Doscientos cincuenta millones de cristianos sufren, de una u otra manera, persecución por su fe. La mayoría de ellos a manos de los musulmanes, pero no sólo son los seguidores del Islam los que los acosan. Hindúes, budistas y, por supuesto, laicistas están entre los que hacen todo lo posible por evitar la evangelización o directamente persiguen y hasta asesinan a los discípulos de Cristo. Las últimas matanzas en Siria, Irak y África son sólo unos ejemplos más de la crueldad con que los cristianos son tratados por doquier.

 

¿Qué hace la comunidad internacional ante esto? El Papa lo ha denunciado esta semana, al clamar contra la pasividad y la inercia con que se reciben noticias terribles semana tras semana sin que se haga nada. Esa comunidad internacional, en cambio, sí se moviliza cuando hay un atentado con una revista progresista o cuando se pone en juego la estabilidad de los precios del petróleo. Pero si se asesina impunemente, día tras día, a cientos de cristianos entonces se lo piensa, dilata las actuaciones y, al final, no hace nada. Quizá la causa sea que los laicistas, que tanto odian al catolicismo, estén viendo al Islam como el brazo ejecutor de sus propios planes. No se dan cuenta de que acabar con el cristianismo es cavarse también su propia tumba. Y si no, que se lo pregunten a los gays que viven en países musulmanes.

 

Pero no sólo debemos preguntarnos qué hace la ONU o qué hace Estados Unidos como gran gendarme mundial. También debemos preguntarnos qué hacemos nosotros mismos, los cristianos. Porque quizá seamos nosotros los más pasivos, a pesar de ser los más afectados. Sólo los católicos somos 1.100 millones y el conjunto de los cristianos pasa de los 2.000 millones. Si hubiera una presión católica a los diputados de los respectivos países, sus gobiernos harían algo. Si hubiera más solidaridad económica, los miles de refugiados cristianos no estarían en las condiciones en que están. La prueba de nuestra falta de convicción y entusiasmo en la fe que profesamos nos la da, entre otras cosas, esta indiferencia horrorosa que mostramos ante la persecución que sufren tantos de los nuestros. Quizá a alguno le parezca que los desastres que vemos en la televisión suceden a muchos kilómetros de la propia casa. ¿Seguro que esto es así? Libia, por ejemplo, está justo enfrente de las costas italianas y a no mucha distancia de las españolas. Y, además, con la exportación por doquier del terrorismo islamista, no hay ningún lugar del mundo que se pueda considerar seguro.

El peor mal es la indiferencia, decía la Madre Teresa. Es también nuestro peor mal en estos momentos históricos. La oración diaria por los cristianos perseguidos es un deber. La ayuda económica otro. Y la denuncia pública y reiterada es una obligación para que al menos ellos no se sientan abandonados por nosotros.