Hechos 10, 25-26. 34-35; 1 Juan 4, 7-10; Juan 15, 9-17

«Que os améis unos a otros como Yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos»

«El amor determina nuestra felicidad. Amar y ser amados. Parece tan sencillo. Pero luego la vida y el pecado lo entorpecen todo tantas veces»

Los años pasan. Y puede ser que nos hayamos convertido en algo más gruñones, menos flexibles, más prejuiciosos, menos receptivos ante la vida. Puede ser que hayamos perdido la inocencia y ese corazón de niño con el que antes enfrentábamos la vida. Un corazón lleno de asombro, que lo absorbe todo como una esponja. Puede ser que nuestra forma de amar sea con más miedo, sin dar tanta confianza, sin abrir tanto el alma. Las heridas, los fracasos, los desencuentros, las soledades, pueden haber dejado tocada nuestra alma apasionada. No lo sé, pero el tiempo no siempre nos permite hacer realidad lo que un día soñamos. Y a lo mejor la amargura llena el espacio que deja la ilusión. Las prisas, la eficacia, la impaciencia. El tiempo vale oro. Los días pasan y pesan. ¿Estamos más gruñones que hace años? ¿Más rígidos ante los cambios? ¿Más nerviosos por no lograr los objetivos marcados? Nos cuesta aceptar que los imprevistos ocupen nuestro tiempo cuando no contábamos con ellos. El otro día vi un video que me llamó la atención. Un hombre ejecutivo, en el año 2032, recibe un paquete en su oficina, en medio de mil agobios y preocupaciones. Responde muy molesto a la secretaria por haber sido interrumpido en mitad del trabajo. El remitente del paquete es él mismo. Se trata de un video grabado por él hace veinte años. Aparece él a la edad de veinte años en Perú y le muestra cómo está viviendo en ese momento. Quiere recordarle las cosas que le hacen vibrar de joven, sus sueños de cambiar el mundo, su deseo de vivir los instantes de la vida de forma apasionada. Le recuerda las cosas importantes en ese momento y no las que luego el mundo nos hace valorar más. Le enseña en imágenes y actitudes los valores que movían su corazón. Y le pide, a ese hombre veinte años mayor, se lo pide a sí mismo, que no olvide lo que era de joven. Teme que haya perdido la inocencia, la alegría, la pasión por la vida. Le da miedo que los años hayan desgastado su alma soñadora y se haya aburguesado lentamente. Le asusta que el peso de la vida, el trabajo, las preocupaciones, hayan minado sus ganas de vivir y amar intensamente. El hombre de cuarenta años se emociona al verse a sí mismo en el video. Se conmueve al ver que ha perdido tantas cosas con el paso de los años. Tantas cosas que un día creyó irrenunciables. Cuando pensaba que era posible cambiar el mundo. Decide llamar a su esposa y le pregunta: « ¿Has estado alguna vez en Perú?». A veces el tiempo hace que olvidemos lo importante. Hace que las cosas en las que creímos un día cuando éramos jóvenes pasen al olvido. Si yo me hubiera mandado un video así hace veinte años, ¿cómo reaccionaría hoy al verlo? ¿Me emocionaría y cambiaría algunas cosas en mi vida? ¿Seguiría igual? ¿O dejaría de vivir como lo estoy haciendo ahora? ¿Invertiría el orden de mis valores y mis prioridades de vida? ¿O pensaría que he sido fiel a todo lo que movió mi vida en la juventud? ¿Hay coherencia entre ese chico de veinte años y el adulto en el que me he convertido? Los años pasan y van dejando huella en el alma. A veces esa huella está llena de dolor y amargura. Otras veces de fuego que todo lo transforma. De sabiduría, de madurez. La realidad es que somos diferentes a hace veinte años. No sé si mejores o peores. Pero sí somos distintos. De algo estoy seguro. Si hoy recibiera un video grabado por mí hace veinte años, me conmovería al ver la frescura de mi alma, los sueños que entonces me hacían vibrar. Y me preguntaría: ¿Qué tengo que cambiar para ser fiel a mis sueños, para ser coherente con lo que Dios quiere de mí? ¿Es mi forma de vivir y de amar la que yo deseaba cuando era joven?

