros en su ramaje. Cuando nosotros maduramos podemos cobijar a otros en nuestros brazos: «Echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas». Marcos 4, 26-34. El comienzo de grandes obras siempre es pequeño, sólo una semilla. El final, un gran árbol, un monte, un lugar inmenso en el que ser cobijados. Pequeño fue el comienzo de Jesús en Galilea. El comienzo de la Iglesia en Pentecostés. El comienzo de grandes obras de Iglesia. Una primera piedra. Un primer paso. Un tímido sí. Una decisión. Una semilla enterrada que muere para dar fruto. La sangre de los primeros mártires que dio el fruto de nuevos cristianos. Sí, siempre el comienzo es pequeño. Grandes personajes públicos tuvieron un comienzo sencillo, oculto. Suele ser así en la vida del hombre. Es así en la vida de Dios. La semilla de la mostaza es un canto a los pequeños. Jesús nos sorprende. De la semilla más pequeña sale el árbol más grande. Esto tiene mucho valor. Porque Jesús mira la pequeñez y la humildad con ternura, se conmueve ante los hombres sencillos. Sólo los pequeños pueden crecer más allá de sí mismos. Porque confían y es Dios el que habla en ellos, el que actúa en ellos, el que lleva el control de su vida. Sólo el pequeño se podrá romper para sacar de dentro lo más suyo. Sólo el pequeño es hijo. Estar cerca de Dios es sacar del alma cosas insospechadas que muchas veces nos damos cuenta que no son nuestras. Es verdad que a veces nos sentimos semilla y a veces nos vemos árbol. A veces nos vemos feos, inútiles, enterrados, y nos cuesta descubrir el sentido de nuestra vida. Y otras, quizás, árboles, cuando otros anidan en nuestras ramas, cuando podemos proteger a los demás con nuestra sombra, cuando otros encuentran hogar en nuestra vida. Entonces nos parece que nuestra vida merece la pena. Y somos siempre semilla y árbol. Semilla pequeña y pobre donde Dios ve el árbol más grande y más frondoso. Me encanta este ejemplo que usa Jesús, usando lo más despreciable para el hombre, la semilla más pequeña. El más pequeño tiene las ramas más grandes. Me gusta que Jesús, cuando habla del árbol y de su fecundidad, no dice que es bello, ni siquiera que da fruto abundante, sino que valora lo que es para otros. Otros anidan. Otros se refugian en su sombra. Es verdad, lo que nos hace plenos en la vida es lo que damos, lo que entregamos. Que otros puedan sentirse en casa, sentirse queridos y acogidos en lo que son. Que en momentos de sed, de desierto, podamos dar sombra y frescor, aliviar sencillamente, sin querer solucionar la vida a nadie, sólo consolar lo que podamos. Abrazar. Acompañar. ¿Quién descansa en mí?

