Una de esas imperfecciones de la Creación, mucho menos perfecta de lo que algunos creen, es la consistente en que el final de la vida, -la muerte en definitiva-, por si no fuera suficientemente desagradable per se, tenga que venir acompañado, además, de un dolor y de unos sufrimientos de los que son muy pocos –aunque los haya- los que se salvan.
 
            A casi todos Vds. les habrá ocurrido en alguna ocasión. Mi vida ya es lo suficientemente larga como para que me haya pasado en más de una. Ante un enfermo que tiene que someterse a determinadas privaciones –la de fumar es la clásica, beber, ingerir comidas contraproducentes, tantas otras- si alguno de los que le rodean sostiene que ha de hacer un esfuerzo para poner fin al consumo de eso que le hace mal, a ese tal siempre se enfrenta otra persona –médico incluso, algunas veces- que le dice que pare de molestar al enfermo y le deje continuar con lo que eran sus costumbres anteriores a la enfermedad, intentando incluso, con ese aire de superioridad que da el navegar a favor de las corrientes procelosas de lo políticamente correcto, arrinconarle en la esquina de los que sostienen algo así como que “el dolor dignifica y sirve para ganarse la vida eterna”.
 
            Se trata de un debate desvirtuado, porque las coordenadas del mismo, en este preciso instante del s. XXI en que nos hallamos en las sociedades desarrolladas, son muy otras, y no enfrentan, en modo alguno, a quienes sostienen que el final de la vida sea todo lo plácido que pueda ser, frente a los que piensan –si es que tales existen- que el dolor dignifica y gana la vida eterna, sino a los que piensan que la manera de obtener una mejor calidad de vida en los momentos finales de la existencia consiste en dejar hacer al enfermo lo que se le antoje, frente a los que creen que esa pequeña privación que se le pide -nunca se le exige- es el mejor camino hacia un auténtico bienestar que sortee, con mejores posibilidades de éxito, las puntas de dolor y de angustia que la enfermedad, agudizada por los hábitos que se deben abandonar, puede llegar a producir.
 
            Por otro lado, no es verdad que en el seno de la Iglesia nadie proponga hoy día el dolor como “camino de salvación”. Es más, me atrevo a asegurar que nadie en su sano juicio dentro de la Iglesia lo ha hecho nunca. Se trata de una más de esas muchas leyendas negras utilizadas desde las trincheras del anticlericalismo radical para desprestigiar a la institución. Lo que sí ha hecho la Iglesia  es aportar al paciente, al sufriente, al moribundo, una alternativa, un alivio, un “remedio psicológico” –de gran eficacia, por cierto, en muchos casos-, invitándole a ofrecer, “a inmolar”, ese dolor por el que, por desgracia, ha de pasar inexorablemente. Y eso, en tiempos pasados en los que el dolor no era controlable, no desde luego hoy en que, gracias a Dios, sí lo es. Y nada más. Esto conviene tenerlo bien claro, para devolver a sus justos términos el debate que sobre el final de la vida se procede a poner hoy sobre la mesa. Porque el nihilismo rampante del siglo 21 prefiere muy mucho enfrentarse a los que están “por el dolor redentor”, que a los que están –a los que estamos, en realidad- “por la vida plena y gratificante”, también cuando las condiciones para conseguirla son más adversas.
 
            Y esto es todo por hoy, queridos amigos. Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos. Mañana más.
 
 
            ©L.A.
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