Creo que nuestra forma de amar es la que determina nuestra felicidad y nuestra alegría. Jesús nos lo recuerda hoy. Nos habla del amor y nos dice: «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud». Nuestra forma de amarnos, de amar a Dios, de amar a los hombres, nos hace felices o infelices. ¿Y si los demás no nos aman como nosotros amamos? ¿Y si no recibimos tanto como damos? La felicidad está en amar, en desgastarnos. Pero esto sólo es posible si experimentamos el amor de Dios y de los hombres en nuestra vida. Lo sabemos, Dios nos ha amado primero: «Que os améis unos a otros como Yo os he amado». Es verdad. El amor primero. Jesús amó a los suyos antes de que ellos supieran amar. Antes de su amor estaba el amor de Jesús en sus vidas. A amar se aprende en pasivo. Siendo amados. Amamos porque nos han amado. Amamos porque nos aman. El amor que recibimos llena el pozo del que sacamos el agua cuando amamos. Nadar en la misericordia de Dios. Lo hemos escuchado hoy: «En esto consiste el amor: No en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó». Hay tantas personas que no se saben amadas. Tantas que no han palpado en su piel el amor humano y menos aún el amor de Dios. Decía el P. Kentenich: « ¿Cómo he experimentado el amor de hijo, el amor de amigo? ¡Cuánto más íntimo, más grande y más profundo tiene que ser entonces el amor a Dios! Por eso, quien no haya amado humanamente, no sé cómo habrá de llegar al amor a Dios»[1]. Es tan difícil ponerle rostro al amor de Dios cuando no hemos palpado a Dios en el amor humano. ¡Cómo imaginar el amor de Dios Padre si mi padre en la tierra no me ha amado ni siquiera con su torpeza! ¡Cómo pensar que el amor de Dios es infinito cuando no logro contar los momentos frágiles de amor humano en mi vida! A veces el hombre ama en Dios una idea, pero no una persona. No es un amor personal. Y sólo el amor personal es el amor que nos salva. El amor personal a Dios y a los hombres es lo que nos hace humanos e hijos. Es el que nos abre el corazón. Amar ideas no nos salva. Lo que queda, al final de nuestra vida, es el amor personal, el amor recibido, el amor dado. Decía Oliver Sacks ya en el final, en el dolor de su enfermedad: «De pronto me siento centrado y clarividente. No tengo tiempo para nada que sea superfluo. No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. Y, sobre todo, he sido un ser sensible». En el momento de la muerte nos quedamos con lo importante. Con el amor recibido, con el amor entregado. Nuestra felicidad se construye sobre tanto amor guardado. Sobre tanto amor gastado. Somos felices cuando hemos recibido amor, cuando lo hemos dado. Y somos infelices cuando no nos sentimos amados. Cuando amamos tan torpemente que no recibimos amor. Por eso nuestra infelicidad está llena tantas veces de desengaños y frustraciones. Cuando recibimos menos de lo que esperamos, cuando nos ofenden y hieren. El amor determina nuestra felicidad. Amar y ser amados. Parece tan sencillo. Pero luego la vida y el pecado lo entorpecen todo tantas veces.