Siempre he pensado en Nazaret como el tiempo de la semilla enterrada bajo tierra. El tiempo en el que el reino crece en silencio. Ese tiempo sagrado que Jesús necesitó para emprender su vida pública. El reino y el sentido de su vida fueron haciéndose fuertes en su alma. La semilla muere para dar fruto. Fue un tiempo de silencio, de familia, de amor cotidiano, de rutinas sagradas. Sí, porque las rutinas son sagradas. El otro día me lo dijo una persona: «Hay rutinas sagradas llenas de valor. Cuando las perdemos, es como si algo sagrado del alma nos faltara». Dicen que los niños, cuando se salen de su rutina diaria, se descolocan, se pierden. A veces pensamos que las rutinas nos hastían. Porque son repetitivas y pueden perder la vida que tuvieron al comienzo. Y entonces queremos hacerlo todo nuevo, siempre nuevo. Lo queremos renovar todo, queremos cambiar. Creo que la rutina tiene un valor sagrado. Hay rituales incorporados en nuestra vida que nos ayudan a vivir. Los hábitos y costumbre no son necesariamente malos o buenos. Simplemente tienen algo de Dios, algo que nos da paz y equilibra. Tal vez podríamos vivir sin esas rutinas si un día desaparecieran, empezar de cero y cambiar. En ese caso estas rutinas perdidas quedarán marcadas en nuestra historia como gestos sagrados que un día nos dieron la vida. ¿Cuáles son esas rutinas diarias que me dan vida y me ayudan a caminar? ¿Cuáles son las rutinas en nuestras amistades, en nuestra vida conyugal, sin las cuales sería difícil crecer? Las rutinas nos dan energía para la vida. Por eso creo que esos treinta años de Nazaret fueron tan importantes y sagrados para Jesús, para María, para José. Fueron años de rutinas, de rituales familiares, de costumbres llenas de vida, de hondura, de amor. Vivieron lo sagrado de la vida diaria compartida en familia. Se amaron en el ritual sagrado de cada día. Jesús hizo sagrado lo humano, todo lo humano. Es importante en la vida reconocer nuestros sentimientos sin escandalizarnos. Amar lo humano que hay en nosotros. Y quererlo como algo sagrado. En Nazaret lo humano se hizo sagrado. Siempre vamos a vivir en tensión con nuestras pasiones, con esos deseos inconfesables que gritan en lo hondo del alma. No todo en nuestro corazón habla del cielo, es verdad. Estamos apegados a la tierra y tenemos sentimientos que nos cuesta aceptar. Con las alas vueltas hacia el cielo, con las raíces hundidas en la tierra. Creo que todos vivimos esa lucha. Y podemos descalificar nuestra cara más mundana, más vanidosa, más humana. La ocultamos detrás de pensamientos espirituales, puros. La tapamos ante los que parecen juzgar nuestra vida. Y vemos como malo lo del mundo y como sagrado lo que me habla de Dios. En Nazaret la rutina de lo humano se hizo sagrada. Allí lo más humano del hombre tocó el cielo. Allí Jesús aprendió a amar con un amor humano. Allí quiso la vida y en la vida amó a su Padre.

