Decir Pascua es también decir momento de renovación, de conversión, de reconocimiento de Cristo presente.

No podemos estar en la presencia de Cristo sin tener al mismo tiempo la conciencia de la necesidad de tomarnos más en serio nuestra vida, aprovechar nuestras energías, cada uno de nuestros instantes, vivir intensamente en Su Presencia.

Basta tan solo eso, tener conciencia de la densidad del momento presente, darse cuenta de Su Presencia, reconocer Su Mirada, como María, como cada uno de esos que se encontraron con Él y para los que la vida ya no podía ser sostenida por otra cosa que por Su Mirada.

Vivir de Cristo, enamorarse de Cristo, no saber qué hacer o decir sin que a la vez se lo preguntemos fijos los ojos en Él, hace que cobremos energía inagotable, que superemos cansancios, quejas y todo aquello que nos impida aprender a seguirle mejor y más de cerca.

Nos  jugamos en ello la felicidad y salvación de nuestra vida. No se lo podemos negar a nuestro corazón con deseo de Infinito. No podemos reducir nuestra necesidad de descentranos de nosotros mismos y centrarnos en Él plenamente.

Él está sucediendo continuamente, nos está haciendo a cada latido y nos lo vamos a perder si no somos conscientes, si no participamos con nuestro pequeño sí en la madurez a la que nos llama.

Mediante la oración y los sacramentos, y a través de una compañía de rostros concretos Él se nos hace accesible, tangible, reconocible. Es la hora del gusto por la vida. Es la hora del reconocimiento y la gratuidad, es la hora de la personalización de la fe, de  la generación de un yo maduro.

Él quiere andar a través de nuestros pasos, tener gestos de amor con los que a nuestro lado Le necesitan más. Quiere ser en y para los demás desde nuestra vida. En esta Pascua de cada uno preparémonos siguiendo la suya para el don de su Espíritu. Convivamos con Su Presencia misericordiosa que nos renueva. Dejémosle hacer en nosotros. Seamos canal, porosos a Su Gracia.