Me angustia a veces pensar que estoy lejos de los que amo, del mismo Dios a quien tanto quiero amar. A veces nos sentimos lejos de Dios, fríos, como si no supiéramos tocar el amor de Dios en nuestra historia. Una persona rezaba: «No sé si Tú deseas mi desierto. Creo que Tú quieres mi bien. Pero a lo mejor me ves muy apegado a mi vida aquí, muy dependiente de seguridades, muy atado a gustos y hábitos que llevan tiempo anclados en lo más hondo. No lo sé, no sé si quieres que me libere de todo para aprender a amar». Nuestras propias cadenas no nos dejan amar bien. Nuestros miedos y prejuicios. Nuestros egoísmos y límites que nos imponemos. No quiero perder la pasión ni el fuego por la vida, no quiero enfriarme y perder el amor primero, el amor que me capacita para amar más. No quiero una soledad quieta que me mate el alma. Una soledad segura, pero sin amor. No quiero caminar sin sentido. Quiero ir en su barca. En esa barca de Jesús expuesta a la tormenta. No me importa dónde me lleve. Quiero vivir encendido en un fuego hondo. En el fuego cálido de su presencia que todo lo transforma. Porque estoy convencido, el amor de Jesús puede cambiar nuestra vida. A veces vivo volcado en las cosas que me quitan la paz y el tiempo pasa lenta o rápidamente, poco importa. Y me pierdo y quiero más. Pero no logro más de lo que tengo. Quiero beber de esa fuente que calma mi sed cada mañana, pensando que es infinita. Quiero tocarle oculto en los hombres y verle vestido de mañana, cuando me levanto. Quiero escuchar su voz callada y comprender las palabras que no oigo, como un hilo sonoro lleno de silencio. Sí, quiero ser suyo, allí donde me encuentro. Y le pongo tantas condiciones para amarle, tantas exigencias antes de soltar yo mis riendas y dejarme amar por su abrazo. Quiero aventurarme en la vida que me entrega. Quiero ser fiel a mí mismo allí donde me encuentre. Soñar con una vida plena, con una alegría que no pase, que nadie pueda borrar del alma. No quiero transar con los que me piden más de lo que tengo, o aquello que no tengo. No quiero responder a todas las expectativas que expone el mundo. Como si tuviera que hacer lo que otros piensan. Como si tuviera que vivir como otros viven. No sé si quiero tanto o me conformo con una vida mediocre, no santa, en la que falte el amor a manos llenas. Quiero construir un mundo nuevo y no soy capaz a veces de cambiar siquiera mi apariencia. Me conmueve el abrazo cálido de Dios, su amplia sonrisa. No quiero olvidar que sólo si estoy unido a Él la vida vale la pena. Para eso me despojo y me revisto. Me despojo de lo que me estorba, de lo que me impide amar, de mis miedos absurdos. Y me revisto de Jesús. Comenta el P. Kentenich: «No obstante, a veces tenemos la impresión de que, en el mundo educativo, algunos entendiesen la expresión que habla del despojarsedel hombre viejo como si pensaran que educar consiste en un constante negarse a sí mismo. Pero la frase dice: despojaosy revestíos. La actividad principal tiene que consistir en el revestirse»[2]. Me educo limpiando y abriendo las entrañas para aprender a amar más. Me revisto. No sólo me despojo. Revestirme es lo más importante de mi vida. Me revisto de Jesús, para que su carne purifique mi carne, para que su espíritu lave mi alma. Me revisto de lo que no soy para llegar a serlo, para sentirlo y vivirlo en mis entrañas. Me cubro de su belleza, para que mi fealdad sea más bella. Porque a los ojos de Dios nunca soy feo. Me visto de su pureza, para que mi mirada sea la suya. Porque Él me mira puro, aunque yo no lo vea. Me tiño de su sangre, para que mi color sea el suyo, y así pueda abrazar a otros con un amor que no es mío, sino suyo. Así de sencillo, así de lejos me encuentro tantas veces. Caminando despacio. Soñando con una vida que sólo vislumbro levemente. Aspirando a las cumbres más altas. Esperando el día glorioso en el que el amor sea más fuerte que mis miedos y prejuicios.

