“Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña para orar” (Lc 9,28).

 

Continuando con la lección de la semana anterior, el Evangelio de este domingo nos muestra un ejemplo concreto sobre la necesidad de orar para poder resistir la tentación. Cristo, preocupado por fortalecer a sus discípulos para la inminente prueba de la Cruz, se los llevó al monte Tabor y allí se transfiguró ante ellos. Quería robustecer su fe en que Él era el Hijo de Dios y en que Dios estaba de su parte, para que cuando le vieran colgando del madero no entraran en crisis. Sabemos que aquella experiencia, algo parecido pero infinitamente más fuerte que unos ejercicios espirituales, no dio en principio los resultados esperados, pero a la larga sirvió para que los apóstoles volvieran a recuperar la fe que perdieron el Viernes Santo.

 

Si eso hizo el Maestro con aquellos discípulos que tantas veces le habían visto ya hacer milagros, cuánta más necesidad tendrá de hacerlo con nosotros. Él quiere prepararnos para las pruebas de la vida, quiere darnos fuerzas para que resistamos los golpes. Nosotros, en cambio, lo que queremos es que esas pruebas no existan, lo cual es imposible. Por eso, porque es inevitable tener problemas y sufrir tentaciones, nos conviene “dejarnos iluminar”, dejarnos fortalecer. Y para eso, como la semana pasada, la oración y la participación en la Eucaristía son los mejores instrumentos. “No soy tan fuerte”, debes decirte a ti mismo, para correr enseguida a buscar ayuda y consuelo en el único que te la puede dar siempre: Cristo. Dejémonos ayudar, dejémonos iluminar por Cristo para poder retener algo de esa luz, de esa fuerza, en los momentos de oscuridad, en los momentos de decaimiento. Y cuando éstos llegan, recordemos los buenos momentos, los tiempos dulces en que sentíamos a Dios muy cerca de nosotros.