A veces, por tener algún problema, como estar enfermo, desvelado o estresado, se vuelve prácticamente imposible hacer oración de la manera acostumbrada, formal, porque nos falta fuerza, empuje, debido a situaciones vividas al límite. Se sabe que Sta. Teresa de Lisieux; sobre todo, unos días antes de profesar, tuvo tantas dudas que, en un momento dado, impidieron que pudiera rezar el rosario por más que lo intentaba. Obviamente, a la hora de la verdad, pudo superarlas y recuperar sus oraciones habituales; sin embargo, el meollo del asunto es comprender que la oración no puede reducirse a un “hacer”, porque hay veces en las que lo único que Dios quiere es que le ofrezcamos nuestra impotencia. Cuando nos falta el ánimo o la fuerza por causas ajenas a nuestra voluntad, ese “déficit” termina siendo nuestra oración, el vínculo con Dios. Aunque no la hagamos como de costumbre, leyendo o meditando, sirve, porque forma parte de la dinámica con la que trabaja el Espíritu Santo en cada uno de nosotros. Él es quien marca el ritmo, la manera, aunque llegue a sorprendernos o desconcertarnos. Lo importante es mantenerse firmes en la práctica del Evangelio y, por lo mismo, frecuentar los sacramentos.

  Algo parecido podemos decir sobre las distracciones. Esas veces en las que tenemos la fuerza para hacer oración y, de pronto, nuestra imaginación va de un lugar a otro. Cuando es así, el solo hecho de ofrecer –tranquilamente- los intentos por alcanzar el silencio o recogimiento interior, es ya una forma concreta de entrar en contacto con el misterio de Dios que nos atrae y capacita para el ejercicio de nuestras tareas en medio del mundo, de la realidad.

   No hay que sentirnos mal cuando alguna situación nos rebasa, porque esto forma parte de una fe madura, viva, bien anclada en Jesús. La impotencia espiritual, como prueba, nos termina acercando a Dios y, por ende, a la meta principal.