María nos da fuerza y nos libera de tantas cosas que nos atan. El Papa Francisco le tiene mucha devoción a la Virgen Desatanudos: «Me gustó la imagen. Me gustó esto de que Ella, al traer a Cristo, desate los nudos»[3]. Esta imagen viene de un texto de San Ireneo: «El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María. Lo que la virgen Eva ató con la incredulidad, lo desató la Virgen María con su fe». Es una devoción muy antigua. La descripción de la imagen es muy bella: «María tiene en sus manos una larga cinta. A su izquierda un ángel le entrega la parte de la cinta que está llena de nudos. María aparece deshaciendo uno de ellos. A la derecha otro ángel recibe la cinta ya libre de nudos»[4]. El nudo es la desobediencia a la voluntad de Dios. Tenemos tantos nudos en el alma. El perdón puede desatar muchos de nuestros nudos. Esos que se van haciendo con el correr de los años. Al amar y tirar la propia alma dejando que se enrede por la vida. Sí, estoy convencido, tengo muchos nudos. Suelen ser comunes, vulgares, sencillos. No creo que mis nudos sean especiales. Ni tan siquiera muy sofisticados. No son muy pensados. No, son nudos simples. Pero molestan. Ni siquiera sé cómo se han formado muchos de ellos, pero hacen que la cuerda de mi alma no llegue tan lejos, se atasque en algún punto, no corra el agua por mi cauce. Está cortada la circulación, nada fluye. Como si la cuerda no lograra cumplir con su misión de llegar a todos. Al pasar la mano por la superficie lisa, los nudos lo estropean todo. Me siento cansado de acariciar nudos, intentando torpemente deshacerlos. No lo consigo con mis fuerzas. Se enredan más. Y por eso le pido a María que me los quite, que libere el alma enredada. Esos nudos que me hacen pensar mal, esos nudos que son prejuicios que me llevan a condenar con ligereza y con frecuencia. Esos nudos que todo lo afean, porque me enredan en mis temores. Esos nudos que me hacen sufrir sin motivo alguno, sin entenderlo. Quiero que María me libere de tantos nudos de mi alma. Se los doy, uno a uno. Los nudos que ha provocado mi pecado. Los que provienen de heridas que no perdono. Los que la vida ha ido dejando por falta de uso y de práctica. Los que el egoísmo teje en noches de desánimos. Los que la tristeza ha inventado y hacen que el alma esté llena de oscuridad y desaliento. Esos nudos que nos complican ante una vida sencilla. Nudos que me hacen llorar y me apenan. Mis nudos, algunos muy queridos, otros muy despreciados. Se los doy despacio a María, para que no me duelan al desenredarlos. Luego, liberado de ellos, la piel del alma será más sensible, porque está herida. Tanto tiempo enredada hace que todo duela más. Si me libera, seguro que me cuesta vivir sin nudos. Son como callos que endurecen la piel y nos aíslan, nos encierran. Son muros defensivos. Nos hacen más insensibles ante las ofensas, ante la vida. Más duros a las críticas, más resistentes a los ataques. No sé, vivir sin nudos es vivir con un alma de niño. Inocente, ingenua, blanca, pura, tal vez demasiado expuesta a la vida. Eso me da más miedo. Pero a la vez, como Unamuno, quiero gritarle a Dios, que me haga más pequeño, para poder ser niño. Quiero esa pureza que mira la vida con alegría, con sencillez, sin quejas, sin protestar por las injusticias, por los agravios, por las ofensas. Quiero perdonar a tantos para que los nudos desparezcan y mi alma quede lisa, como nueva. Eso me gusta. Aprender a perdonar. ¡Cuánto nos cuesta! Es lo que nos pide María, que le entreguemos los nudos perdonando. Basta que sea con la cabeza y la voluntad. No hace falta que esté el corazón implicado, es más lento y siempre llega más tarde. Pero que le entregue los nudos más profundos. Aquellos nudos que me quitan tanto la paz. Esos que casi no veo yo ni entiendo. Esos que sólo Dios me enseña. Le pido que me perdone. Que me libere de ellos. Yo perdono. ¿Cuáles son mis nudos? 