Fueron años sagrados para Jesús. Pero también creo que para sus padres. El otro día leía lo importante que debió ser para María ese tiempo. El ángel le dijo lo que iba a suceder. Y luego, con el paso de los años, caminaría de la mano de Dios y de la mano de José y Jesús. Tuvo que aprender a amar a Dios en su vida, en lo cotidiano. Tuvo que conocer el amor de Dios y querer sus planes. Tuvo que querer a Jesús hombre, niño, joven. Querer su inocencia y su fuerza. Su debilidad y su fortaleza. Tuvo que aprender a querer a Jesús Dios. Sus planes desconcertantes. Sus palabras llenas de vida. Su misterio. Tuvo que asirse y desasirse, en ese movimiento mágico del amor que todo lo transforma. Decía el P. Kentenich: «Al pie de la cruz María lo perdió todo por tres días. Ahora su renuncia debe ser total. ¿Cómo nos parece esto ahora? Ella ha madurado, está desasida de sí misma, desasida aun de los afectos más nobles. Ella está entregada a la voluntad del Padre»[8]. Decía él que María en Nazaret aprendió a vivir desde lo más profundo de su alma. Aprendió a meditar la vida y conoció la paciencia de la semilla que muere lentamente y permite que el fruto crezca al ritmo de Dios. Aprendió a amar desde esa escena que conocemos cuando Jesús tenía doce años. ¡Cuántas otras escenas habría en esos años que no conocemos! Jesús amaría a María y le enseñaría a vivir confiando. Él mismo también aprendió a vivir así, abandonando su vida en las manos de su Padre y en las manos de María y José. Es la escuela de Nazaret. El silencio de ese tiempo sagrado. María aprendió a renunciar en su vida cotidiana y su corazón se fue haciendo más capaz para el amor. Se ocultó en Jesús. Vivió en su corazón sagrado, en su herida abierta. El amor crece en la renuncia diaria. Uno no improvisa en el momento de la cruz. En ese momento se muestra la actitud de vida que hemos ido cuidando. María aprendió a renunciar en Nazaret con Jesús. Allí compartió sus mismos sentimientos. Siempre pienso que decir que el corazón de María y el de Jesús latirían al unísono no es sólo poesía. Es una verdad muy profunda. El amor verdadero, hondo, el amor divino en nosotros, nos asemeja. Y hace que podamos compartir los mismos sentimientos. María y Jesús, estoy seguro, compartieron los mismos sentimientos. Y fue en Nazaret donde empezaron a sentir al unísono. Es el verdadero amor. Es la rutina diaria del amor que se sacrifica y entrega la que fue forjando su corazón de Madre. María supo desde el comienzo que Jesús se tenía que ocupar de las cosas de su Padre. Lo aprendió con dolor, lo aprendió amando. En la cruz lo volvió a experimentar. Su corazón ya estaba totalmente entregado, ya sentía como el de Jesús. María nos ayuda a desasirnos de nosotros mismos. El amor propio es muy fuerte y no nos deja abandonarnos. Nuestro ego, nuestro afán de destacar, de marcar, de lograr metas es muy fuerte. Desasirnos de nuestros apegos humanos. Desasirnos para ser más de Dios. María aprendió en Nazaret. María lo vivió de forma plena en el Gólgota. No se puede entender el momento del Calvario sin el silencio previo de Nazaret. En ese momento no se improvisa. En la hondura de su corazón María ya lo ha entregado todo. Una espada ha atravesado su corazón. En esa hora están unidos sus corazones. El de Jesús roto. El de María herido. Ambos corazones abiertos. Ambos corazones han amado hasta el extremo. Se unen al pie de la cruz. Allí se encuentran y se aman. Ambos corazones tan humanos, tan de Dios. Tan enraizados. Tan desasidos. Tan amantes. Tan libres. Amar así no se improvisa. Aprendemos a amar en el ritual de la vida. En los gestos sencillos, en la rutina llena de pasión. Aprendemos a amar negándonos y afirmando al tú al que amamos. Aprendemos a amar sin ponernos nosotros en el centro. Abriendo nuestra vida para que otros descansen. Aprendemos a amar desde la humildad, desde la debilidad de la semilla que se entierra y muere. Desde las ramas poderosas del árbol que cobijan al otro. En nuestra pequeñez se hace más poderoso el amor de Dios en nosotros. ¡Cuánto nos cuesta amar bien a los que nos aman! ¡Qué egoístas somos! ¡Cuánto nos cuesta amar a los que no nos quieren! Más todavía. El amor crece en la fidelidad diaria. En la fidelidad ante la vida. Decía el P. Kentenich: «Fidelidad: preservar intachablemente, acrisolar y templar con vigor y mantener invicto el primer amor»[9]. Es muy importante cuidar el primer amor. ¿Cómo cuido mi primer amor a Dios, a las personas a las que quiero? Volver al comienzo. Cuidar lo sagrado. Cuidar Nazaret para vivir con más paz el Calvario. Así suele ser en la vida. De Nazaret al Calvario. De la mesa familiar a la entrega del amor crucificado. Hoy miramos los corazones de Jesús y de su Madre. Unidos al pie de la cruz. Unidos desde Nazaret. Unidos desde el vientre de María. Unidos en la familia que comparte la vida. Esos corazones nos recuerdan nuestro camino de vida, aquello a lo que estamos llamados. Vivir el uno en el otro, para el otro. Decía el Papa Francisco: «María nos enseña a amar a Dios en los hermanos y a amar a los hermanos en Dios»[10]. María nos enseña a amar bien. A amar con el cuerpo y el alma. A amar sufriendo. A amar desde la rutina de cada día. A amar en esos días en los que tenemos que darlo todo al pie de la cruz. Queremos aprender a amar. Queremos amar desde nuestra verdad, acogiendo la verdad de aquel a quien amamos.

 



[1] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo

[2] J. Kentenich, Madison Terziat, 1952

[3] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo

[4] J. Kentenich, Madison Terziat, 1952

[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[6] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[7] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[8] J. Kentenich, Madison Terziat, 1952

[9] J. Kentenich, Madison Terziat, 1952