“En aquel tiempo se apareció Jesús a los once y les dijo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado”. El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios”.  (Mc 16, 1519)
         Si viviéramos en un país afectado por graves hambrunas y viéramos morir de hambre a la gente por la calle, nuestra sensibilidad nos movería a hacer algo por ellos. Si estuviéramos en una ciudad afectada por una gran riada, también haríamos lo posible por socorrer a los que lo han perdido todo bajo las aguas. Si hubiera sido un terremoto, un huracán o una guerra los culpables de la catástrofe, no nos quedaríamos indiferentes y nos sacrificaríamos por los afectados. Y todo porque esas desgracias nos entran por los ojos y nos remueven la conciencia.
         Sin embargo, asistir al espectáculo de una multitud que vive alejada de Dios nos deja fríos, como si eso no tuviera importancia. Y eso que sabemos que eso no sólo tiene consecuencias para la perdición eterna del alma, sino que provoca divorcios, malos tratos a las esposas, desgracias a los hijos, robos y todo tipo de corrupciones. ¿Por qué somos así? ¿Por qué no tomarnos al menos tan en serio la salvación del alma como la del cuerpo? ¿Por qué hay más vocaciones para médicos que para sacerdotes?
         Cristo no nos dejó el encargo, cuando se fue de la tierra, de construir hospitales, colegios y todo lo demás. Y eso que todo eso es muy útil e incluso imprescindible. Nos pidió, en cambio, que evangelizáramos, porque haciendo eso no sólo salvaremos el alma sino también el cuerpo, no sólo aseguraremos la vida eterna sino también la de la tierra.