Me impresiona tanto ver cómo pasó Jesús por la vida haciendo el bien, amando a todos, con el corazón más grande de lo normal. El que pasa haciendo el bien es porque ama. ¿Cuándo pasamos realmente haciendo el bien? ¿Cuándo el recuerdo que dejamos está lleno de sonrisas y gratitud? Hacemos el bien cada vez que sembramos paz con nuestras manos, con nuestra voz. Cuando miramos con la pureza de los niños, cuando acogemos con brazos de padre, cuando perdonamos con una misericordia infinita. Cuando no nos tomamos a nosotros mismos tan en serio y pasamos por alto tantas ofensas y rechazos que nos llegan por el camino. Cuando sanamos heridas torpemente, siendo nosotros también heridos. Cuando levantamos a los que se han caído y les enseñamos a luchar y a seguir caminando, apoyándolos sobre nuestros hombros. Y les recordamos que la vida merece la pena. Que podremos caer muchas veces, pero que no importa. Que lo más apasionante es el camino que nos queda por recorrer. Leía el otro día: «Jesús conoció la ternura, experimentó el cariño y la amistad, amó a los niños y defendió a las mujeres. Solo renunció a lo que podía impedir a su amor la universalidad y entrega incondicional a los privados de amor y dignidad. Jesús no hubiera entendido otro celibato. Sólo el que brota de la pasión por Dios y por sus hijos e hijas más pobres»[5]. El amor nos lleva a hacer el bien, a querer el bien de la persona amada. No se puede amar sin querer el bien del otro. El bien es difusivo. El bien es contagioso. Si me hacen el bien, yo respondo con bien. Es difícil responder con mal cuando me aman. Es fácil herir cuando somos heridos. Pero a veces herimos al ser amados. Es una paradoja. Reaccionamos mal cuando recibimos amor. No aceptamos el amor que tantas veces mendigamos. Nos cuesta tanto dejarnos amar. Nos cuestan los halagos, los abrazos y las caricias. Nos cuesta que nos quieran demasiado. Y nos cerramos. Parece contradictorio. ¡Cuánto necesitamos que nos quieran! ¡Cuántas veces rechazamos el amor! Ojalá tuviéramos el corazón más receptivo para el amor, para las caricias, para la ternura. Si fuera así nos haríamos más capaces para el amor. Para que ello suceda me tengo que dejar amar. Tengo que abrir las puertas. Vencer el miedo que nos da que nos amen tanto. El amor recibido nos parece a veces demasiado invasivo. Y ponemos límites, barreras, muros. Nos da miedo comprometernos a más de lo que podemos dar. Nos protegemos. ¡Qué importante es aprender a amar dejándonos amar! Es el paso necesario. Abrir las compuertas del alma. Dejar que el amor ponga orden en mi amor. Dice el Cantar de los cantares 2, 4b: «Ordenó en mí el amor». El amor de Jesús que penetra mi alma me enseña a amar y a recibir amor. Lo primero es recibir amor, para poder darlo. El amor de Jesús tiene que penetrar las capas más profundas de mi alma, en mi subconsciente. ¡Cuánto nos cuesta profundizar! Vivimos en la superficie, llevados por las olas de la vida, amando superficialmente, sin hondura, sin solidez. Es necesario que Dios acaricie con su amor las capas más hondas del alma y ponga orden en mi amor. ¡Qué bonita la expresión! Él ordena en mí el amor. ¡Cuánto desorden hay hoy en el hombre! ¡Cuántos amores desordenados llevamos guardados en el corazón! Vivir con el alma anclada en el amor de Dios, ordenada en Él. Es el bien que Él quiere para mi vida. Necesito dejar que Él penetre hasta las más hondas capas de mi alma para que su amor venza en mí.

Jesús se siente amado por su Padre hasta lo más profundo de su ser. Esa es su verdad más honda. Pienso en estas palabras que dice en la última cena. Parece imposible pensar que frente a la injusticia más grande que ningún hombre ha cometido nunca, Jesús hable del amor de su Padre: «Como el Padre me ha amado, así os he amado Yo». Me conmueve mucho. Yo no soy así. En la oscuridad no veo a Dios, y es cuando más lo necesito. Dudo a veces de su presencia a mi lado. Dudo muchas veces al ver sufrir a los que amo. Dudo cuando caigo y dejo de creer que me siga queriendo. Hoy Jesús habla de lo más importante, como nosotros lo haríamos el día de nuestra muerte. Habla de su vida. Habla del amor de su vida, de su secreto, de su misterio. Habla del amor del Padre y de su amor al hombre. Jesús ha sido toda su vida el hijo obediente, el hijo amado. Y por eso es capaz de amar. Hoy escuchamos: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor». Jesús es inocente. Van a matarlo. Y Él siente angustia en su corazón, y preocupación por los suyos. ¡Cuánto le queda por hacer, cuántas personas por curar, cuántos hombres por consolar! Y habla del amor de Dios. Ante las cruces, ante la injusticia, ante el fracaso humano como el que sintió Jesús en su corazón, nosotros muchas veces clamamos al cielo. ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está la justicia, dónde su amor? ¿Dónde está mi Padre que no viene a rescatarme? ¿Cómo me deja vivir esto solo? ¿Por qué no lo soluciona? Clamamos y no vemos a Dios crucificado a nuestro lado, amándonos más que nunca. Y Jesús sabe que en ese momento el Padre lo sostiene, el Padre está con Él, a su lado. Que ahora más que nunca es su hijo. Los dos comparten el mismo amor por el hombre, los dos comparten la impotencia frente a la libertad humana, esa sagrada libertad por la cual el hombre quiere erigirse en Dios. Jesús vino a la tierra a mostrarnos el rostro de Dios, a darnos el amor de Dios. Hoy nos dice con palabras lo mismo que durante su vida nos ha contado con hechos. Nunca he entendido cómo después de conocer a Jesús podemos dudar del amor de Dios. Adoramos a un Dios distinto. Por amor se dejó matar, se dejó prender. En su vida fue por los caminos acompañando a los que estaban más solos. Sólo con su mirada acogía, sanaba, porque estaba llena de compasión y perdón. Se dejó atravesar. No pidió nada, lo dio todo. Compartió nuestra vida descalzo, pobre, necesitado. Dejó de saberlo todo para compartir mi búsqueda, mi propia ignorancia y desconcierto. Dejó de poder hacerlo todo para mostrarme el amor que vence el miedo, las dudas y la inquietud desde la propia impotencia, desde la confianza más grande. ¿Cómo puedo ahora pensar que Dios es inflexible, que espera mis resultados perfectos, que me condena si no cumplo, que contabiliza mis pecados, que está lejos de mí cuando más lo necesito? El amor de Jesús en la tierra es la forma como Dios nos ama. Es el amor que lo deja todo, que renuncia a todo, que espera siempre, que me perdona. Que muere por mí, para darme la vida. Es el amor del que se pone en mi lugar. Jesús da la vida. Jesús ama la vida. Tiene el corazón atado a sus amigos y ama su misión de vendar heridas, de llevar alegría, de tocar a los que nadie quiere tocar, de hablar de un Dios que es Padre y no nos ha dejado huérfanos. Da su libertad, su vida. Se queda sin sanar a más. ¡Qué difícil sería para Él dejar solos a tantos que sufren! Aceptar que tenía que dejar a los hombres. Da su vida, la entrega. En realidad, ya la había entregado antes por los caminos. No se había reservado nada. Esta noche la da del todo y para siempre.

Hace poco pensaba en las cosas que más amo en esta tierra. Pensaba en esos tesoros escondidos en mi alma, guardados como un don de Dios a lo largo de mi vida. Pensaba en los amores que sostienen mi vida y le dan sentido. En el amor filial, de amistad, de hermano. En el amor de padre. En el amor a Dios, de Dios. En el amor humano que me lleva a Dios. Jesús nos dice: «A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». Todos tenemos nuestros amores, nuestras rocas sobre la que se construye nuestro camino. Todos amamos a Dios, y a los hombres de forma muy concreta. Entregando la vida, dejándonos la piel. Ese amor humano está tan unido al amor a Dios. ¡Qué difícil separarlos! No queremos separarlos. El otro día una mujer decía: «Siempre, desde que me casé, lo tenía claro. Quería amar en mi esposo a Jesús. Y en Jesús a mi esposo». El amor humano y el divino se unen de forma única. Una misma raíz. El amor humano permanece en mi amor a Dios. ¡Cómo separarlos! Pensaba en lo que muchas veces sufrimos al temer perder lo que amamos. Cada día me toca escucharlo en la confesión. ¡Cuánto dolor por las pérdidas! ¡Cuánto sufrimiento al pensar en lo que podemos perder! Sufrimos más por el miedo a perder, que por la pérdida misma. Lo compruebo en mi piel tantas veces. Pensando en el amor de Jesús, me preguntaba: ¿Sería capaz yo de entregar todo lo que amo por amor a Dios, por seguir sus pasos, por ser su amigo? ¿Es mi amor capaz de renunciar de esa manera tan increíble? Pienso que me costaría mucho. El corazón ama, echa raíces, quiere poseer y retener. Así suele ser en la vida. Jesús vivió lo que nosotros vivimos. Amó hasta el extremo. Su vida consistió en amar y en hablar al hombre del amor de Dios. De ese Dios que nos ama con locura. No hay nada, ni nadie que nos pueda separar de Él. Vendrá a buscarnos cada día. Nuestro nombre está inscrito en su corazón. Hoy Jesús nos llama amigos. Amigo significa tener una relación de igual a igual. Eso me conmueve. Es imposible. Dios y el hombre. ¿Cómo es posible? Eso significa mucho. Somos amigos de Jesús. Él es nuestro amigo. Lo comparte todo con nosotros, confía en nosotros. Somos libres ante Él, no somos sus esclavos. En cada paso de mi vida soy libre para darlo sin Dios o de su mano. Para amar o rechazar el amor. Él cuenta conmigo, con mi amor. ¿Y yo con Él? ¿Le considero mi amigo? ¿Le hablo con confianza y sin miedo? ¡Cómo voy a tener miedo de un amigo! La amistad es una de las relaciones más desinteresadas que hay. El amigo verdadero siempre está y no pide nada. Aguanta. Responde siempre. Si no le hago caso en tiempo no me recrimina. Respeta mis tiempos, el que seamos diferentes. Doy gracias a Dios por mis amigos. Me conmueve que hoy Jesús me llame amigo antes de morir. De nuevo me muestra su corazón humano que necesita reposo, que da reposo.

Jesús nos pide hoy que nos amemos: «Esto os mando: que os améis unos a otros». No les dice que lo amen a Él. No les dice que hagan milagros, que conviertan a muchos, que cumplan muchos mandamientos. Sólo les dice que el misterio de lo que han vivido juntos en esos tres años, lo vivan hasta el extremo: Amarse los unos a los otros. Eso es lo que vivieron juntos. Tan sencillo como eso. Amar y ser amados. Pero quiere que nos amemos bien, como Él mismo nos ha amado. Hasta el extremo, hasta dar la vida. Amando de forma creativa. Amando con toda el alma y con todo el cuerpo. ¿Cómo aprendemos a amar bien? ¿Cómo se aprende a ser creativos? Tanta gente hay que se reconoce poco creativa en el amor. Ha perdido la capacidad de sorprender al otro. Para buscar su felicidad. No se le ocurren formas nuevas, caminos originales. Simplemente es como si sobrevivieran en el campo de batalla. Pero no hay avances. En la vida hay personas que nos enseñan a amar. Por la forma como nos aman nos muestran un camino original para crecer. El amor se construye sobre la confianza y la admiración. Como nos recuerda Joseph Zinker: «El amor es el regocijo por la mera existencia de la persona amada». No tenemos que hacer nada especial para que nos amen. No tienen que hacer nada especial para que los amemos. ¿Amamos así? Tenemos que permanecer en el amor de Dios para luego poder permanecer en el amor que damos. Que el amor que damos no dependa de cómo nos traten, de lo que nos den a cambio. ¿Nuestro amor permanece fiel en medio de las dificultades de la vida? Nuestro amor crece cuando es un amor que se renueva cada día. El amor que no se reenamora, se acaba secando. Necesitamos un amor que comience siempre de nuevo. Que confíe aunque haya experimentado muchas veces la decepción. Un amor fuerte y firme. Un amor hondo, que ame desde las entrañas. Un amor de gestos, creativo, que invente formas nuevas, que se reinvente cada mañana. Un amor de risas y de lágrimas. De complicidad y paciencia. Un amor apasionado, porque el amor frío no es verdadero amor. Un amor que respete y espere, que guarde y calle. Un amor que no exija, sino que acepte con alegría lo que recibe. Un amor paciente y servicial. Un amor expresado en formas diferentes. Tantas formas como personas existen. Un amor humano que tienda a lo divino. Porque todo amor finito sueña con la eternidad. El ideal parece muy lejano e inalcanzable, pero es el que nos anima a crecer cada mañana. ¿Cómo poder amar con el amor de Jesús en mi alma? ¿Cómo poder amar con un amor infinito que rompa los límites de mi carne? Decía el P. Kentenich: «Debemos tener ante nuestros ojos metas elevadas a fin de que se despierten en nosotros los impulsos profundos e instintivos propios de quien debe alcanzar un alto objetivo. Santa Teresa dice que subir a un montículo hecho por un topo no despierta ningún impulso en mí. Pero si tengo que subir una montaña, se avivan todas mis fuerzas. Al disparar, hay que apuntar más alto para alcanzar un blanco que está más abajo»[6]. Jesús siempre nos pone altos ideales, para que soñemos con las cumbres, para que no nos conformemos con una vida mediocre. Si nuestras aspiraciones están al alcance de la mano, nos relajaremos y nos dejaremos llevar por la vida. Si la meta parece tan lejana que nos parece imposible, ese ideal encenderá el fuego del corazón. Jesús nos pide que nos amemos los unos a los otros con su amor. Parece imposible. ¿Sueño con un amor así para mi vida?



[1] J. Kentenich, Textos pedagógicos, Herbert King

[2] J. Kentenich, Pedagogía del ideal

[3] Ella es mi madre, Encuentros del Papa Francisco con María, P. Alexandre Awi, 213

[4] Ella es mi madre, Encuentros del Papa Francisco con María, P. Alexandre Awi, 213

[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[6] J. Kentenich, Hacia la cima